Inquietud aérea
para Bruno Moya
Cuando
ocurrió no podía saber que muchos años después,
en la abierta lentitud de ciertas tardes de domingo, habría de recordar
aquella mañana de invierno. Volvía a verse caminando por
la angosta vereda entre dos solitarios campos de olivos. El viento agitaba
sus torcidas ramas morenas y luego se disolvía en la distancia que
no dejaba de ascender entre las colinas altas de un gris lunar. En la pedregosa
aridez de una de ellas, las tumbas del pequeño cementerio del pueblo
erizaban sus cruces de mármol en medio de una calma vasta e inasible
para su pubertad. Más allá, hacia abajo, el mar, plomizo
de tanta luz de tierra y cielo. De pronto como tantas otras veces una
inquietud aérea penetró sus miembros. Dócil, ansioso,
extendió los brazos, tomó impulso, cerró los ojos
y saltó al vacío que se abría sobre sus hombros...
Sonrió apenas un instante que a partir de entonces sin él
saberlo se haría perpetuo. No se inmutaron las colinas. Invisible
y cerca un asno bramó. Unos pasos adelante se detuvo ante el nudoso
esfuerzo de una roca que emergía en el sendero y parecía
contemplar, arrobada, el cabal vuelo del día...