La Jornada Semanal, 24 de diciembre del 2000


 

 

Enrique López Aguilar

La culpa es de los nazis

Toda época y sociedad han contado con un villano favorito, con un enemigo innato a quien se pueda atribuir cuanto mal se imagine, con un antagonista monstruoso cuya sola evocación produzca un horror instintivo: debe ser tan obvia la perversidad de su naturaleza, que su mera existencia permita difuminar los errores cometidos por quienes no sean esa encarnación de lo maligno, que su negrura sea como un manto que disimule otras oscuridades. Los persas tuvieron ese papel en el mundo griego; los hunos, en el Imperio Romano; la cultura árabe, en la cristiandad medieval; los turcos fueron los enemigos a vencer en el Occidente europeo entre los siglos XVI y XVIIIi; el comunismo fue el cáncer que amenazó al capitalismo desde el fin de la segunda guerra mundial hasta la caída del Muro de Berlín… En un mundo globalizado después de la caída del "socialismo real", la conspiración parece haber quedado a cargo de la sociedad islámica, aunque debe reconocerse que el espejo de abominaciones del siglo xx fue el nazismo, creador de tantas maldades que parece una impertinencia sugerir que haya discípulos que hubieran podido superar a tan atroces maestros. Sin embargo, es indiscutible que el magisterio ejercido por los nazis ha sido diverso, ha abarcado los años posteriores a la guerra y ha incluido a quienes fueron sus victoriosos enemigos y sus incontables víctimas.

Es necesario establecer que, en la relación enemistosa mencionada, siempre ha existido una influencia mutua y un grado de fascinación en el que cada diatriba involucra el reconocimiento admirativo por lo opuesto: la cultura cristiana medieval no podría entenderse sin la influencia árabe, y la moda turca tuvo repercusiones tan curiosas en Europa como las que se constatan en la música de Mozart y Beethoven, o en la arquitectura praguense. En el caso del nazismo, los matices adquieren perfiles menos claros. ¿Qué sería de muchos programas televisivos, documentales, abrumadoras series biográficas y de más y más películas sin la taquilla garantizada por el ascenso, esplendor y caída del Tercer Reich? La incontable y fatigosa reiteración con que muchos medios han abordado el tema no sólo vuelve extenuante el obsesivo repaso de los campos de exterminio, de las biografías acerca de Hitler y los jerarcas nazis, de los desfiles en Nuremberg y las batallas de Europa, sino que el resignado público puede arribar a dos conclusiones: que la mercadotecnia de la segunda posguerra medra con el protagonismo de unos actores a los que no paga derechos de autor, que la insistencia acerca de lo nazi induce la fascinación por un enemigo derrotado y olvida la reproducción de lo mismo en el mundo contemporáneo. Consecuencia natural de lo anterior es que a muchos les sorprendería saber que una de las obras musicales más taquilleras de la actualidad es uno de los modelos conspicuos de la estética nacionalsocialista: Carmina Burana, de Carl Orff.

Los nazis inventaron la maquinaria más eficaz de propaganda política contemporánea, y sus más aplicados discípulos fueron soviéticos, chinos, norteamericanos y los alumnos de todos ellos. La definición de filias, fobias y enemigos ideológicos, la justificación histórica para ejercer una limpieza étnica, la manipulación de los medios de comunicación para persuadir al público, la cooptación, la justificación de guerras innecesarias, la caricatura de los enemigos a vencer y el cinismo para justificar las intolerancias, son una cortesía nazi en la que se regodean quienes siguen capitalizando, entre arrobados y denunciatorios, los avatares de Hitler. En 1945 el enemigo fue vencido militarmente, pero sus enseñanzas no fueron desaprovechadas. Déjense de lado las estrategias de guerra y los científicos alemanes secuestrados: su tesoro político resultó invaluable para los ganadores. Bajo la sombra nazi, el sigilo de los crímenes estalinistas resultó fácilmente disimulable; la revolución cultural china sólo propició protestas incoloras; el macarthismo norteamericano y su protectorado de las dictaduras en Hispanoamérica merecieron el aplauso de la histeria anticomunista. ¿La justificación? No había existido Bestia más grande en el siglo xx que el nazismo y su ferocidad fue un manto protector que exculpó a las Bestias por venir.

