SABADO 23 DE DICIEMBRE DE 2000

Ilán Semo

Deconstruyendo a Juárez

La historia de los modernos se inicia en una escisión. Desde el siglo XIX, el conflicto entre política y religión abarca un centro del imaginario público y una demarcación de morales privadas. La tradición liberal se remonta a este conflicto. Es la tradición de un sueño: el sueño de la libertad. El liberalismo creyó que podía emancipar al individuo del poder del Estado y del poder de la religión. Su fuerza histórica y moral provino de dos frentes: la ilustración y la revolución. El resultado fue una nebulosa. En principio, la historia liberal puede ser escrita como la historia de su antítesis: la otra intolerancia, la intolerancia antirreligiosa.

Para el liberalismo mexicano la frontera entre la libertad de cultos y la prohibición de cultos nunca fue una línea necesariamente precisa. Juárez procedió a la separación más radical entre la Iglesia y el Estado que conoció América Latina en el siglo XIX. La Revolución prosiguió con denuedo esta labor. A esta separación se debe un hecho que cifra el siglo XX mexicano: el divorcio entre el Ejército y la Iglesia. La tragedia autoritaria de Brasil, Argentina y Chile habla de la desproporción que puede producir la unción de estos dos poderes. Juntas las armas del Estado y de la fe acabaron creando un gólem ingobernable. Sin embargo, la escisión entre la Iglesia y el Estado que cifró la Reforma en 1857 devino en su contrario: la prohibición y la persecución. Hoy llamamos Revolución al saqueo y quema de templos, matanzas de fieles y una guerra antirreligiosa que costó más muertes que la lucha contra la dictadura de Huerta. Uno siempre puede decir que las revoluciones hacen de la violencia una virtud del futuro, pero no en el caso mexicano. El saldo de la erradicación del catolicismo político de la esfera de la representación legítima trajo consigo otro orden autoritario: el callismo y el sistema político que le siguió.

La Revolución Mexicana creó un Estado acotado por los límites de una ficción: la ficción de un consenso único. Hoy sabemos que fue un Estado incapaz de incluir al conjunto de expresiones político-ideológicas que conformaron a la sociedad mexicana durante el siglo XX. Más aún: ni siquiera fue capaz de bifurcar la representación del legado de la Revolución para propiciar la posibilidad de su democratización. En cierta manera, su historia es paralela a la del Estado que produjo la Revolución Rusa. Ambos se consumieron en los espejismos de la complacencia que otorga el poder único. De ahí que el tema de la formación de un Estado efectivamente nacional, es decir, un Estado sustentado en la legitimidad de las identidades singulares que conforman al mundo de la política, sea un tema abierto.

El despliegue de símbolos religiosos en la política civil es una particularidad que distingue a toda formación democristiana. La actual alarma de los intelectuales priístas habla de las ruinas de una intolerancia que cifró otro de sus puntos ciegos; una suerte de reliquia provincial. En México, el reorden simbólico habrá de sellar la disputa por el nuevo imaginario público. Hay grados y niveles, por supuesto. Pero, si se quiere un régimen de tolerancia mínima, la fijación de estos grados corresponde al electorado y a la eficacia política, y no al automatismo de una ideología que definía sus territorios haciendo de esta otra intolerancia una virtud del pasado. Finalmente, la Ilustración dejó de ser una cruzada pendiente hace ya un siglo.

La derrota de Solidaridad en Polonia, por ejemplo, se explica en gran parte por un emplazamiento de la Iglesia polaca, que confundió el voto contra el comunismo con un voto por ella. Un error que todavía no acaba de asimilar. Los polacos votaron por la democracia, es decir, la pluralidad de opciones, no por una nueva teocracia.

El ejercicio de la religión en México parece situarse preferencialmente en el mundo de lo privado. Es una preferencia que disputa a la Iglesia la tentación de allanar caminos inciertos para el consenso de la propia religión. Sin embargo, el otro cambio que aguarda al país es el de la Iglesia católica misma. Inmune a las sensibilidades democráticas, continúa concibiéndose como una Iglesia "mayoritaria", es decir, una Iglesia patrimonial. Y en la libertad de cultos no hay mayorías ni minorías, sólo tolerancia o intolerancia.