DOMINGO 24 DE DICIEMBRE DE 2000

Rolando Cordera Campos

Tres tristes tigres

si algo sorprende de la nueva época política es la rapidez y el gusto con que los actores recién estrenados se adaptan a los viejos ritos de la costumbre presidencialista. No sólo se trata del presidente Fox, para quien, después de todo, no queda, por lo pronto, mucho campo por explorar, sino de todo el elenco que concurre al teatro democrático que apenas abrió sus puertas al público.

Las idas y venidas del PRD y sus principales dirigentes, por ejemplo, cuando se las toma en serio, dan cuenta puntual del peso de esa costumbre que tanto daño hizo a la evolución política del pueblo mexicano, para recordar a Justo Sierra. Conversaciones bajo cuerda y en voz baja, aspiraciones mal contenidas de unos y otros a formar parte del nuevo gobierno, entendido, desde luego, faltaba más, como "de transición". Retiros raudos, sin explicación previa ni posterior, nombramientos que se declaran y aceptan a ''título personal", documentos grandilocuentes destinados, supuestamente, a forjar el gran pacto nacional y sin peligros para acercarse al Presidente... en fin, para qué seguir. Sólo, en todo caso, para advertir que se habla aquí de un partido político que presume de resumir una gran tradición nacional e internacional, que dice buscar el poder para transformar la República, que pretende, nada menos, que llevar a cabo una revolución democrática.

Lo que se dice y anota de la conducta errática del PRD, partido que gobierna la capital del país y cuenta con un buen lote de diputados y senadores, alcaldes y gobernadores, se puede extender al PRI, hoy por hoy la primera fuerza en número de legisladores, gobernadores y presidentes municipales. Al perder la Presidencia, no sobra repetirlo, el PRI perdió el rumbo y se volvió volcán impredecible, salvo en el hecho de su inevitable explosión. Si esta explosión dará lugar a nuevos volcanes, como ahora sabemos ha ocurrido con el Popo, es algo que está por verse.

Como quiera que sea, el PRI no es la mole de piedra y lava que imaginaron sus personajes y cronistas, sino una lastimosa figura del pasado que, como alma en pena, busca redentor y no lo encuentra. De ahí, hoy, sólo emanan ecos gaseosos de una historia que siempre, o casi siempre, alguien escribió por ellos y sin consultarlos. Ahora, quienes buscan en serio formar de entre las ruinas un partido político normal y moderno, tendrán que apurar el paso sin renunciar a un obligado y terapéutico de los pasos perdidos.

Orondo, desde la cumbre de un poder que no acierta a entender, mucho menos a ejercer con ambición política e histórica, el PAN deshoja su margarita y busca la manera de asumir su victoria, sin caer en los vicios odiados del contrario, al fin derrotado. Sin embargo, ganar dista mucho de saber y hasta de querer hacer gobierno, sobre todo cuando en su rama ejecutiva habitan y actúan personajes provenientes de otra cultura, experiencia y visión, lo que, para empezar, pone en entredicho la presunción de una victoria cultural cantada demasiado temprano.

La falta de cuadros gobernantes, o su exclusión, según se quiera ver, no es lo más grave que afecta al partido de Gómez Morín. Lo que en el fondo lo aqueja, lo que puede volverse una llaga difícil de curar, es la carencia de una hipótesis estatal que sea capaz de asumir una rica tradición y una doctrina nada desdeñable, para desde ahí volverse el partido moderno capaz no sólo de hacer gobierno, sino de hacerlo de modo renovado y renovador.

Por lo pronto, la imagen del PAN de hoy es la de un recinto acosado por fantasmas y engendros de la peor de las reacciones, alejada por igual de la inspiración conservadora e ilustrada que sin duda forma parte de la historia nacional, así como de las teorías y experiencias internacionales que tanto poder y prestancia dieron a la democracia cristiana durante la Guerra Fría. Las destrezas innegables de sus principales cabezas en el partido y las cámaras corren ya el riesgo cierto de ser borradas del mapa político que la victoria y las derrotas del 2 de julio permitieron a muchos imaginar y celebrar, con demasiada prisa y adelanto por lo que ha podido verse.

Tres tristes tigres, pues, pero no por ello menos ávidos. La negociación se ahoga en el detalle del presupuesto o la miscelánea, cuando no en la absurda pretensión de "cerrar el club" de los partidos grandes, acompañados, aunque no lo quieran, por la fauna menor que levantaron en el camino. La estabilidad es, qué duda cabe, un don de la política democrática, siempre incierta y a la vez productora de certidumbres fuertes. Pero ante el panorama con el que cerramos el siglo y presumimos de cerrar un ciclo, no nos caería mal un poco de movimiento y bulla.