MAR DE HISTORIAS
Siete gemidos
Ť Cristina Pacheco Ť
"Aunque parezca increíble: veintitrés minutos invertidos en la lectura de cinco noticias, aparecidas la misma semana en la sección Estrujante, cambiaron la historia de una mujer condenada a la peor de las miserias: la soledad".
Lila se aleja y observa las líneas que acaba de escribir en su cuaderno. Está segura de que concentran su historia pasada y presente, pero algo la inquieta sin que pueda precisarlo. Mientras busca la explicación juguetea con las gafas. Las lleva colgadas al cuello con una cinta de popotillo, pero se las cala nada más cuando se encuentra sola en su vivienda: sala-comedor, pasillo, baño, una cocina improvisada en lo que fue despensa. Se resignó a invertir la mayor parte de su pensión en el pago de la renta apenas vio la recámara con sus dos enormes ventanas.
Antes de iniciar la nueva etapa de su vida fueron su único observatorio hacia el mundo. Era común que los transeúntes, en especial las mujeres, se detuviesen a felicitarla por disfrutar de semejantes ventanas. A cambio del amable comentario Lila les recitaba la historia de la casa: "Es del siglo XVIII. Sus primeros dueños fueron unos portugueses de apellido Pontes. El último heredero se la dio como regalo de bodas a su hija y el yerno acabó perdiéndola en una partida de baraja. No sé cómo habrá llegado a manos del actual dueño. Nunca está en México. El administrador es el que hace y deshace. Convirtió todos los cuartos en viviendas y dejó que en el patio se instalara una imprenta. Es molestísimo porque todo el santo día entran desconocidos".
Este ejercicio oratorio le permitía a Lila el único placer de su vida: saberse escuchada. Aquilató el valor de esa experiencia durante los días que mediaron entre la lectura de la última noticia horripilante: -"solitaria mujer victimada en su casa por feroz asesino"- y su decisión de llamar al maestro carpintero. Don Genaro parpadeó desconcertado cuando Lila le dijo por tercera vez: "Necesito que clausure las ventanas. Vivo sola y, como están las cosas, no quiero que un ladrón se meta para robarme los tres centavos que tengo".
Lila se refería a los mil 200 pesos de su pensión. En realidad una miseria, pero una auténtica fortuna comparada con el monto de los robos que habían motivado la muerte de cinco mujeres, solas como ella, descrita con no menos salvajismo en la sección Estrujante.
El maestro Genaro hizo el trabajo de mala gana. Lo molestaban menos los fastidiosos regateos de Lila que sus remordimientos. Desde su taller se había percatado de lo que significaban para su clienta esas ventanas; tapiarlas lo convertía en carcelero. Para librarse del estigma se le ocurrió una idea: "Permítame dejar abiertas las ventilas. Subida en una sillita podrá asomarse por allí para seguir recortando al vecindario".
Lila no le concedió importancia a la genialidad del carpintero, sólo la aceptó. Desde el día siguiente, y a lo largo de muchas semanas, se le vio asomada a las ventilas, indiferente al asombro y las burlas de quienes, al pasar, descubrían a gran altura del suelo una cabellera entrecana enmarcando un rostro consumido por la miseria y taladrado por cosméticos baratos.
II
Lila relee por enésima vez las líneas que escribió. Encuentra la explicación de su incomodidad cuando tropieza con la palabra "condenada". Le recuerda el acento con que su madre le explicó en el templo del Carmen, hace muchísimos años, el significado de las llamas que atenazaban y, al mismo tiempo, protegían la desnudez de varias figuras femeninas: "Las lenguas de fuego significan que esas pobres almas están condenadas". Un escalofrío la recorre y le sugiere la palabra "sentenciada".
"Mejor, muchísimo mejor", dice Lila. Se pone de pie y relee las cuatro líneas. Son el comienzo de un relato. Piensa enviarlo a la sección "Lo insólito, lo real". Aparece los sábados en el tabloide que ella lee ávidamente. Allí ha encontrado historias fantásticas, pero ninguna tan extraordinaria como la suya.
