Ť Carlos Bonfil Ť
El Grinch
La cinta más reciente de Ron Howard, El Grinch (How the Grinch stole Christmas), estelarizada por Jim Carrey, se inspira libremente en la versión televisiva de 1966 de la obra homónima del Dr. Seuss ((Theodor S. Geisel), de veintiséis minutos de duración. Clásico instantáneo de entretenimiento navideño, el programa dirigido por el talentoso Chuck Jones contaba, entre sus múltiples atractivos, con la voz de Boris Karloff, para el propio Grinch y para la narración. Tres décadas después, Howard retoma la historia y le añade más de una hora con los antecedentes de la infancia de Grinch (Carrey), el peludo hombrecillo verde, misántropo de tiempo completo, que detesta los regocijos navideños y decide sabotearlos robándose los regalos de niños y adultos, e incendiando de paso el gigantesco árbol iluminado en la plaza del pueblo de los Quienes (Whoville).
La historia tiene por supuesto semejanzas notables con el Cuento de navidad (A Christmas carol), de Charles Dickens, donde la maldad y resentimiento de Ebenezar Scrooge se disipan en la víspera de Navidad con la oportuna intervención de tres ángeles. En El Grinch, Jim Carrey es un nuevo Scrooge, y su infancia es desdichada por su aspecto entre reptil y monstruo de peluche, y por el escarnio al que continuamente lo someten sus compañeros de escuela. A los tres ángeles del cuento de Dickens los remplaza aquí una niña de ocho años, Cindy Lou Who (Taylor Momsen), quien se empeña en convencer a todos los Quienes de la naturaleza bondadosa del insoportable Grinch.
Si el Grinch no se roba exitosamente la Navidad de los Quienes, la superproducción de Ron Howard sí aniquila y sepulta bajo adornos navideños de utilería todo lo que pudo ser la frescura y sencillez de la obra original. La cinta es una pirotecnia constante de efectos especiales, vestuarios, maquillajes y animatronics fantasiosos. Se utilizan para la filmación 12 sets con toneladas de nieve artificial, 8 mil 200 adornos navideños, mil 938 candelabros, 225 patrones de maquillaje y 443 cambios de vestuario. Los maestros en esta empresa son Rick Baker, maquillaje, y Kevin Meck, efectos especiales. La motivación central de la cinta no es esta vez artística, como en la británica Canción de navidad (Desmond-Hurst, 1951), sino estrictamente comercial, un vehículo más para el lucimiento de la estrella Jim Carrey, quien por lo demás tiene un desempeño notable. Con este despliegue de recursos materiales, suena un tanto irónica la crítica que dirige la cinta al consumismo navideño y a la pérdida de los valores tradicionales.
El Grinch es disfrutable por su estupenda recreación de una aldea encerrada en un copo de nieve, con habitantes de aspecto tan extraño --entre gnomos y fenómenos de feria--, que resulta algo incomprensible la marginación del personaje central. La simpática niña Cindy Lou tiene la virtud de no atosigar al espectador con las características clásicas de toda pequeña actriz hollywoodense: inteligencia precoz y manía de inmiscuirse en la intimidad de los adultos. Las gracias del perro Max provienen en su mayoría de la manipulación tecnológica (harto visible), pero sin duda es la presencia más agradable de la cinta. El espectador infantil podrá sentirse desorientado en este territorio de freaks, muy a lo Barón Munchausen, con un ligero toque de El mago de Oz; en cuanto al espectador adulto, éste se sentirá sin duda decepcionado de que arbitrariamente se le prive en las versiones dobladas al español (prácticamente todas) de la voz de Anthony Hopkins (narrador), y de la suplantación de la de Jim Carrey (con sus entonaciones a lo Sean Connery), por una voz que es remedo de la de Manuel Loco Valdés en Caperucita Roja (Rodríguez, 1959). Signo de los nuevos tiempos: las miserias del doblaje impuesto prosperan bajo la indiferencia de un público pretendidamente adulto.