DOMINGO 31 DE DICIEMBRE DE 2000
 
Bárbara Jacobs
 
Pecados

Me pregunto si un caballo salvaje agita la cabeza, o si solamente la sacude el que ya ha sido sujetado con brida o freno o rienda o este o aquel otro correaje cualquiera. Yo acabo de sacudir la mía. Quería liberarme del correaje de la razón. Es que también quiero comentar que he sentido un gusto especial con la lectura de Las confesiones de Agustín de Hipona, y la razón me sujeta con tal fuerza que no me permite ni siquiera sustituir "gusto" por gozo o contento. ¿O será porque dicho gusto nace del encuentro en la lectura de cosas simples, de las que no llaman la atención más que de un tonto?

Pues entonces, me declaro tonta. ¿O no es de tontos emocionarse al leer que un autobiógrafo arranca con la suposición de que, con un día de nacido, pecaba al "desear con ansia el pecho llorando"? Ante lo que me impresionó, ¿cuál es la pregunta que debo hacerme: por qué me impresionó? Admitir que fue sobre todo al recordar que el autor nació en el año de 354, es decir, en el segundo tercio del siglo IV, es hacer hincapié en mi calidad de tonta. O qué, ¿la indagación en uno mismo de uno mismo no es, precisamente, atributo característico del ser humano? Para aproximarse a conocer las primeras sensaciones que tuvo en la vida, Agustín estudia de adulto a un recién nacido en quien escudriña lo que no recuerda de sí mismo.

Sea todo del modo que fuere, gocé al leer cómo llegó Agustín a las palabras, pues de pronto "ya no era infante que no hablara, sino niño que hablaba", al dejar de manifestar sus sentimientos "con gemidos y voces varias y diversos movimientos de los miembros" y remplazarlos con palabras, "puestas en frases y en sus lugares y oídas repetidas veces", para dar a entender sus "quereres por medio de ellas", en latín, que aprendió a amar más que el griego.

Me impresionó de igual modo que trece siglos antes de la primera autobiografía formal, que sería la de Rousseau, Agustín en sus Confesiones se preguntara a quién contaba eso sino al "género humano, cualquiera que sea la parte de él que pueda tropezar" con dicho escrito, yo, dieciséis siglos más tarde. No sé si únicamente yo, en cuanto tonta, tiendo a creer que la humanidad como especie avanza pareja en el conocimiento y en la civilización y que, según esta hipótesis, Agustín, con semejante visión de sí mismo, y conciencia de nexo que es o eslabón en la cadena temporal de los hombres, un presente que tuvo pasado y que habría de tener futuro, resulta un iluminado asombroso; o si, por el contrario, este pensamiento es una falacia y, al exponerlo, pongo al descubierto no tanto mi tontería como mi ignorancia; pero, de cualquier forma, me impactó la anticipación teórica y práctica al género autobiográfico que constituyen Las confesiones de San Agustín.

¿Es moral por naturaleza el hombre? ¿O el concepto del pecado y la culpa es una moral que sólo empaña a la tradición judeocristiana? Es curioso, en todo caso, a qué grado está presente en las Confesiones tanto de Agustín, africano que se resistió al bautismo durante años, como en las de Rousseau, que fue forzado a acoger la fe católica. Quiero decir que a ambos los marca la experiencia del "pecado", o transgresión de la ley divina, y lo hace al principio de su vida y, de manera específica, a través de un robo. Los dos, por cierto, intrínsecamente sin importancia.

Por más fácil que sea interpretar dentro de esta observación el título de Confesiones que dan a su autobiografía, hay que hacerlo ver. Rousseau va tan lejos como para atribuir a la confesión del mismo la resolución de escribir su vida. La escribe a los sesentaitantos años, muy poco antes de morir y después de haber cargado la culpa durante más de cincuenta. Por más intrincadas que hubieran sido las causas y las posibles consecuencias de uno y otro hurto, ninguno pasó de ser una tontería.

¿Por lo mismo inolvidables? La "pequeña cinta color de rosa y plata vieja" de Rousseau; "las peras, que ni por el aspecto ni por el sabor tenían nada de tentadoras", de Agustín, que más bien robó para echar a los puercos y por el placer de hacer algo que le estaba prohibido; ¿no son, en esencia, robos hasta poéticos? ¿O los hace grandes y bellos el que sus actores se hubieran convertido en filósofos o incluso en santos? ¿O todo esto no es más que sofisma tras sofisma? Porque, si no, me falta muy poco para llegar a la conclusión de que pecar, con tal de que te atormente, no es malo.