Además de las víctimas militares del nazismo, los intelectuales disidentes, los minusválidos, gitanos, soviéticos, homosexuales, judíos y todos aquellos que no fueran arios, padecieron el ejercicio de un poder de Estado dirigido contra individuos y grupos considerados eliminables entre 1933 y 1945. Sin embargo, los nazis han adoptado otros nombres entre 1945 y 2001, de la misma manera que sus víctimas; el monótono y terrible ejercicio de la violencia se ha dispersado a todos los continentes, y sólo han variado los nombres, las justificaciones y los métodos. El recuento de los hechos recientes sólo produciría una fatigosa lista llena de horrores personales y colectivos; lo interminable es la disputa racial e ideológica como razón suficiente para legalizar la destrucción genocida.

Lo más alarmante es que las antiguas víctimas del llamado "holocausto" todavía ejerzan, después de cincuenta y cinco años, la fuerza militar del Estado contra quienes consideran sus enemigos étnicos: no los judíos ni la cultura judía, sino el Estado de Israel y el sionismo, bajo la sombra protectora del nazismo, han decidido transformar las seis líneas de la suástica nacionalsocialista en las seis líneas que dibujan la estrella de David. La transformación es grotesca desde el punto de vista del diseño; más grotesca es la metamorfosis de un Estado, que debería defender la tolerancia, en un adalid de la intolerancia: los palestinos son David que lucha con piedras y hondas contra un Goliat olvidadizo, gigantesco invasor que preconiza la limpieza étnica. Ésta es una de las más perversas semejanzas entre antiguas víctimas y actuales victimarios: "la culpa es de los nazis".
 



 

Muerte de Atila (II)

No vamos a hablar aquí de las hazañas de Atila. Vamos a dar un brinco y nos saltaremos nada menos que toda su vida. Vamos a hablar sólo de la hora de su muerte, que tiene de suyo, creo, suficiente elocuencia dramática y singularidad histórica. El suceso se desarrolló como voy a contar.

Atila decidió casarse. Otra vez, digo, añadió una mujer a la nómina de sus esposas y concubinas, "innumerables, según el uso de su gente". Porque Atila, escribe Jordanés (principal fuente, junto con Prisco, de la historia del rey bárbaro) "debido a sus pasiones desenfrenadas, era padre de casi un pueblo entero".

Pero renovarse o morir: antes de iniciar la nueva guerra, el Azote de Dios quería añadir, con ceremonia y aparato, una fresca criatura a su colección. La doncella elegida llamábase Ildico (nombre germánico) y era muy joven y de deslumbrante hermosura. Nítido contraste con el huno, ya no joven, aunque vigoroso en su estilo un tanto simiesco, de estatura poco aventajada y de figura, por decir lo menos, poco inspiradora.

Las bodas, eso sí, se celebraron, en palabras de Gibbon, con barbaric pomp and festivity en el palacio, grande, pero enteramente de madera: algunos rituales, supongo, cuya naturaleza ignoro, seguidos de una cena de gala, no precisamente una orgía, pero donde se comió y bebió con el ahínco acostumbrado en tales casos. Hagamos aquí una pausa. ¿Cómo se comportaba Atila en estos banquetes? Algo sabemos.

Se dice que Bleda, su hermano mayor, era más alegre y despreocupado que él. Esta información se centra en la figura de un curioso personaje lateral: Zarco el Bufón. Zarco era un cautivo enano, natural de Mauritania y hablaba en una mezcla de latín, godo y huno que a Bleda hacía mucha gracia. Y a Atila ninguna. Bleda lo apreciaba mucho, tanto que cuando Zarco escapó con otros prisioneros romanos, Bleda dio orden de que no se preocuparan de los otros fugitivos, pero se recapturara a toda costa al bufón (cosa que se logró, aunque a su regreso no fue castigado porque, según dicen, a Bleda le dio mucha risa cómo se veía el enano encadenado). Atila no apreciaba nada a Zarco, pero lo conservó a su lado a la muerte de su hermano. Ahí tienes a Atila: reconcentrado, serio como la muerte misma, ninguna frivolidad, ninguna grosería, sólo distancia y más distancia entre él y todos los demás. Por eso Atila fue rey, caudillo, Azote de Dios, y el alegre Bleda, tan sonriente y divertido, tan alegre, desapareció en el camino y fue nada.

