DOMINGO 31 DE DICIEMBRE DE 2000
Néstor de Buen
Don Antonio Martínez Báez
Ya desde los remotos tiempos del principio del exilio, allá por los cuarenta, el apellido Martínez Báez formaba parte de los nombres comunes en nuestro ambiente familiar. El Dr. Martínez Báez era frecuentemente invocado por mi hermana Paz y mi primo Sadí, quienes habían sido, me parece, sus alumnos. Don Antonio, porque era ya buen amigo de mi padre y además socio en el bufete de don Felipe Sánchez Román, uno de los más prestigiosos juristas del exilio español.
Ambos, Manuel y Antonio, se integraron pronto a las actividades políticas. Don Antonio como secretario de Economía en el gobierno de Miguel Alemán. Don Manuel me parece que fue subsecretario de Salubridad.
En lo personal conocí a don Antonio cuando fui su alumno en tercero de Derecho. Impartía la cátedra de derecho constitucional. E independientemente de la relación personal que yo heredaba de mi padre, fallecido ese mismo año de 1946, nació entre nosotros una clara corriente de amistad que con el tiempo y bajo muchas circunstancias se fue incrementando.
En su clase, don Antonio era sabio y elegante. No se me olvida su comentario, sabrosamente crítico, de que la Constitución Mexicana era la única en el mundo que se vendía con hojas sustituibles, tal era ya entonces y ha sido mucho más después, la infinidad de reformas y adiciones que hoy justifican de sobra, Porfirio Muñoz Ledo dixit, la preparación de una nueva Constitución.
Don Antonio incursionó en la política legislativa y creo que fue diputado y senador. Nunca me lo imaginé participando en mítines, él que tenía una formidable manera de hablar, pero entiendo que, al menos la última vez, fue senador de partido, por el PRI y no de elección. Lo merecía de sobra.
En ocasión de mi examen de doctorado, en 1965, don Antonio me hizo el honor de formar parte del jurado que presidió Mario de la Cueva y que también integraban nada menos que Eduardo García Maynez, Rafael Rojina Villegas y Rafael de Pina.
A partir de entonces, nuestro contacto fue más frecuente, en ocasiones en el Instituto de Derecho Comparado, a veces en los pasillos de la facultad, cuando coincidíamos en la hora de clases. Y era, por supuesto, la bella oportunidad de charlar con él, que me contara de sus casi anuales viajes a España, a veces con el pretexto de ir a Sevilla šnada menos! a estudiar documentos en el Archivo de Indias. Alguna vez nos encontramos en Madrid.
Don Antonio, un demócrata esencial, amigo de la República española, abogado en ejercicio de alta categoría, maestro universitario, político por naturaleza, tenía además, ya en la charla íntima, una gratísima capacidad de crítica que no perdonaba. Pero ni siquiera se perdonó a sí mismo -y creo que no tuvo razón alguna para hacerlo- cuando rechazó la medalla Belisario Domínguez que el Senado de la República le quiso imponer.
Las últimas ocasiones en que tuve el privilegio de verlo y charlar con él, por minutos, fueron en el Instituto de Investigaciones Jurídicas. Ambos formábamos parte de la Comisión Dictaminadora que él presidía. Lo avanzado de su edad le impidió seguir acudiendo al instituto y a partir de entonces sólo tuve noticias indirectas, algunas por conducto de su sobrino, mi fraternal amigo, Adolfo Martínez Palomo, director del Cinvestav.
Hablaba ayer a Madrid con Margarita de la Villa que fue muy amiga de don Antonio y de su familia. Me comentó que Alicia, la hija de don Antonio, le dijo que su fallecimiento, a los noventa y nueve años, había sido como el proceso natural de la extinción de la vida, sin dramatismos, como terminando todas sus tareas. Infiero que con plena conciencia de la situación.
Lo voy a extrañar muchísimo. Y no sé si eso sea posible, pero es evidente que merece el más cálido homenaje, académico, profesional y político. Yo le brindo el de mi afecto, admiración y amistad. Y a Alicia, un muy cariñoso abrazo.