Suena el despertador. Lila hace un gesto de impaciencia porque la alarma le recuerda sus obligaciones de las cinco de la tarde.
Abandona su cuaderno y corre hacia el tablero donde cuelgan siete llaves. Elige la que está bajo el nombre de Ricky. Duda unos instantes, hace un cálculo mental, y toma otra: "De una vez me paso por Blondy: le toca a las seis. La dejo tranquilita en su casa y me regreso a escribir. No puedo desvelarme porque a las siete de la mañana me espera Aníbal y, con ése, imposible retrasarse un minuto porque se vuelve loco".
III
Lila entra en su casa y se olfatea la ropa. Dice con repugnancia: "Ya no vuelvo a tirarme en el pasto con Ricky. Tiene un olor tan fuerte..." Se quita el suéter y lo cuelga en el tablero de las llaves. Lo analiza: "Vamos a ver a quién tengo mañana: primero Toto, después Elektra y más tarde Conny. šQué amor de criatura!".
Un coro de cláxones la sobresalta. Su curiosidad por saber qué ocasiona el estruendo es superior a la fatiga y corre a subirse en su silla. Asomada por la ventila mira un congestionamiento de automóviles. De pronto se le ocurre comprarse uno. Eso le permitiría ampliar su negocio y atender solicitudes que le llegan de muchos puntos de la ciudad: "Y sin anunciarme", murmura orgullosa de recordar que sus buenos servicios le están granjeando cierta fama. Decide que con esa frase terminará su colaboración espontánea para el tabloide.
Lila abandona su observatorio y vuelve a la mesa donde está su cuaderno. En las primeras páginas tiene escritos los nombres de sus clientes, los horarios de servicio y el monto de los pagos; en la última, las cuatro líneas que escribió en la mañana: "Aunque parezca increíble: veintitrés minutos invertidos en la lectura de cinco noticias aparecidas la misma semana en la sección Estrujante cambiaron la historia de una mujer sentenciada a la peor de las miserias: la soledad".
"ƑY ahora cómo sigo?". La risa de una pareja que cruza frente a su puerta le recuerda las noches que se pasaba mirando, a través de la ventila, cómo iba aquietándose la calle hasta que al fin sólo la transitaban miserables y perros callejeros. Muchas veces se vio reflejada en su hambre y su abandono.
Todo cambió la tarde en que llegó a ocupar los cuartos vecinos un hombre acompañado por un perro. Oyó al animal gemir por la mañana, desde que su amo lo dejó solo. Cuando lo vio arañar desesperado la ventana buscando una salida, Lila se sintió identificada con el animal. Sus vidas eran idénticas, estaban igualmente solos y ansiosos, aunque ella por lo menos disponía de su observatorio. Esa explicación no la dejó satisfecha y pensó en hacer algo para cambiar las cosas.
Vio la oportunidad un domingo en que coincidió con su vecino en el estanquillo. Entonces se atrevió a reclamarle su crueldad con el animal. El hombre se impacientó: "No opine si no sabe: yo adoro al Beny, pero comprenda, trabajo en el Estado. En la mañana no me da tiempo de sacarlo y en la noche regreso muerto".
Lila se sintió avergonzada y trató de explicarse: "Pues sí, pero entienda lo que siento cuando oigo llorar a su animalito sin poder ayudarlo. ƑVerdad que me comprende, señor..." El se apresuró a identificarse: "Isidro Torres". Luego se despidieron. Lila apenas caminó unos metros cuando él le dio alcance: "Oiga, se me acaba de ocurrir una cosa: Ƒno podría encargarse de pasearme al Benny? Desde luego, pagándole el servicio". La perspectiva de un ingreso extra la convenció.
Enseguida recibió solicitudes de otros vecinos. Actualmente Lila atiende a siete perros y es feliz de saber que, gracias a ella, en el mundo dejaron de escucharse siete gemidos desde la soledad.