No resisto la tentación de dar una última noticia de este Zarco, aunque se aparte de lo que vamos narrando. Cuando Bleda le preguntó por qué se había escapado, Zarco justificó su fuga porque Bleda no le había dado mujer. Y en efecto, le había dado una dama romana por esposa, pero Atila se la había arrebatado. Toda la corte se empeñaba en que Atila la devolviera, pero Atila no quiso. Entonces Bleda, al oír la queja, le prometió a Zarco que le daría una mujer de alto linaje de la corte de Constantinopla. Cosa que cumplió. Ahora, si esa difícil unión fue o no feliz, sería ya demasiado saber. Regresemos al banquete de bodas.

Atila comió y bebió salvajemente aquella noche. Aunque, de seguro, no tanto como aquel jefe huno muy estimado, Octar, de quien se dice que comió y bebió tanto en un banquete que tuvo el fin poco glorioso de estallar en pedazos. De seguro no fue así, quién sabe qué haya pasado, pero eso cuenta la leyenda.

Como sea, cuando Atila, en las altas horas, se retiró con Ildico a la cámara nupcial, iba muy borracho. Todos dicen, y lo testifica también Marco Polo, que los mongoles eran muy bebedores y con frecuencia se les veía borrachos.

Avanzada estaba la mañana, y Atila no aparecía. Los servidores comenzaron a inquietarse. Más se alarmaban por el pesado e inexplicable silencio de la cámara de su señor. De un lado, la inquietud del ominoso silencio, del otro el pavor de molestar y causar, Dios no lo permita, la cólera del todopoderoso señor. ¿Qué hacer?

Entonces, aquellos funcionarios, aquellos nobles hunos resolvieron prorrumpir en gritería confusa para ver si algo sucedía. Una escena digna de comedia de Mel Brooks. Pero no sucedió nada. Es entonces cuando se decidieron a llamar tímidamente a la puerta. Nada sucedió tampoco, silencio. La puerta fue derribada. Sobre el lecho nupcial yacía Atila muerto. Mientras la esposa, paralizada de terror y cubierta con un velo, lloraba quedamente.

Cuando muere un tirano, todo es miedo y sospechas. El médico personal de Mao habla del espanto que sintió al verificar que el gran caudillo había fallecido. Largo tiempo estuvo ahí sentado, sin atreverse a dar la noticia. El médico de Stalin debió sentir lo mismo. ¿Por qué? Porque es sobre los médicos sobre quienes recaen las primeras sospechas. ¿Fue veneno? La primera hipótesis en la muerte de un tirano es que alguien lo victimó, y tras ese alguien debe haber otros, una conjura, un complot asesino, y nombres, nombres, ¿quiénes fueron?, ¿dónde se esconden? (Continuará.)
 
 



 

 

Luis Tovar
     
    No son chilangadas (I)

    Por causas que tienen que ver con el lugar de residencia de un servidor, "Cinexcusas" suele referirse, desde su primera aparición, a las películas que se exhiben en la cartelera del Distrito Federal. Algo similar ocurre, dentro del ámbito de cada una, con las columnas que acompañan a ésta en La Jornada Semanal y que, en función de su temática, hacen la reseña de eventos ofrecidos casi de manera exclusiva en foros ubicados en el defectuoso.

    Lo anterior, considerado en primera instancia, no parecería tener nada de malo pues difícilmente sería posible, en el caso concreto de la exhibición cinematográfica, estar al tanto de los estrenos que tienen lugar cada semana en Aguascalientes, Zacatecas, Baja California, Veracruz, Colima, Yucatán, etcétera. De por sí hay distribuidoras que suelen hacer de su programación en la capital del país una suerte de fortaleza inexpugnable –y uno se entera de lo que viene sólo gracias a los promos publicados cuando mucho una semana antes–; ya podrá imaginarse el lector que no experimenta el infortunio de vivir en México-Imecatitlan, lo complicado que resulta saber oportunamente qué, cuándo y en qué condiciones se exhibe de Mérida a Ensenada.

    "Fuera del Distrito 
    todo es Cuautitlán"

    Lo que sí he podido comprobar en días recientes es algo bien sabido por quienes viven en ese brumoso "Cuautitlán" concebido en las mentes enfermas de centralismo: las películas son menos, aparecen más tarde y llegan peor que como lo hacen aquí. La primera razón que a uno se le ocurre para explicarse tal estado de las cosas es que la infraestructura en otras ciudades resulta mucho menor que ésta de la que disponemos en Chilangolandia. Es cierto pero, como se sabe, lo cierto no por fuerza es lo correcto.

