MARTES Ť 2 Ť ENERO Ť 2001

José Blanco

xxi: siglo inquietante

yer murió el arrebatado siglo xx y brotó aturdido y confuso del tiempo de los hombres el siglo xxi y el tercer milenio. No le son asibles a la experiencia sensible los milenios, pero sí los siglos. Sabemos de aquéllos y aún podemos en ellos reconocernos, pero un siglo de historia lo vemos y lo tocamos en el presente. Siglos o milenios son, de todos modos, tiempos históricos efímeros, ubicados en el marco de las eras geológicas.

El tiempo histórico, de suyo fugaz, se ha acelerado de modo incontenible. En el santiamén del último cuarto del siglo fenecido la nota sobresaliente del y para el género humano ha sido la globalización, un proceso iniciado en los siglos xv y xvi con la entonces muy lenta construcción del mercado mundial, que daría paso a la modernidad, a los Estados nacionales, al desarrollo de la ciencia moderna, a la creación de valores sociales y culturales presentes en la vida cotidiana de los hombres de hoy.

La globalización es la aceleración enfebrecida de ese proceso, con la economía marchando tan delante en su construcción mundial, que para los hombres de todas partes en distinta medida resulta inaprensible, ingobernable, desconocida, ajena, a pesar de vivir en ella día con día, hora tras hora, en Nueva York, o en Bonn, Ulan Bator, Nairobi, Kuala Lumpur, Luanda, Jujuy, Iquique o San Cristóbal de las Casas.

La globalización ha puesto a vivir juntos a todos los hombres, pero no los ha acercado, los ha alejado; en el nivel mundial y en el interior de cada Estado nacional. Estamos más juntos y lejos que nunca. Y no es sólo que la marcha efectiva de la economía mundial haya estado polarizando socialmente cada vez más a los hombres. Es también la desregulación obligada por la globalización, que borra fronteras, esfuma soberanías, y tiende a diluir las identidades nacionales. Los símbolos del todo mayor que es la nación, las antiguas empatías, lo valores sociales e históricos de ese conjunto, referencia social de todos en cada nación, se atenúan y desvanecen, y por necesidad emergen en el ámbito de los más diversos Estados nación las proclamas de quienes se sienten identificados con conjuntos humanos locales reducidos, que ponen a todos distancias entre sí.

Los hombres vuelven a ver como extraños aun a sus propios compatriotas. Los demás, para cada cual, se constituyen en amenaza. El infierno son los otros, dijo hace no tanto Jean-Paul Sartre. Nuevamente, las viejas culturas históricas, en la perspectiva del xxi, no coinciden con la nación, ni en China, ni en Francia, ni en Estados Unidos, ni en México. Nuevamente, para el hombre común, el peso específico de la cultura o de los intereses locales tiende a ser mayor que los valores que conformaron la cultura nacional -un invento de los hombres que parece en retirada-, como lo ha visto en un ensayo fulgurante Peter Sloterdijk (En el mismo barco). Small is beautiful, en fórmula made in USA, parece venirle bien a un número cada vez mayor de los seres humanos del planeta.

Pero si una tendencia humana de la globalización es la preeminencia social de lo local, también lo es la unicidad de las relaciones económicas internacionales determinantes del desempeño de las economías de todas partes. Tiempo y conflictos habrán de pasar para adecuar los arreglos político institucionales a la vida humana posible de vivir en la escala local, pero la economía es en definitiva irreductible a esa dimensión humana. El gigantismo político institucional no va con los hombres de hoy, pero la economía global, una construcción de siglos, es irreversible. Cada producto industrial -y hoy prácticamente todos lo son- es desenlace de miles de procesos en los que intervienen cientos de miles de hombres de los más diversos lugares del planeta. Si la economía industrial de hoy pudiera dar marcha atrás, hacia atrás iría la entera historia humana.

Más tiempo y mayores conflictos aún, múltiples confusiones, docenas de alienados y contestatarios Seattles y Pragas veremos antes de hallar salidas creativas a esas inmensas fuerzas que avanzan en sentidos opuestos: la gobernación política para la vida local y la inalterable unicidad de la economía mundial. Un proyecto nacional no puede consistir sino en la incorporación de los excluidos al mundo de hoy que, en perspectiva futura, implica dar articulaciones y coordinaciones a nuevos arreglos político institucionales, participando eficientemente en la economía mundial y contribuyendo a alcanzar las formas de asir sus riendas, anárquicas por vocación.

El siglo que ayer murió lanzó una piedra inquietante y escondió la mano. No está más para responder por sus fechorías. Si los hombres no entendemos nuestros actos, esos que conforman la globalización, moriremos como género, no tardando gran cosa, sin que nadie quede para contar ni las glorias ni las penas. Que las ha habido en abundancia. Feliz año.