SABADO 23 DE DICIEMBRE DE 2000
Ť Entre Cerritos y Matehuala no hay ilusiones
La supervivencia, único festejo en algunas rancherías potosinas
Ť Hace siete años los habitantes de estos lugares dejaron de tener lluvias, y perdieron todo Ť Para Navidad esperan sólo un milagro
María Rivera Ť La Navidad no es nada para esta gente.
La mayoría de las mujeres y los niños de las rancherías entre Cerritos y Matehuala, en el altiplano potosino, pasará el 24 de diciembre como todos los días del mes; agitando la mano al paso de cada vehículo que transita por la carretera 57, que comunica al estado con la frontera.
Tratarán de llamar la atención, conmover, hacerse presentes. Cualquier auto que se detenga pronto se verá rodeado por decenas de personas. ƑQué piden? Todo, puesto que no tienen nada. Dinero. Comida. Dulces. Ropa. Lápices. Vida.
Perdieron las ilusiones hace mucho tiempo, siete años para ser exactos, cuando se dio la última cosecha en sus tierras de temporal. Las escasas lluvias, cuando las hay, sólo alcanzan para que las milpas crezcan unos cuantos palmos, después, el sol se encarga de volver a todos a la realidad del hambre, porque ni animales quedan por cazar. Las ratas de campo y las víboras, que habían sido su alimento en los últimos años, se han acabado.
La supervivencia es su única aspiración. Los que se quedan pueden cambiar por comida el ixtle que alcanzan a moler en el día, o trabajar como jornaleros en las tierras de regadío de marzo a agosto. Después, nada.
Ante esa ausencia de opciones, la mayoría de jóvenes se va a los estados del norte del país en busca de trabajo. Estados Unidos queda fuera de su alcance. Los mil 500 dólares que cobra el pollero por el paso al otro país lo pone fuera de su alcance.
A fin de año se produce el encuentro entre los que se van y los que se quedan. Los arraigados saldrán al encuentro de las caravanas de migrantes que regresan a pasar las fiestas a sus pueblos.
Al amanecer se acercan a la carretera, sin comida, sólo con algunas botellas de agua para los niños. Esperan pacientemente todo el día que alguien se detenga y les ofrezca ayuda. La mayoría de las veces las jornadas terminan en nada, porque a fuerza de repetirse año tras año la imagen ya a nadie conmueve.
Las manos extendidas forman parte del paisaje, lo mismo que los ramajes enmarañados de los huizaches, los erguidos cactus, y la hierba quemada.
Pero a veces pasa alguien que recuerda sus orígenes y les lanza unas monedas. Sólo que la esperanza va de la mano de la tragedia, porque algunos niños, ansiosos por alcanzar el dinero, atraviesan la carretera sin mirar y son atropellados. Sus muertes quedarán consignadas en las páginas interiores de algún diario local. Tampoco las familias hacen mayor drama. Por ejemplo, los que perdieron el año pasado a su hija de seis años han vuelto al mismo lugar con el resto de sus hijos. Sus vecinos comentan la historia con voz seca y áspera, sin rastros de emoción. Como esas cosas que pasan. "Ya ve, los niños con el ansia de alcanzar algo".
María Espinoza tiene 25 años y cuatro hijos: Reina, Luis, Pedro y Santiago. Su ma rido, Lauro Castillo, pizca tomate en el rancho La Terquedad seis meses al año. El resto del tiempo trabaja en lo que salga.
María ha dejado de darle leche al más pequeño de sus hijos, de un año, porque no puede comprarla. El niño ahora sólo toma atole de masa. El resto de la familia come tortillas, y de vez en cuando frijol. Algunas ocasiones salen al campo a cazar -ratas, liebres o pájaros-. Entonces hay fiesta.
Todo el mes de diciembre, amaneciendo, María agarra a sus hijos y se encamina hasta la carretera. Los niños hacen el trayecto de seis kilómetros desde Santa Rosa, donde viven, sin quejarse. "Ya están impuestos". No siempre tienen suerte, reconoce la mujer, hay días que regresan a la ranchería como vinieron. Pero no por eso pierden la esperanza. "El año pasado recibí una despensa, ropa, y hasta lápices para mis hijos".
En esta ocasión también la acompaña su hermano Florencio, de 13 años. Lencho acaba de terminar la primaria. Es serio, como todos los niños de aquí. Al preguntarle qué le gustaría hacer sólo tiene una respuesta: "Sabe". Su hermana lo corrige, claro que sabe lo que sigue: "Pues trabajar como jornalero, šqué más!". Aquí nadie se permite soñar.
En Santa Rosa no hay más color que el pardo. La tierra lo cubre todo, y el verde no está sino en el recuerdo de los tiempos idos. A mediodía, los únicos seres vivos que se ven son unas vacas flacas, que se han mimetizado con el paisaje. La gente vive puertas adentro. Sólo de vez en cuando un niño asoma la cabeza. Tienen miradas interrogantes, pero ni asomo de sonrisas.
La geografía parece haber marcado su carácter.
El único rastro de ayuda oficial en Santa Rosa es un pequeño edificio de material que albergó un serpentario años atrás. Se pretendía comercializar la ponzoña. Pero ese resquicio de esperanza no tardó mucho. Las víboras murieron de hambre al escasear las ratas que las alimentaban.
En la única casa donde parece haber vida es en la de Soraya Martínez. Tiene 14 años y es una mujer hecha y derecha. Está a cargo de sus siete hermanitos, los alimenta y los manda a la escuela. Sus padres trabajan en Monterrey y le envían dinero para mantener a la familia. La muchacha terminó la primaria el año pasado, pero sabe que no hay más horizonte por delante.
