DOMINGO Ť 7 Ť ENERO Ť 2001
MAR DE HISTORIAS
El cerrarse de una puerta
Ť Cristina Pacheco Ť
Por fortuna Francisco y yo compartimos el mismo horario. Si hubiera tenido que mudarse a otro país, me resultaría imposible mantener la ilusión de que seguimos juntos. Su semana comienza al mismo tiempo que la mía y nuestros relojes marcan las mismas horas.
Algunas noches, cuando nos quedaba tiempo para estar juntos, Francisco y yo nos divertíamos imaginando estrategias contra todos los enemigos que pudieran separarnos. En la lista negra no incluimos el nombre del doctor Vicente Sepúlveda. Le hizo a Francisco una serie de estudios y le advirtió que debía irse a vivir a nivel del mar.
La razón me dice que debo estar agradecida con el doctor, porque gracias a sus atenciones Francisco pronto cumplirá 49 -y espero que muchos más-; sin embargo, mi sentimiento se convierte en rencor cuando la soledad se me vuelve insoportable o escucho a Francisco más deprimido que otras veces.
Hoy, por ejemplo. Quizá fue mi culpa. Siempre lo llamo por la noche. Tengo la impresión de que lo dejo menos solo si pasa de nuestra charla al sueño. Rompí la regla y lo llamé antes del mediodía. Se sorprendió de oírme a esas horas. Tuve que jurarle que estaba muy bien. No me creyó. Le mentí: "Lo que pasa es que regresaré tarde porque vamos a hacerle una cena al nuevo jefe de mercadotecnia".
Me di cuenta de que había cometido otra estupidez. Con ánimo de disimularla le pregunté cuáles eran sus planes para el resto del día. Mencionó su rutina de ejercicios y la caminata que debe hacer por el malecón de cuatro a cinco de la tarde. Llamábamos a ese lapso "la hora infame". No se lo mencioné, pero estoy segura de que él lo recordó.
Nuestra conversación fue muy corta. Sentí el deseo de volver a llamarlo y jugar, como lo hemos hecho decenas de veces, a que estamos juntos en la cama, en algún restaurante, en el cine, tomando una copa o simplemente paseando por la calle. Nuestro juego llega a ser tan real que a veces hacemos comentarios acerca de una película inexistente, fingimos detenernos en un crucero hasta que cambie la luz del semáforo o estacionarnos ante un puesto de periódicos para leer los encabezados.
Hoy no incité a Francisco a nuestro juego. Sentí que a los dos nos faltaban fuerzas o tal vez imaginación para pretender que todo sigue igual, que no existen el doctor Sepúlveda ni las radiografías. Guardo una. Sé que es morboso, pero me gusta mirarla y recorrerla con el índice, decidida a encontrar el sitio donde, según yo, debe alojarse el amor que Francisco siente por mí. También busco el nicho de la enfermedad, el sitio donde está agazapada la muerte esperando que él falle con su dieta y con sus rutinas.
Se me dificulta mucho aceptar que el gusto de Francisco por hacer largas caminatas haya tenido que inscribirse en la lista de hábitos dictada por el médico. Me pregunto si Sepúlveda nos recuerda, si se pone a pensar en todo lo que Francisco y yo tuvimos que hacer para impedir los efectos desastrosos de su orden: "Si quiere seguir viviendo, debe mudarse al nivel del mar".
El doctor nunca sabrá de qué manera cambiaron nuestras vidas esas palabras. Por lo pronto se desató entre Francisco y yo una lucha encarnizada: mi objetivo era convencerlo de que me permitiera acompañarlo; el suyo persuadirme de que no lo hiciese. Lo consiguió, no importa cuáles hayan sido sus argumentos. A cambio le pedí un esfuerzo de imaginación: seguir creyendo que vivíamos aún en el mismo mundo.
II
Para Francisco no fue difícil imaginar que seguía aquí. Conoce mi ciudad tan bien o mejor que yo: durante años me acompañó a todas partes. Fingir que nos mudábamos a la playa fue mucho más difícil. Tuvimos que prepararnos como dos exploradores. Compramos mapas del puerto, guías de la ciudad, folletos turísticos, tablas climatológicas, calendario de festividades.
