Es difícil reflexionar sobre el erotismo sin confrontarse con la obra inquietante de Georges Bataille. La profunda originalidad de su mirada surge acaso de sus fuentes primordiales, que conjugan la lectura de los filósofos Nietszche y Hegel, en el marco de una reflexión antropológica.
El erotismo no es el fruto de un impulso ciego, de un arrebato en el paroxismo de la locura. Es, por el contrario, la lucidez en la clara aprehensión de la experiencia del vértigo. La transgresión no es colocarse más allá de la ley, sino en la ley misma, en los linderos de lo tolerable, donde se experimenta la extinción de todo orden, de toda identidad. La fuerza disruptiva del erotismo radica en la afirmación de la voluntad de la extinción de sí mismo, en la preservación de la propia lucidez, en la tensión extrema de la conciencia, en la precipitación de la experiencia del vínculo con el otro. El erotismo es también la invención de una intimidad propia, irreductible, en la que cada sujeto se entrega a la ceremonia de la fragilidad y vulnerabilidad de sí mismo, en una espera sin objeto que no obstante inventa y recrea la expectativa del encuentro con el otro, un encuentro que los arrastre más allá del don, a la región de la entrega generosa, sin restitución de lo dado.
La negación de la ley es también la negación
de sí mismo, de la propia identidad. Esta posición imposible
del sujeto es la del erotismo. Es este desafío brutal a todas las
condiciones de identidad y de legalidad, el que se afirma sobre la preservación
imposible de la voluntad del deseo. Este desafío, esta condición
limítrofe del sujeto, es siempre provocada por la presencia del
otro. No hay erotismo sino en esta exigencia del otro, en ese reclamo implacable
del otro, al otro. Es un otro capturado en esa reciprocidad que se funda
en la aceptación de un lazo extremo de comunidad: el vértigo,
el abandono de la precariedad de la máscara, el abandono, incluso,
de todo resguardo, la celebración de la inclemencia de la disolución
recíproca. La negación, la cancelación de la propia
identidad se da en la entrega, donación hacia
el otro. Constituirse a sí mismo y a un tiempo como ofrenda y oficiante
del ritual crepuscular. Sacrificar al otro para ofrecerse también
como materia de destrucción en el acto sacrificial. Dualismo en
el que el sujeto se convierte en ejecutor y ofrenda del sacrificio. Esta
dualidad del sujeto, su doble posición como objeto de destrucción
y de entrega, va a conferir al acto erótico su particularidad. El
acto erótico entonces, no es solamente esta confrontación
agonística trascendental del sujeto con la ley --colocarse a sí
mismo en los límites de la extenuación de la norma o de la
legalidad--, es, sobre todo, perderse en esta turbulencia de la negación
y la disgregación de las identidades.
El cuerpo desnudo será para Bataille la dimensión emblemática de la cancelación de la identidad. La desnudez revela al cuerpo en su fragilidad, colocado en esa inminencia del derrumbe de todas las barreras de sí. El cuerpo desnudo, indefenso, es el cuerpo en su capacidad de entrega radical, despojado de otra máscara que no sea su espera. Es un cuerpo sometido a la presencia del otro, pero este sometimiento es la raíz de la intensidad que hace posible la voluntad de transgresión. Los sujetos entregados a la desnudez experimentan esa intensidad ante el resplandor de la finitud escenificado y celebrado en la presencia del otro, pero esta intensidad tiene algo de oscuro, de incierto, de muerte. Para Bataille, pensar el erotismo es pensar en la colindancia del don extremo y el despojamiento de sí mismo; de la exacerbación de la propia identidad en la desnudez corporal y la renuncia al amparo de todos los signos de esa identidad; de la celebración de la vida como efusión de la voluntad de diseminación, como desbordamiento de la intensidad, como afirmación de la voluntad de alianza y de fusión, y de la muerte como extinción de la identidad. La idea de la muerte será precisamente la violencia radical que extingue la identidad. La identidad, en el texto de Bataille, aparece en su luz más oscura, visible en el enigma del cuerpo. El cuerpo revela la fuerza paradójica de esta iluminación oscura de la identidad. El cuerpo es el signo residual de la destrucción de sí, pero es también el signo visible de la potencia que escapa a la tiranía de la ley. El cuerpo es el fundamento, el destino último y la potencia de la lucidez.
Ritualidad del erotismo
En la concepción del erotismo en Bataille, el significado de la muerte excede absolutamente lo biológico. No es la destrucción biológica del cuerpo, sino el desenlace del trabajo de destrucción de sí mismo. Básicamente la idea del intercambio, de la desnudez, de la reciprocidad de estas intensidades desbordantes, que violentan toda posesión de sí mismas, son también la capacidad del sujeto para asumir la propia muerte, la muerte del otro, como la condición de esta intensidad exacerbada. El erotismo es entonces un acto de muerte recíproca que hace surgir de los despojos de sí mismo la fuerza misma de la transgresión que rechaza toda finitud. La vida --infinita, inextinguible-- no puede surgir sino precisamente de entregarse a esta destrucción del don, ofrecerse a sí mismo como nada, como sujeto arrebatado por la muerte, como sujeto en disolución, como totalidad abierta, como carencia de identidad, y al mismo tiempo cancelación de la ley.
