Alessandra Mammi
Una ciudad
siria recobrada
Paolo Matthiae, arqueólogo romano de cincuenta años, dirige las excavaciones que inició en 1963 en Tell Mardich-Ebla (Siria), testimonio de una gran civilización oriental y uno de los descubrimientos arqueológicos más importantes del siglo XX. En la víspera de la trigesimoséptima serie de excavaciones, Mattihae habla con Mammi de esta experiencia y se lamenta de que en Italia, muy acorde con estos tiempos en que nada es relevante si no aparece en los mass media, se le dio importancia al descubrimiento hasta que éste ocupó la primera plana del Times.
En Siria muchas cosas se llaman Ebla: un hotel, un cine, una marca de cigarros e inclusive una niña. Siria está orgullosa de Ebla, misteriosa ciudad por mucho tiempo buscada y finalmente encontrada por el italiano Paolo Mattihae. Ebla es uno de los más importantes descubrimientos del siglo que ha permitido reescribir la historia del Cercano Oriente antiguo, y que inclusive ha llevado a esa región trabajo, turistas y estudiosos, además de enriquecer sus museos y haber transformado una excavación, iniciada por una apuesta, en un parque arqueológico de interés mundial, sin que termine de sorprender, produciendo nuevas e insospechables verdades, estudios y muchas reflexiones.
Sobre Ebla se ha escrito mucho. Sobre Mattihae bastante menos. Hace muy pocos años que este estudioso tranquilo y afable, capaz de fascinar con sus cuentos (mezcla perfecta de ironía romana y método germánico), ha sido reconocido también en Italia como uno de los arqueólogos más importantes del siglo XX. En Alemania, Francia e Inglaterra, desde hace mucho se habían dado cuenta. La República Árabe de Siria inclusive lo nombró Oficial al mérito. También ahora en Italia colecciona premios y reconocimientos: desde 1995 es Caballero de la Gran Cruz de la República Italiana, y en 1998 recibió el Premio Natale de Roma. Hace poco, un círculo cultural romano le concedió el Premio del Jurado para los romanos insignes. Aquí, donde lo encontramos, en víspera de su trigesimoséptima campaña de excavaciones, Paolo Matthiae narra la historia del hombre que descubrió Ebla.
Los inicios
Era muy joven dice cuando empecé a apasionarme por las civilizaciones antiguas. La que más me fascinaba era la egipcia y ya en los años en que estudiaba secundaria empecé yo solo a estudiar los jeroglíficos. Desde entonces sabía que iba a ocuparme de civilizaciones orientales y también que tenía la suerte de poder hacerlo. Mi padre era un estudioso del arte medieval, y tanto él como mi madre se habían graduado con Pietro Toesca, maestro de todos los medievalistas. Era natural que mi familia alentara mi vocación. Durante los años universitarios empecé a alejar mi atención de Egipto y a sentir curiosidad por otras civilizaciones del Cercano Oriente. Así que elegí hacer una tesis sobre la cultura figurativa de Siria del segundo milenio a.C.
En cuanto me gradué (en 1962, a los veintitrés años), participé en una serie de excavaciones en Turquía, dirigidas por el gran paleontólogo Salvatore Puglisi. En ese periodo vi en el museo de Aleppo una palangana esculpida con escenas rituales que me impresionó mucho. Pregunté: ¿De dónde viene? Me hablaron de una colina a unos sesenta kilómetros de allí: Si quiere mañana tomamos un taxi y lo llevamos. Así fue. Y ante mis ojos vi un andamiaje del terreno que no podía ser natural. Quedé asombrado por su grandeza y regularidad, y comprendí de inmediato que tenía que ser una instalación antigua: sesenta hectáreas con una gran cerca muy evidente. Ese sitio se llamaba Tell Mardich, y abajo ocultaba a Ebla.
La coincidencia
No había pasado un año cuando, en la primavera de 1963, sucedió algo extraordinario. El embajador de Italia en Damasco, Carlo Perrone Capano, envió a la Secretaría de Relaciones Exteriores un comunicado que refería que las autoridades sirias tenían interés en ofrecer a los arqueólogos italianos las campañas de excavaciones. Los arqueólogos clásicos, ocupados en excavar en otras zonas del imperio, no respondieron a ese llamado. De inmediato propuse mi candidatura. Al llegar a Siria empecé las inspecciones, pero tenía en mi cabeza una sola idea: regresar a Tell Mardich y convencer a los sirios y a nuestra secretaría de excavar allí. Tenía sólo veinticuatro años, poquísima experiencia de práctica arqueológica y pedí nada menos que la concesión de una excavación de sesenta hectáreas. Una locura, una verdadera audacia juvenil. Quizás hoy nadie me habría escuchado, pero estábamos en la mitad de los años sesenta, años de expansión para nuestro país; años en que, aunque con poco financiamiento, era posible enfrentar nuevas aventuras.
