Jornada Semanal, 24 de diciembre del 2000 

Francisco Torres Córdova
 
 

Inquietud aérea

para Bruno Moya




Cuando ocurrió no podía saber que muchos años después, en la abierta lentitud de ciertas tardes de domingo, habría de recordar aquella mañana de invierno. Volvía a verse caminando por la angosta vereda entre dos solitarios campos de olivos. El viento agitaba sus torcidas ramas morenas y luego se disolvía en la distancia que no dejaba de ascender entre las colinas altas de un gris lunar. En la pedregosa aridez de una de ellas, las tumbas del pequeño cementerio del pueblo erizaban sus cruces de mármol en medio de una calma vasta e inasible para su pubertad. Más allá, hacia abajo, el mar, plomizo de tanta luz de tierra y cielo. De pronto –como tantas otras veces– una inquietud aérea penetró sus miembros. Dócil, ansioso, extendió los brazos, tomó impulso, cerró los ojos y saltó al vacío que se abría sobre sus hombros... Sonrió apenas un instante que a partir de entonces sin él saberlo se haría perpetuo. No se inmutaron las colinas. Invisible y cerca un asno bramó. Unos pasos adelante se detuvo ante el nudoso esfuerzo de una roca que emergía en el sendero y parecía contemplar, arrobada, el cabal vuelo del día...