MIERCOLES Ť 10 Ť ENERO Ť 2001
Arnoldo Kraus
Medicina e investigación
La construcción de las normas éticas que deben regir la investigación en medicina, sobre todo en humanos, pero también en animales, surgieron en buena parte a partir de experiencias negativas. Esto es, analizando los caminos que se utilizaban para experimentar medicamentos, tecnología o procedimientos y que habían producido daños en las personas estudiadas. En el pasado, en muchos casos, no existían normas que protegiesen "suficientemente" a los sujetos de las posibles mermas del estudio. Incluso, en algunos casos, como en la medicina de la Alemania nazi, se buscaba, ex profeso, la muerte del individuo para evaluar determinadas funciones. Por la crudeza de esos hechos y por otra serie de sucesos, la comunidad médica y organizaciones gubernamentales y no gubernamentales consideraron imperioso normar la investigación médica para proteger a los interesados.
Así, surgieron documentos y declaraciones, como las de Nuremberg (1947), la de las Naciones Unidas (1948), Helsinki (1954) y muchas otras, cuyo leitmotiv era preservar la salud del investigado. Es evidente que los procesos de investigación son arduos y complejos, pero, a la par, debe subrayarse que la ciencia, en muchos sentidos, "se debe" al ente en quien se prueban medicamentos o tecnología.
Vale la pena reflexionar acerca del binomio medicina e investigación por dos motivos: la población no tiene acceso a los avatares éticos que confronta actualmente la medicina y, porque, lamentablemente, algunos protocolos llevados a cabo en el Tercer Mundo tienen tintes absolutamente clasistas y racistas. Reseño brevemente un acontecimiento "viejo", y lo contrasto con uno contemporáneo.
Punto de referencia ineludible para los bioeticistas -en mi concepción de la otredad todos deberíamos ser bioeticistas- es el caso Tuskegee. En Tuskegee, Alabama, en la década de los cuarenta, se efectuó una investigación para determinar las consecuencias a largo plazo de la sífilis. Para tal efecto, el Servicio de Salud Pública de Estados Unidos (SSP) negó el tratamiento a 399 hombres negroafricanos pobres que sufrían los efectos terciarios de la enfermedad. Los médicos implicados ni informaban a los participantes en el estudio que estaban infectados por sífilis ni los educaban en relación con el tratamiento o prevención. Más bien, los atraían con engaños y los invitaban a participar ofreciéndoles tratamiento gratuito para la "sangre mala" -bad blood-, término genérico que hacía referencia a una variedad de enfermedades. Además, el SSP impedía que los participantes fuesen tratados por otras fuentes. De hecho, cuando la penicilina alteró dramáticamente el curso de la sífilis en la década de los cuarenta, el SSP no permitió que estos pacientes fuesen tratados porque, aseveraban, nunca encontrarían un grupo similar.
En medicina, el decenio de los noventa es el del sida. Una de las inquietudes fundamentales ha sido encontrar las vías para evitar que madres embarazadas y portadoras del virus de la inmunodeficiencia humana -situación "frecuente" en Africa- contagien al feto. Para tal efecto, como parte de un proyecto de investigación, se administró a un grupo de mujeres un medicamento denominado AZT, que detiene la replicación viral. Se sabía que sólo una tercera parte de las madres embarazadas trasmitirían la enfermedad, mientras que en dos de cada tres embarazos, el producto no resultaría infectado. El AZT no es un medicamento inocuo y existía la posibilidad de que los bebés resultasen dañados.
Las madres que recibieron el medicamento no entendían la naturaleza del experimento, pues, tiempo después, quedó claro, o que no comprendían lo que les explicaban los investigadores -consentimiento informado-, o incluso, que ni se las tomaba en cuenta.
El estudio demostró ser eficaz, pero, por su costo -800 dólares anuales- era imposible administrarlo, ya que en muchos países africanos y asiáticos, el gasto anual promedio en salud es de 25 dólares por persona. Quienes defendieron la eticidad de los estudios, y que lamentablemente eran directores de dos de los centros de investigación más importantes de Estados Unidos, adujeron que no se violaron códigos éticos por la dificultad para explicar a los sujetos del estudio los fines de éste -84 por ciento comentaron después que "fueron obligados" a participar. Asimismo, argumentaron que como eran personas desnutridas y anémicas, y debido a la pobreza de los países donde se realizaban los experimentos, no era posible practicarles exámenes de laboratorio con frecuencia. Es obvio que este estudio no se habría realizado en EU.
La distancia entre Tuskegge y el caso 076 -así se denominó el experimento anterior- es muy corta. El caso 076, y otros similares, auspiciados por universidades estadunidenses, tienen tintes francamente racistas. No hay duda que la bioética afronta una ardua tarea: humanizar la ciencia y evitar que quienes se han adueñado de ella menoscaben los derechos humanos.