Buenos deseos
Considerando las fechas, se me permitirán algunas digresiones alrededor del tema de las aspiraciones por el tiempo que viene. Lo que, reconozcámoslo, es una doble ingenuidad. En primer lugar, contra una ciencia social que convierte el deseo en un pecado en contra de sus macizas estructuras de realismo. En segundo lugar, una ingenuidad en seguir el rito infantil de los buenos propósitos de año nuevo.
Pero desear es humano, aunque más humano (y me disculpo por esa afirmación que, tal vez, no sea posible demostrar) es traducir los deseos en voluntad. Y aquí el despropósito de quien esto escribe es más que obvio a la luz de una ciencia social que hace de la contemplación de los equilibrios imaginados su vocación esencial. Mejorar lo existente se ha vuelto una ingenuidad insostenible frente a una dolorosa realidad que no por dolorosa es menos realidad. Consecuencia: pocas veces ha sido tan abismal la diferencia entre ciencias exactas lanzadas a la creación de la realidad y ciencias sociales encargadas de su contemplación.
Habrá también que reconocer que la voluntad evoca temores bien arraigados en el siglo XX: sobre todo el temor de que se vuelva terca, deje de aprender y se desbarranque en algún delirio autoritario. Moraleja: para no despertar fantasmas y para evitar ingenuidades socialmente impresentables, es de buen gusto no hacer olas.
Contra la corriente del politically correct científico, se expresarán aquí dos deseos; dos calcetines colgados en la chimenea. El primero es la esperanza que Estados Unidos no se demore mucho en entender que el TLC no puede ser un territorio moldeado en función de sus paradigmas y valores económicos. Si fuera así, Canadá y México se volverían fantasmas de sí mismos: zombies sin ideas y muchos reflejos aprendidos. Lo que, de ocurrir, no beneficiaría a nadie. Redescubramos la obviedad: existen energías sociales vinculadas a culturas específicas, a modos de ser colectivos. Y a esas energías hay que crear espacios. El arte del gobernante es despertarlas y dejarlas que produzcan lo mejor de sí mismas. El arte del buen vecino es entender que en el primer acto de la creación el Señor no hizo Filadelfia.
El TLC es probablemente lo mejor que ha ocurrido en América del Norte en décadas. Y los inicios no podían ser mejores con Estados Unidos que crea en siete años más de 18 millones de puestos de trabajo, y México, casi 3 millones. Pero embarcarnos en la retórica del libre comercio como verdad olvidada de la humanidad y destinada a redimir el mundo de sus problemas de subsistencia, tal vez sea excesivo. Menos retórica, mejor. El comercio no es y no puede ser todo. América del Norte necesita mirar hacia la experiencia de la Unión Europea para definir su propia estrategia de reactivación de las regiones más deprimidas del nuevo espacio económico que el TLC está creando. No será fácil en esos tiempos de capitalismo-cow boy, pero lo deseable no deja de serlo porque se vuelve más arduo.
El segundo calcetín contiene el deseo de que México se prepare a reactivar su mercado interno como medida compensatoria frente a la probable inversión del ciclo económico en Estados Unidos. El TLC y el combate a la inflación son verdades relativas que no agotan la totalidad.
Y en el caso de México, la totalidad incluye un universo de pobreza que no sólo es fuente de recurrentes búsquedas de milagros, es también un obstáculo que impide la formación de una economía integrada y dotada de mecanismos dinámicos incorporados. Para sólo mencionar un ejemplo: entre los estados más ricos y los más pobres de este país, la diferencia de producto interno bruto per cápita puede llegar a cinco veces. Para entendernos, la diferencia entre España y Panamá o entre Alemania y Chile. Y debería ser obvio para todos que sobre la coexistencia de opulencia y miseria no se construye nada que valga la pena.