DOMINGO 31 DE DICIEMBRE DE 2000

Guillermo Almeyra

La ensalada rusa teórica es indigesta

Sobre el problema de la nación (y del nacionalismo) hay una confusión notable, que es signo de los tiempos. La revista Memoria, por ejemplo, que nos acaba de regalar un útil número sobre el tema, con un interesante artículo de Héctor Díaz-Polanco y notas sobre los "problemas" (para usar el eufemismo acostumbrado) vasco y gallego, arroja luz sobre la cuestión pero, al mismo tiempo, revela una vez más que los habitantes del reino español generalmente no ven más allá de sus ibéricas narices y no siguen, por ejemplo, qué pasó en Portugal con la autonomía de las Açores, sin que desaparecieran ni la unidad de la República ni la nación lusitana, o qué sucede en Francia con el debate abierto sobre Córcega, por la actitud de Jean-Pierre Chevènement (que abrió todo en debate sobre nación, autonomía y República en Utopie Critique), ni han hecho tampoco un balance de las autonomías en Italia, por no hablar de Nicaragua, Colombia, Ecuador o de las discusiones al respecto en México y América Latina.

La cosa no sería muy preocupante si no pasase lo mismo en casi todos los países y la discusión al respecto pareciera empezar desde cero, sin una visión comparativa y mundial.

Por supuesto, no es este el lugar para tratar con pretensiones teóricas este problema tan actual, pero sí lo es para recordar algunas ideas, separando los ingredientes de una indigesta ensalada rusa teórica. En primer lugar, no es posible considerar que son sinónimos los conceptos etnia, pueblos, nación, Estado-nación y República, como generalmente se hace. Las naciones no son eternas ni se definen de una vez para siempre, sino que son el fruto de una construcción ideológica, cultural, social por una comunidad que tiene en lo físico un territorio común y un "territorio"cultural-ideológico también común en el pasado, y que proyecta su presente en deseos y esperanzas compartidos al menos por la mayoría de los habitantes de dicho espacio físico, convertido en territorio (apropiado, modificado, cargado de significados) por la acción colectiva.

Las naciones se definen así, en su construcción permanente y en su diferenciación del otro, cosa que tampoco es permanente, eterna, siempre fija (para muchos, sin embargo, los mexicanos serían genéticamente cardenistas, nacionalistas, antigringos, inmunes a los cañonazos de Coca-colas ideológicas, políticas y merceológicas que sufren todos los días). Las naciones pueden ser además pluriétnicas, plurilingüísticas, pluriculturales, porque todos sus habitantes pueden ponerse en momentos diferentes cachuchas diversas: pueden, por ejemplo, tener origen árabe en Sicilia o hablar francés como lengua oficial en el Val d'Aosta y tener al mismo tiempo una cultura italiana y sentirse italianos. Las naciones pueden sufrir igualmente los embates disgregadores del regionalismo (como el de la liga lombarda) que, en nombre de mitos seudoculturales y seudoétnicos, busca reconstruir las fronteras sobre la base étnico-cultural de la Europa de las regiones (Lombardía con Austria y el sur alemán, los flamencos de Bélgica con los de Holanda y los valones con Francia, los vascos unidos desde Biarritz a Bilbao, etcétera). La idea de la nación monoétnica es excluyente, racista y lleva a la limpieza étnica: sólo los corsos -no los habitantes y trabajadores de Córcega- podrían según ella decidir sobre la isla, sólo los vascos -sin los emigrantes de otros lugares- podrían hacerlo en Euskadi y, si la mayoría de la gente no aceptase esa República étnica, ahí estarían las bombas, al estilo ETA, para imponérsela, pues el derecho comunitario, étnico, por supuesto interpretado por los "puros", estaría por sobre los derechos humanos y civiles de los "alienígenas". El derecho a la autonomía no puede, pues, tener una base exclusivamente étnica sino que la misma debe ser territorial: la autonomía, en efecto, no debe ser sólo para una etnia, sino para todos los habitantes del territorio, cualquiera sea la proporción numérica que exista entre la etnia dominante y las menos numerosas. La autonomía, además, debe ser para todos los territorios, pues la nación se construye con ciudadanos y éstos se hacen y maduran en el proceso de autogestión, en la democracia. El Estado-nación hasta ahora ha sido sobre todo una cárcel para las minorías culturales y para las "entidades diferenciadas" (no naciones) al estilo de Galicia o de Euskadi. La autonomía y la autogestión social generalizada permitirían, en cambio, crear desde abajo un Estado multicultural, multilingüístico, multiétnico, sin construir repúblicas, como las de la ex Yugoslavia, sobre una base sólo étnica, pues, por el contrario, desde abajo se edificaría una república unitaria pero no uniforme y uniformizadora, una república de las autonomías. Pero sobre esto habrá que volver.

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