    En primer lugar, debe quedar claro que con "infraestructura" no me refiero nada más a las salas cinematográficas, que sólo son el más visible de sus componentes y que, idealmente, no deberían ser coto exclusivo de los cinemalls –Cinépolis, Cinemark y General Cinema, para mencionar a los tres más grandes; Cinemex, el otro gigante, sólo ha extendido un tentáculo a la cercana y ya muy achilangada Cuernavaca. En provincia (juro que me choca englobar en esa palabra, hoy abollada y peyorativa, a más del noventa y nueve por ciento del territorio mexicano); en todo el país, mejor dicho, se dispone de muy contados espacios para la exhibición de algo distinto al infumable Grinch o al trasnochado refrito fílmico de –¡hágame usted el favor!– Los ángeles de Charlie.

    En segundo lugar está, ni modo, el criterio comercial que rige el qué, el cómo y el cuándo de la programación fílmica en las localidades del interior. Es como una bola de nieve: en cada ciudad hay menos salas que en el DF y, por lo tanto, no puede exhibirse el mismo número de películas, pues hacerlo iría en detrimento del número de copias que "necesita" una película taquillera. Como el chiste no es difundir una obra fílmica sino hacer billetes con ella, todas aquellas cintas calificadas –por los programadores, los críticos, los publicistas, los mercadólogos o por quien usted quiera– como de arte, automáticamente suelen ser detenidas en la parte más estrecha del embudo.

    Y algo quizá más grave que lo anterior, pues tiene que ver con cuestiones de idiosincrasia: si a una película en particular, de palomitas, de arte o del tipo que sea, le fue mal en la cartelera defeña, lo más seguro es que regrese a su lata para no volver a salir. El criterio es más o menos así: "N’hombre, si nadie la fue a ver en el DF, donde tuvo promoción y más de cuarenta salas, menos la van a querer ver acá."

    Es verdad que, de un tiempo a esta fecha, la Muestra Internacional de Cine no se exhibe sólo en la Cineteca y en las salas universitarias, y que incluso se ha hecho itinerante. Estupendo. El Foro de la Cineteca también viaja. Qué bien. Pero, para no caer de nuevo en la insidiosa actitud del centralismo, debe recordarse que estos hechos sólo comienzan a poner las cosas en su lugar; en otras palabras, llevar Muestra y Foro a provincia no es ni graciosa concesión ni estrellita de buena conducta en la frente de ningún funcionario, federal o estatal: es un simple acto de justicia, al que todavía le falta mucho por recorrer; tanto como todas las ciudades donde haya disponibilidad para exhibir esas y otras películas similares y, más que nada, donde más sea necesario que el público pueda acceder a otra forma de ver el cine, distinta a como suele vérsele en Los Angeles, Ca.

    La Cineteca ¿Nacional?

    A falta de una Cineteca que sepa ganarse por completo el apellido de Nacional (es decir, que no se llame así sólo por estar ubicada en la capital del país o por ser la única de que disponen cien millones de mexicanos), a falta de programas de trabajo sistemáticos y consistentes que lleven a todos los estados de la república el acervo fílmico nacional, no sería una mala cosa que trabajaran coordinadamente en ello cinetecas estatales, videotecas universitarias, cineclubes y el enorme número de manifestaciones que casi siempre son producto del esfuerzo de un puñado de entusiastas sin ninguno o con muy poco apoyo institucional.

    Todo lo anterior, desde luego, tendría que verificarse a la par de una descentralización que trascienda las buenas intenciones y los discursos lucidores por parte de las autoridades en materia cultural. Sé que suena como carta para los Santos Reyes, pero a todos nos asiste un derecho: si las nuevas autoridades culturales no dejan de solicitar para sí el beneficio de la duda, es importantísimo, a la hora de concederles dicho beneficio, darle por nuestra parte la forma y la dimensión del ojo atento, la exigencia razonada y la crítica oportuna, para que la duda no se disipe negativamente.

