Jornada Semanal, 14 de enero del 2001 

Iván Rincón Espríu
urbes de papel
 
 
 
 

San Cristóbal
en tiempos de Bernabé
 
 
 
 
 

San Cristóbal de las Casas es una urbe habitada por varias razas que hablan varias lenguas. Por siglos y siglos se mantuvo la supremacía de una de esas razas y una de esas lenguas, pero las otras razas y las otras lenguas continuaron su lucha profunda y mantuvieron sus rasgos esenciales. Iván Rincón nos describe minuciosamente a la capital de los Altos de Chiapas. En su relato, Bernabé, los gatos, los barrios, las calles inundadas, los veteranos de Vietnam, don Ausencio Salazar, los borrachitos... todos, desde la Cola del Diablo hasta la avenida General Utrilla, hacen la fisonomía de una ciudad luminosa aun en los días en que la niebla baja.





Bernabé no pensaba en los escarabajos egipcios ni en la inmortalidad del cangrejo, sino en la ingenuidad de los gatos, cuyos maullidos en las noches de plenilunio eran la causa original de sus insomnios. El tiempo, la memoria y el olvido, se decía, son aspectos sustanciales de la vida que se encuentran de manera especialmente intensa en San Cristóbal y más en el barrio de El Cerrillo. Por los tejados de sus casas centenarias, por sus calles empedradas, sus callejones y callejuelas con escalinatas, fluye una lluviosa soledad, así como por sus chimeneas transitan recuerdos, sentimientos, ideas y todo cuanto pueda expresar una carta al calor de la leña, con ayuda de la música, el vino tinto y el ocote. Sus gruesas paredes, aguadas por la constancia, la insistencia y la abundancia de la lluvia, contienen los sueños de viajeros y residentes en la Cola del Diablo, y encierran ausencias y melancolías.

El rito del copal es el remedio para el interior de los cuartos en donde las sombras de los sueños del morador anterior se confunden con los recuerdos del morador actual; los recuerdos, en la medida que se concentran íntimamente, hacen que la mirada se pierda (en ellos, precisamente), lo cual nunca sucede con más fuerza que frente al fuego del hogar; el fuego del hogar, como el efecto hipnótico de mirarlo, salvo en los casos de soledad necesaria para percibir sentimientos apenas esbozados y superar su ambigüedad, es parte del ambiente propicio para consumar un incipiente romance o lo que tímidamente pretenda serlo, y darle así a los Altos fríos de Chiapas algo de calidez humana.

La Cola del Diablo, en El Cerrillo, es el punto en donde la calle Doctor Navarro se quiebra y cambia su nombre por el de Yajalón. Ahí, entre antiguas casas rústicas, características del rumbo, había una en particular con más de 150 años, propiedad de un nativo nonagenario llamado Ausencio Salazar, que la daba en arrendamiento –pero entraba y salía sin previo aviso ni permiso de los ocupantes a regar las plantas–, y que murió por esa época, también sin previo aviso ni permiso de nadie. Invadida por gatos que hacían tanto ruido cuando fornicaban como cuando se peleaban, que dormían entre el tejado y el cielorraso y que ni de noche eran pardos, la casa estaba dividida en tres partes para que fuera más fácil rentarla, y Bernabé ocupaba la parte más grande. La de en medio era apenas un cuarto con su pequeño pasillo, su cocina y su baño, y la rodeaban por atrás las otras dos partes. En la mediana vivían un guía de turistas italiano y una mujer irlandesa, mientras que en la pequeña lo hacía un periodista ecuatoriano. Las tres partes fueron desocupadas, cada una en su momento, después de la muerte del entonces propietario, y ocupadas por gente cercana a las hijas del viejo.

Según el arrendatario que tuvo como huésped a Bernabé, una "señora Paula" heredó este inmueble de sus padres, pero durante un viaje que la mujer hizo entre 1969 y 1972 para visitar a otros parientes, don Ausencio tuvo acceso a los papeles de la casa y aprovechó que uno de sus yernos trabajaba en el Sistema de Agua Potable y Alcantarillado Municipal para ponerla a su nombre con un trámite notarial. Aun dividida la casa, el agua tenía solamente un medidor, una toma dada de alta y las otras dos clandestinas, y había que racionarla, pues llegaba hasta las seis de la tarde y mientras tanto era necesario sacarla de una pequeña cisterna; el día en que la ropa era lavada, casi siempre alguien se quedaba sin bañar. El viejo tenía cuatro hijos, dos mujeres y dos hombres, y antes de dividir la casa vivió en ella entre seis y ocho años, desde finales de los setenta hasta principios de los ochenta.

Como la mayoría de las casas centenarias, la parte más grande de ésta tenía su baño afuera de las recámaras, pues la distribución de los espacios había sido planeada antes de que fueran construidas las tuberías de desagüe, cuando los retretes eran simples letrinas que debían estar lejos del resto de los cuartos. Para bañarse había que calentar el agua durante media hora, con la leña que semanalmente llevaba un anciano de Tenejapa en su burro y que vendía tres veces más barata que en la tienda de enfrente. Los leños delgados eran para el calentador y los gordos para la chimenea. En cierta ocasión, Bernabé reconoció este baño en una curiosa foto exhibida sobre la chimenea de otra casa, en donde aparecían asomados cuatro jóvenes vascos con los rostros dentro de condones inflados. "Son los indios locondones", bromeó uno de quienes anteriormente habían vivido ahí.