El erotismo es también invención y fundación de un tiempo. El tiempo del erotismo es el tiempo del encuentro. La condición única e irrepetible, quizá fatal, de ese momento --a veces un instante-- en que convergen dos sujetos en ese ritual de espera, destrucción de sí, creación y recreación de la experiencia de la finitud. Es una ritualidad que rechaza la regularidad reiterativa del ritual. La ritualidad del erotismo es la experiencia de una regularidad precaria, efímera, singular. La repetición en el erotismo no es la regularidad de cuerpos y espacios, sino la de la voluntad de deseo, la reaparición intacta del impulso de transgresión y la vocación de entrega a la fragilidad. La ritualidad propia del encuentro es algo extraño a la reiteración. Quienes convergen en el momento erótico, no podrán jamás repetir esa experiencia. Cada encuentro es único. No hay tal cosa como la repetición y, sin embargo, en el momento en que el sujeto se sume en este trance al mismo tiempo fugaz, reiterativo e irrepetible de la muerte, en esa intimidad recíproca que es pura intensidad radical, en realidad está entregado a la repetición misma de ese reclamo de voluptuosidad o de vértigo. El tiempo del encuentro es entonces, simultáneamente, el lugar de lo imprevisible y de lo ineludible. Fortuito y fatal. Esta doble condición paradójica define el encuentro erótico, esta extraña paradoja de discontinuidad y continuidad. Cada encuentro, como una extraña anomalía matemática, corta nuestra vida en dos. Cada instante en que irrumpe el encuentro inventa una edad y una espera, una memoria y un horizonte. Hay un antes y un después. La vida no puede seguir tal cual después del encuentro erótico. Este arrastra la vida a contemplar su propia extrañeza.
Memoria del erotismo
Para Bataille, la irrupción del erotismo hace visible el telón contrastante de la continuidad de lo cotidiano, de lo habitual, el tiempo del trabajo. El tiempo de la necesidad impone su dominio, reclama la servidumbre a la impregnación continua de la intemperie de la naturaleza; el tiempo del erotismo, por el contrario, reclama la soberanía, la renuncia radical al trabajo, es decir, la negación de la necesidad y la voluntad de suplir la tiranía de la necesidad por el impulso indefinible del deseo. No hay tal cosa como la necesidad erótica. El erotismo es ajeno radicalmente a la necesidad. Es absolutamente arbitrario y tiránico en su imposición, en su lógica, pero es al mismo tiempo, a su vez errático, indefinible, banal, contingente en sus reclamos, en su modo de inscribirse en la experiencia. Así, lo erótico aparece al mismo tiempo como una decisión caprichosa e incalculable, y como el desenlace de un impulso irreversible, como un destino, como la realización misteriosa de un augurio. Simultáneamente una elección y un imperativo, una soberanía y un sometimiento, una invención y una restauración de la fuerza atávica de la propia historia. La irrupción visible de ese tiempo inconciliable, intempestivo, hace surgir la discontinuidad del tiempo cotidiano. El tiempo cotidiano no admite el erotismo. El erotismo se da en este momento de quiebre, un momento radical de constitución de la experiencia. Es el lugar de la experiencia misma, de lo irreversible. No hay retorno de la experiencia erótica. Cortada del tiempo, irrupción pura: ni pasado ni horizonte y, sin embargo, punto de anclaje para la invención del pasado y del futuro. La memoria del erotismo se agota en ese momento del encuentro cuya fuerza se disemina sobre el campo mismo de lo imaginable. Lo que queda de él no es sino un tajo, una señal, una huella informe, irreconocible de lo que desapareció, un signo puro, negativo, que marca los momentos de discontinuidad de la existencia. Y, no obstante, para Bataille, el momento del encuentro erótico es el momento privilegiado de la fundación de un lazo de continuidad entre los seres. Es la ruptura de la continuidad a la que nos condenan el trabajo, los hábitos, el régimen de identidad cotidiana. Incluso nuestro nombre se vacía en la voracidad del encuentro. No nos significa, sino como residuo, como testimonio de la intensidad y del desbordamiento mismo. Lo que ha surgido de esa intensidad vacía, sin nombre, no es sino la memoria radical de una vida otra, sin identidad, sin perfil, vacía, y esta memoria es discontinua. Construye la discontinuidad de la vida a partir de la continuidad que enlaza la vida y la muerte, es el momento de crispamiento de la vida y plenitud de la muerte. El erotismo --escribió Bataille-- es la aprobación de la vida hasta en la muerte.