Fue divertido hasta la mañana en que acompañé a Francisco al aeropuerto. Poco antes de cruzar el arco para detectar metales me arrancó una promesa: "Júrame que no irás a visitarme y que no me escribirás. Tenemos el teléfono..." Sonreí como una estúpida e intenté corregirlo: "Querrás decir..." Me puso la mano en la boca: "No. Oíste bien. Compréndeme: cada carta destruiría nuestra imaginación de que estamos juntos. Al terminar tu visita, Ƒcrees que podría seguir viviendo solo en la casa?".
Aunque Francisco nunca ha querido enviarme fotos, la conozco centímetro a centímetro: sé su orientación, el color de su fachada, la amplitud de sus pasillos, de qué tamaño son la recámara y su estudio, qué cuadros adornan las paredes, qué plantas hay en el jardincito. Francisco me describió con especial minuciosidad la ubicación de los muebles y luego, como notó ciertos olvidos, me envió una especie de croquis. Al recibirlo sentí que me trataba como a una persona que, a punto de perder la vista, obtiene una serie de referencias para que después no tenga tropiezos.
Como estuvimos de acuerdo en que la mejor hora para llamarlo era la noche, no puedo imaginarme la casa a la luz del día. Tal vez a eso se deba que esta mañana me haya incomodado tanto nuestra conversación telefónica. Por primera vez me sentí extraña. El lo advirtió y me tendió la mano -otra vez ciega- diciéndome que iba a su estudio cuando oyó el timbre del teléfono. "Jamás pensé que fueras tú. ƑPasa algo?" Inventé lo de la cena de bienvenida en vez de decirle la verdad: "Tuve un sueño horrible, me pareció un presentimiento y por eso te llamé".
Si lo hubiera hecho habría abordado uno de los temas prohibidos: su enfermedad. No existe en el mundo que ambos compartimos. Tenemos que creerlo aunque haya un mueble donde Francisco guarda sus medicamentos, una carpeta en que están archivadas sus radiografías y una agenda con las fechas de visita a su nuevo médico. Jamás me lo ha mencionado, pero tiene que existir.
La enfermedad de Francisco no es el único terreno minado. Hay otro, al menos para mí: Asunción. Con ella me sucede lo mismo que con el doctor Sepúlveda. Tengo una mezcla de sentimientos. Por una parte no puedo menos que agradecerle el cuidado que pone en atender a Francisco; por la otra, la aborrezco.
Esta mañana, mientras Francisco y yo nos esforzábamos en hacer real el mundo que inventamos, escuché el golpe de la puerta. Sólo Asunción pudo haberla cerrado. Y el resto de este día lo hará cuantas veces sea necesario, cuando le dé la gana o la llame Francisco para pedirle algo: un vaso de agua, sus pastillas, ropa limpia, su pluma que olvidó en alguna parte. Todas esas cosas son inaccesibles y desconocidas para mí; en cambio forman parte de la experiencia de Asunción, algo que los aproxima aunque sea por minutos. Esos no los marca mi reloj.
Cuando Asunción entró al servicio de Francisco le pedí que me la describiera. Enmascaré mis verdaderos propósitos con una broma: "Si un día llego y me la encuentro, quiero saber que es ella". La respuesta fue muy breve: "Temprano se va a su cuarto a ver la televisión, y como tú siempre vienes de noche..."
Esta mañana, cuando marqué el número de Francisco, no se me ocurrió que Asunción podría contestar. Hubiera sido lógico y, sin embargo, no puedo imaginarme diciéndole: "ƑPuedo hablar con el señor?" Seguramente ella lo llama así. ƑCuál habría sido su respuesta? "No se ha levantado", "Se está bañando", "Salió a caminar".
Si Asunción me hubiera contestado, habría querido saber: "ƑDe parte de quién?". No creo que Francisco le haya mencionado siquiera mi nombre. Yo habría tenido que pronunciarlo y quizá ella se lo hubiera repetido a él después de tapar la bocina, con expresión de extrañeza: "Ahí le habla una señora que tiene un nombre muy raro."
Pienso estas cosas sólo porque llamé a Francisco en la mañana. Jamás volveré a hacerlo: nuestro mundo es tan frágil que puede deshacerlo el golpe de una puerta.