Dispersas por los rincones, algunas tejas sueltas tenían pintada una cara maya. En la recámara más grande, a la mitad de la cual estaba la chimenea, había vivido también un marinero que por nostalgia colgó de las vigas del techo su cama con enormes cuerdas, y en esa cama colgante dormía el anfitrión de Bernabé. Dentro de la misma recámara se encontraba la entrada de un pequeño cuarto que en algún tiempo pudo ser una bodega o el ropero. La cocina también tenía un pequeño cuarto adentro, como alacena, cuya puerta había que mantener cerrada, igual que las otras que daban al patio y al traspatio para que no entraran los gatos a saquear la comida y orinarse. El patio trasero había sido antiguamente un gallinero. Dos o tres veces a la semana se apersonaba un gringo viejo llamado William con el pretexto de llevarse la basura acumulada, que metía en su costal de poliamida, y fumaba en el patio trasero un cigarro de mariguana que le invitaba el jefe de la casa.

William es un veterano de la guerra de Vietnam, después de la cual fue doble de cine; años más tarde terminó como recolector de basura en San Cristóbal. Bernabé conocía dos versiones de una parte de su historia. La primera consistía en que había participado en la golpiza que le ocasionó la muerte a un teporocho, y la segunda en que sólo se acercó a verlo tirado en el suelo, después de la agresión, y que entonces fue detenido por la policía. Lo cierto es que apenas habían transcurrido dos meses de los veintidós a veinticinco años de cárcel a los que fue sentenciado, cuando los zapatistas que tomaron la ciudad el primero de enero de 1994 y que la abandonaron durante la madrugada del día siguiente, al pasar de regreso a sus comunidades por la prisión de Rancho Nuevo, dejaron libres a todos los presos. Los propios guardias salieron disfrazados de prisioneros. William salió entre los 179 internos del penal y desde entonces anda de nuevo por las calles de San Cristóbal, haciendo "mandados" y llevándose a cambio de cualquier cosa la basura de las casas a su tiradero secreto; está eternamente agradecido con el subcomandante Marcos y los zapatistas por haberle devuelto su libertad.

Durante varios días, los vecinos de la Cola del Diablo escucharon a un borracho que, en la esquina de Yajalón y Tapachula, le gritaba desde la calle insultos y reproches a su esposa por haberlo echado de la casa. El hombre despotricaba toda la noche y decía sus improperios, subiendo y bajando la voz, aunque manteniendo más o menos estable la borrachera, hasta que en una ocasión salió la mujer a darle una golpiza suficiente como para que, según los cálculos de Bernabé, aquella fuera la última visita despechada que le hiciera. Pero unos días después ahí estaba de nuevo el marido, igual de enojado y de borracho.

Desde la Cola del Diablo hasta la avenida General Utrilla, en donde termina este barrio coleto, la calle Doctor Navarro atraviesa Cristóbal Colón y Belisario Domínguez. Y entre estas dos calles, sobre Doctor Navarro, hay una casa de fachada azul, muy hermosa, también centenaria y dividida en dos partes, una de las cuales es ocupada por los corresponsales de Associated Press en Chiapas. Más adelante, aunque todavía entre Cristóbal Colón y Belisario Domínguez, desemboca una callejuela de escalinatas, en cuya esquina con Doctor Navarro, debajo de propaganda priísta, un letrero advertía: "En vista de que las autoridades no hacen nada, nos veremos en la necesidad de romperle la madre al que sorprendamos orinándose o tirando basura en esta calle."

En dos de las esquinas de Belisario Domínguez y Doctor Navarro están La Casa del Pan y La Parrilla, el primero un cautivador restaurante vegetariano y el segundo uno de cocina mexicana, y entre Belisario Domínguez y General Utrilla hay otra casa centenaria, de fachada anaranjada, en donde viven los dueños ingleses de La Madre Tierra. Enseguida se encuentra el Bar Tabos, donde terminaba en otra época la "ruta maya" de la vida nocturna y que ahora, completamente vacío, se mantiene abierto en espera de recuperar la clientela. Doctor Navarro desemboca finalmente en General Utrilla, al otro lado de la cual se ubican la plaza de Santo Domingo y un convento dominico de la era colonial.

Después del Centro de la ciudad (el primer cuadro construido), este barrio es quizás el más antiguo y el más colonial; sin duda era el más peatonal antes de que, recientemente, sus principales calles empedradas fueran encementadas por completo, simulando adoquines; ninguna de estas calles ni de sus callejones y callejuelas con escalinatas es horizontal; todas suben y bajan, entre las avenidas General Utrilla y Diego Duguelay, de este a oeste, y entre el mercado municipal y el Centro, de norte a sur.

En los días de lluvia las calles son indómitos caudales que con el agua se llevan las soledades de las puertas de las casas y, al escampar, los gatos recogen con sus uñas las que se quedan entre las tejas y las llevan de noche a los tejados de otras casas, en donde, sigilosos, ingenuamente las dejan. Por la vereda del olvido van y vienen las ausencias y los vendedores de leña, entre un cerro y El Cerrillo. Los recuerdos se pierden en la memoria y los momentos en el tiempo, igual que las lágrimas en la lluvia. Las sombras de los sueños son recuerdos de algo que nunca ocurrió. Aunque los coletos que viven de sus rentas son especialmente indolentes, en todo el valle de Jovel no hay todavía un recodo consumido por la voracidad implacable del tiempo. En las paredes y los techos de las casas más antiguas están embadurnadas las sombras de los sueños que tuvieron ahí sus anteriores moradores, para confundirse con los recuerdos de sus habitantes actuales (cuando los maullidos de plenilunio les causan insomnio), y algunos de estos sueños y falsos recuerdos contienen tanta soledad como la que pudieron llevarse a otras casas las corrientes fluviales y los gatos ingenuos.