    A sorprender se ha dicho

    Poco antes de recibir su nombramiento, Sara Gabriela Bermúdez, la flamante directora del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, anunció "una gran sorpresa" para la comunidad cinematográfica. Por el bien de nuestro cine, ojalá que la sorpresota prometida tenga que ver, de manera positiva, con la encajonada Ley de Cine, el fideicomiso que nomás no empieza, el problema del doblaje y otros asuntos que comentaremos en la próxima entrega. (Continuará.)
      


     
     Crónicas Banffianas
     

    Cecil Taylor y el alce (III)

    Dicen los banffianos, y sobre todo aquellos que viven en el Centre for the Arts, que si en la India hay vacas sagradas, ¿por qué el Centro no iba a tener sus alces sagrados?

    Efectivamente, a los alces se les ve muy tranquilos, paseándose por todos lados con aires de propietario; los machos imponentes, astados y corpulentos. En las épocas del año en las que están en celo pueden ser muy peligrosos y hay carteles por todas partes advirtiendo a los recién llegados. Las hembras son encantadoras; tienen caras plácidas y un poco vacunas, y generalmente se las ve rumiando o paciendo.

    Muchos visitantes tienen anécdotas que contar: el célebre músico de jazz Cecil Taylor, quien estuvo en uno de los estudios Leighton, fue sorprendido por un alce que se interpuso entre la puerta de su estudio y él. Taylor, según el libro Cecil Taylor: Musician, Poet, Dancer, se dio cuenta de que el alce nunca había visto antes a un ser humano –nadie sabe cómo llegó a esa conclusión– y prudentemente prefirió regresar a su estudio después. John Cage en una estancia aquí en 1984 los incluyó en la pieza que presentó en la Walter Phillips Gallery, aquí mismo en el Centre. Durante el concierto –John Cage’s Song Books–, los alces hicieron una aparición poco ortodoxa: un actor con cuernos (de alce) brincaba entre los asistentes mientras una mujer cantaba "el mejor gobierno es no tener gobierno" y otra salmodiaba "Nichi, Nichi, Kore Ko Nichi" (que tenga usted un buen día) con un megáfono. La pieza fue descrita como "algo que sucedía en un psiquiátrico" por uno de los espectadores.

    Hace dos años, el poeta mexicano Ernesto Lumbreras fue hostigado por un alce hembra que se echaba frente a la puerta de su estudio y no lo dejaba entrar, o lo que era peor: cuando Lumbreras ya estaba adentro no lo dejaba salir. Otro año, todos los estudios (son ocho) tuvieron que ser clausurados porque un alce malgeniudo no dejaba entrar a los ocupantes. En el libro Producing Marginality: Theatre and Criticism in Canada de Robert Wallace, los alces hacen su aparición en el segundo párrafo del prefacio. El alce en cuestión se instalaba a rumiar durante horas frente a la ventana de Wallace y es usado en el libro como una metáfora (por supuesto, el libro es de crítica). Este noviembre la escritora argentina Patricia Suárez, igual que Lumbreras, tuvo que abstenerse de llegar a su estudio porque una familia de seis alces que, en español argentino, "estaban comiendo yuyos" (pasto) le obstruía el camino, una vereda más o menos estrecha entre dos macizos de árboles. El jefe de la familia era un macho enorme –los alces pesan aproximadamente trescientos kilos– y entre las hembras había dos con una especie de etiqueta de plástico verde engrapada en una de las orejas que las identificaba como alces peligrosos, es decir, con una lamentable tendencia a topetear a la gente. Patricia no se arredró: durante veinte minutos estuvo refugiada en otro estudio, mirando a los alces rumiar con caras de inocentes esperando que fueran a buscar "yuyos" a otra parte, pero cuando se dio cuenta de que los alces planeaban quedarse echados toda la tarde, Patricia se puso a aplaudir hasta que le dolieron las manos. Los alces, poco acostumbrados al aplauso, se fueron.

    La artista de performance Pat Olezko, con varias estancias en el Centre en su haber, llegó a la conclusión de que los alces son un símbolo capaz de representar al Centre; por eso se disfrazó de alce, con un traje como de Bullwinkle –aunque cualquier canadiense me diría: ¡Pero Bullwinkle es un moose, no un elk!– y desfiló vestida con él por las calles de Banff en los festejos del Día de Canadá.

    ¿Qué animal tiene una relación así de estrecha con los habitantes del DF? ¿El perro callejero? ¿La rata?