- ƑNo te gustaría hacer otra cosa, Soraya?
- ƑY a éstos quién los cuida? -dice señalando a los niños.
Don Juan Tello tiene 71 años y es de los pocos del pueblo que recuerdan que hubo tiempos mejores.
Habla de cómo eran las cosas 30 años atrás, y parece Adán evocando el paraíso: "Más antes había de todo, los animales estaban gordos, el zacatal y árboles estaban por todos lados, el maíz se daba alto, fuerte". Pero poco a poco escasearon las lluvias, rememora, y la tierra se volvió yerma. Señala con un gesto la hierba quemada y el cielo limpio, sin asomo de nubes. No tiene más que decir: la vida está en otra parte.
-ƑA qué se quedan, don Juan?
-ƑA dónde más vamos?
Aquí todos parecen saber la verdad.
En San Juan sin Agua, el pueblo vecino de Santa Rosa, el panorama es el mismo. Tierra, huizaches y cactus. La única diferencia perceptible es el tamaño: este lugar es más grande. Pero el presente y el futuro no parecen ser distintos. La causa también es la misma; "el agua se nos niega".
Hace siete años fue la última vez que cosecharon algo, ahora la mayoría de la gente vive de trabajos eventuales o de lo que les envían los familiares que han emigrado. Los tendajones del pueblo exhiben lo más elemental: maíz, frijol, Maseca, aceite, sal, jabón. Los dulces y refrescos son un lujo fuera del alcance de esta gente. Ni rastros de panecillos o frituras, Ƒquién las compraría?
Don Leonardo Castillo es un hombre amable, dispuesto a la plática. Tiene 53 años y vive "de los trabajillos que aquí o ahí van apareciendo". La mayoría de sus siete hijos ya no viven en el pueblo.
Sólo lo acompaña un muchacho de 15 años que trabaja como jornalero en la pizca de tomate, y una hija que carga en brazos un niño de largo cabello. Es por una manda, explica la joven, "para que se logre, porque ya he tenido otros dos y nacieron muertitos. A ver si a este Dios lo cuida".
El padre la mira y comenta que él ya hizo un intento por salir de San Juan, se fue a vivir un tiempo a Monterrey con un hermano. "Por lo mismo que no hay vida aquí, pero no pude aguantar. No me hallé, estoy acostumbrado a estar libre. Yo creía que en cualquier rato me iban a matar los carros, ya ve que uno no sabe ni cruzar una calle. Mi hermano se fue muy chico, a una edad buena, pero ya de viejo no se puede con aquello".
Por si acaso, el hombre va regularmente a trabajar su tierra. La remueve, la observa en busca de respuestas.
Sabe que las plantas de maíz no pueden extraer de ese polvo nada que las nutra, que tal vez sólo alcanzará a ver algunos brotes verdes, pero no por eso renuncia a lo que fue su modo de vida.
El ansia de asideros está siempre presente. Finalmente, Ƒquién puede vivir sin ilusiones?
En cada pueblo las historias son las mismas. La desesperanza es la constante. Nadie parece saber a ciencia cierta qué hace ahí. Son los últimos vestigios de un mundo sin vida. Apenas cruzan la adolescencia y los muchachos miran anhelantes la carretera 57, pues tienen claro que por esa ruta pueden dejar atrás todo lo que los rodea.
Nadie menciona a San Luis Potosí como una posible salida, la mayoría sólo habla de Monterrey, de sus construcciones que demandan albañiles, de las casas que solicitan trabajadoras domésticas, de un horizonte abierto. Pero los que se quedan, mujeres, niños y ancianos, no tiene más salida que mendigar.
Rosa Reyna es otra de las mujeres que agitan la mano al borde de la carretera. Viene con sus cinco hijos de la ranchería La Negrita. Es madre soltera y vive de su trabajo. Talla dos kilos de ixtle al día. Vende su producción en el tendajón del pueblo. No recibe dinero, sólo comida.
"Me pagan 20 pesos al día, pero el kilo de maíz cuesta 2.50 y yo gasto tres, el frijol está a 11.50, Ƒusted cree que me alcanza para más?
Por eso ahora en diciembre viene a ver qué más puede conseguir. Lo que más ansía es algo de ropa, sobre todo para los niños.
"Aquí hace mucho frío y mis hijos no tienen más que lo que llevan puesto, con una blusa o una camisa que nos den ya está bien. Pero si además nos dieran despensas, šqué mejor!".
Lo único que sabe con certeza es que el 24 de diciembre lo pasará aquí, esperando un milagro. Para ella todo lo es. "Hay que tener fe, uno de pobre Ƒqué más le queda?".
Los kilómetros se suceden y el panorama es el mismo: tierras áridas y manos extendidas. Tal vez esta gente sólo va a la carretera a ver los camiones repletos de productos, los autos relucientes, para tener pruebas de la existencia de un mundo distinto, de que no todo es polvo.
Antes de llegar a Arroyo Cercado, surgen unos tenderetes que venden toda clase de aves, carne y piel de víbora.
Los cenzontles valen 40 pesos y los alicaídos halcones 130. En las caras de los niños que los venden no cabe una mancha más de avitaminosis. Elogian las cualidades de los pájaros, esperanzados de conseguir un cliente.
Al ver que no habrá venta piden una moneda, algo de comida, aunque sea agua. Aquí, además de los animales, el hombre es la otra especie en vías de extinción.
Los autos siguen pasando veloces. Nadie para. Todos parecen tener prisa por alejarse de esa visión mendigante, de llegar al bullicio de las calles, a los aparadores repletos de mercancía, a las fiestas, a disfrutar del espíritu navideño.