Jose Cueli
El filósofo Richard Rorty plantea que no deberíamos pensar que la investigación, ya sea en la ciencia o en cualquier otra área de la cultura, apunta hacia la verdad, sino que nada más se limita a resolver problemas. Sólo la desacreditada teoría de la verdad como correspondencia hace plausible la idea de que ésta sería la meta. Una vez que se abandona tal noción se puede empezar a dudar, también, de que la investigación deba dirigirse hacia un punto determinado y, en consecuencia, contemplar sus horizontes como algo en constante expansión a medida que nos enfrentamos con algunos problemas.
Rorty, en su nuevo libro Verdad y progreso, apunta que Habermas y Derrida más que oponerse, en realidad, se complementan entre sí. Para aquél, la obra de Jacques Derrida es exactamente lo que necesita quien ha quedado impresionado y abrumado por el lenguaje heideggeriano, pero quisiera evitar describirse a sí mismo en sus términos.
Por su parte, el discurso filosófico de Jürgen Habermas resulta lo más indicado para quien encuentre a Martin Heidegger y Derrida absurdos por igual. Habermas le ayuda a uno a sentirse en su derecho de soslayar el teorizar ironista del género Nietszche-Heidegger-Derrida, de rodearlo más que entrar en él. Si las letanías de Heidegger y las fantasías de Derrida dejan indiferente, entonces en Habermas se encuentran buenas razones para concluir que, al menos a los efectos de producir algún bien público, ambos discursos, a decir de Rorty, podrían ser ignorados.
En otras palabras, el error de lo que Heidegger llama metafísica y Derrida logocentrismo es haber esperado hacer mediante la reflexión ?mirando hacia adentro? lo que sólo puede hacerse con una ampliación del alcance de, y la participación en una conversación. Ha husmeado en la intimidad del ''sujeto" en lugar de abrirse a lo público.
Si en efecto nos abrimos a lo público, identificaremos lo racional con los procedimientos y lo verdadero con los resultados de una comunicación no distorsionada, el tipo de comunicación característico de una sociedad idealmente democrática. Pero lo que se interpone en el camino de una tal comunicación no tiene mucho que ver con el logocentrismo, y sí todo con la política práctica. Todo lo que el filósofo puede hacer por la justicia social, desde su capacidad profesional, es señalar los obstáculos que hoy existen para una comunicación no distorsionada. Y entre éstos no figuran las cuestiones esotéricas que discuten Heidegger y Derrida (por ejemplo, la confusión del ser con los rasgos más generales de los seres, o la supuesta primacía del habla sobre la escritura). Sí figuran, en cambio, cosa como el control de las revistas de circulación masiva por parte de personas que pretenden salvaguardar su propia riqueza y poder a expensas de los pobres y los débiles.
Según Rorty, Habermas sin duda tiene razón en que, si lo que buscamos en los textos comúnmente identificados como filosóficos es ayuda para realizar los ideales de las democracias liberales, entonces podemos saltarnos a Nietszche, Heidegger, Derrida y gran parte del pensamiento de Michel Foucault. Pero en opinión del propio Rorty va demasiado lejos en esta afirmación. Sin embargo asevera que Habermas no se equivoca al decir que la búsqueda del ironista de una ironía cada vez más profunda y de una sublimidad cada vez más inefable tiene escasa utilidad pública directa.
Sin embargo, el autor no cree que eso demuestre que el paradigma de la filosofía de la consciencia sea un síntoma de agotamiento. Lo que para Habermas son síntomas, para Rorty son síntomas de vitalidad. Aquí la diferencia estriba, según Rorty, en que él lee a los autores del tipo de Heidegger y Nietszche como buenos filósofos privados, mientras que Habermas los lee como malos filósofos públicos.