La casualidad y la razón
Había empezado como egiptólogo y terminé en Siria. ¿Hubiera podido también llegar a México o a Camboya? Muchas veces me he preguntado cuánto, en mi vida, ha jugado el azar y cuánto una atracción intelectual fundada en la razón. Sin embargo, estudiar el Cercano Oriente me abrió el camino a nuevos conocimientos. Hoy sé lo mucho que esas civilizaciones significan en tanto pilares de la civilización occidental. En Italia, un país demasiado católico y demasiado clásico, estamos acostumbrados a pensar en nuestros orígenes por un lado como un mundo clásico y por otro como uno cristiano. Sin embargo, estas dos grandes y fundamentales experiencias hunden sus raíces tres milenios antes. En el Cercano Oriente maduran una revolución neolítica (domesticación de las plantas y de los animales) y una revolución urbana, es decir, la fundación de las ciudades, la formación del Estado, la especialización de los oficios y la articulación de la sociedad en clases. Desde entonces, cada desarrollo cultural ha sido siempre relacionado con la ciudad. Cada vez que hay crisis de la ciudad, hay crisis de la civilización. Cada vez que hay desarrollo de la ciudad, hay desarrollo de la civilización y del pensamiento.
El descubrimiento
Después de once años de fatiga, de viento y de polvo, los italianos finalmente encontraron cosas extraordinarias: así narraron los periódicos estadunidenses el descubrimiento de los archivos de Ebla: una imagen novelesca pero no lejana de la verdad. La arqueología oriental es la más romántica de todas las arqueologías. Se excava en el desierto, bajo el sol, contra la fatiga. Era 1975. Ebla había sido reconocida en 1968 gracias a la inscripción de una estatua hallada en Tell Mardich.
En un vano del gran portal de acceso al palacio habíamos encontrado un archivo menor con un millar de fragmentos. Imaginé que podía haber otro más o menos simétrico; por lo tanto, decidí proceder en el otro lado del portal. Me equivoqué por muy poco, alrededor de un metro. Pero el vano existía y contenía diecisiete números de inventarios para un total de cuatro mil tabletas. Naturalmente, una excavación moderna procede lentamente desde lo alto, pero cuando empezamos a encontrar las tabletas se sintió de inmediato una onda de emoción sin límites: estábamos a más de un metro y medio del piso y veíamos aparecer tableta tras tableta, centenares y centenares. Experimentamos la sensación de tener frente a nosotros un mar de ellas. Y en ellas, la historia de Ebla. Aunque aturdido por las emociones, me di inmediatamente cuenta del inmenso valor, también económico, del descubrimiento.
Allí abajo había billones. Un tesoro que se debía proteger de inmediato. Tomé el jeep y fui con el gobernador. Me preguntó: Profesor, ¿quiere que le envíe un destacamento de policía? Cierto es que con la policía me hubiera sentido más seguro. Pero mis obreros, los conocía bien, se habrían ofendido mortalmente por un gesto que hubiera podido considerarse como de desconfianza. Entonces decidí hacerlo todo yo solo. Regresé al campo y reuní a todos mis colaboradores. Nos esperan días de fatiga salvaje, en los que tenemos que mantener la máxima calma, sin dejarnos llevar por la exaltación, aunque sea obvia. Los separé en grupos y a cada grupo le asigné turnos fijos de ocho horas: ocho en la excavación, ocho para limpiar e inventariar, y ocho de sueño obligatorio. En dos semanas terminamos. Estábamos extenuados, paro la excavación no se dejó ni un solo minuto.
Nadie es profeta en su tierra
Tan pronto me di cuenta de la importancia del descubrimiento, envié cuatro telegramas a Italia. A la Secretaría de Relaciones Exteriores y a la de Educación Pública, al rector de la Universidad de Roma y al embajador italiano en Damasco. No hubo respuesta. Por el contrario, fueron colegas extranjeros los primeros en cerciorarse de lo que había pasado. Una delegación francesa llegó casi casualmente a Tell Mardich y vio nuestra casa llena de tabletas. Poco después me llamó el embajador italiano en Damasco. Me recibió con gran efusión: Han hecho una gran labor. Lo entendí cuando llegó el embajador francés, que me dijo abrazándome: Lo que han descubierto quedará en la historia. Y si un francés viene a felicitar a un italiano, de verdad tiene que haber acontecido algo extraordinario.
También Antonio Ruperti, recientemente elegido rector, me llamó declarando su disponibilidad de sostener mi labor con un financiamiento fijo que garantizara la sobrevivencia de la excavación: No sé nada de arqueología, pero si el Times dedica a su descubrimiento la primera página, significa que debe ser verdaderamente importante. Por lo demás, Ebla suscitó en Italia sobre todo polémicas, celos y mezquindades. Durante veinte años fue muy célebre en el extranjero, y sólo hasta 1995 nuestro país lo entendió, cuando la exposición del Palacio Venecia en Roma fue visitada por más de 250 mil personas.
Escuela de vida
¿Por qué escogí volverme arqueólogo? Porque todavía hoy creo que es uno de los oficios más fascinantes; el único en que el descubrimiento es físico. Una cosa antes cubierta es literalmente desenterrada, y no importa que se trate de una argollita de hierro o de una ciudad entera: la emoción es la misma. En este mundo frustrado por la falta de manualidad, la arqueología se funda en procesos tanto mentales como manuales. El arqueólogo está siempre allí para decidir qué pedazo de tierra remover y para luego trabajar con la escobita, el cincelito, etcétera.
En fin, la arqueología es una escuela de tolerancia. Estudiar una civilización antigua significa tratar de entender cosas muy cercanas y otras muy distantes de nosotros. No hay que tratar de asimilar todo en nuestra experiencia. El desafío intelectual más interesante es la alteridad. Allí, entre lo que se parece tanto a nosotros y lo que no se nos parece nada, se entiende el incalculable valor del respeto hacia lo diverso.