SABADO Ť 6 Ť ENERO Ť 2001
Ilan Semo
Fachadas del jardín humano
La filosofía alemana, la filosofía, acostumbra reiterar una antigua lección que cifra los límites de la sintaxis de una época: la tradición es una continuación de la escritura con las armas de la historia. Son ocasiones convulsivas. Las armas de la historia recuerdan las armas de otra política: la del lenguaje y la de la memoria. El debate que ha propiciado desde 1999 el ensayo de Peter Sloterdijk sobre el humanismo (la versión en español apareció bajo el título: Normas para el parque humano, Sruela 2000, en una inmejorable traducción de Teresa Rocha Barco) revela, una vez más, la fragilidad de una visión extenuada por los grandes relatos dedicados a trazar los déficit humanitarios de la condición moderna. Las Normas de Sloterdijk quieren servir como una refutación de esa tradición filosófica que, desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, ha dado la espalda al "llamado a la sensatez" que Martin Heidegger redactó en el sombrío otoño de 1946 como una Carta sobre el humanismo.
Sloterdijk responde a la Carta... de Heidegger para proponer una reflexión sobre la reciente restauración del humanismo en la tradición crítica alemana. No es casual que Jürgen Habermas se haya sentido en el blanco de este recordatorio, al que respondió con la autoridad y la vehemencia que otorga la condición alemana del filósofo. La posición de Heidegger parte del territorio demarcado por Schopenhauer y radicalizado por Nietzsche: liberar al pensamiento sobre el hombre de la apostasía del Hombre; liberarlo de las fachadas de la moral y su autocomplacencia.
Nietzsche comienza por advertir que el humanismo ha sido una "lírica de la evasión" destinada a desconectar al hombre de la historia, y a entregar a la "gramática del poder" una "fachada religiosa de la virtud". Foucault escribiría más tarde; una gramática del Estado pastor. Ese Estado que nutre la errancia con el sentido de estar-en-el mundo-juntos, y guiados. Heidegger va más lejos aún: "Buscar la esencia del hombre (o de la sociedad) significa renunciar a buscar, es decir, a pensar". El humanismo cifra la sonrisa desdentada de esta renuncia.
Sloterdijk lleva ambas reflexiones a la exploración de una sociedad que reclama hoy a la moralización de la virtud como un ejercicio "humanista", y a la sustitución de la responsabilidad social por la filantropía y la "búsqueda del ser" como sus estrategias de personalización política.
La historia de Occidente es reincidente al respecto. Ahí donde un poder ha cometido una historia de barbarie, el poder que lo sustituye encuentra que la fachada del humanismo es la más fácil de remozar. Lo mismo sucede con la definición del enemigo. Es Nietzsche el que recuerda que la primera versión del humanismo se debe a Vico, quien quiso denostar con ella a la "barbarie" de los turcos.
Sloterdijk tiene en la mira el debate sobre la clonación humana. Sin embargo, su ensayo revela los intersticios inconscientes de un reorden simbólico que apunta a sustituir los grandes relatos del mundo moderno por una "lírica de la evasión", fraguada en la reposición de las fachadas del humanismo. Fachadas que, curiosamente -dice Sloterdijk- exoneran a la política de representar el territorio central del conflicto entre el "ser" y los órdenes de control. La neutralidad ideológica del humanismo permite al parecer su permanente rearme. Así sea como un discurso para compensar los vacíos de legibilidad del poder, o bien los de la lírica del Estado-pastor.