Ť Dicen que quitarlo es como cortarles las piernas
Preservar el servicio de tren, exigen usuarios de Zacatecas
Ť En el semidesierto de la entidad ese medio de transporte es el único contacto con el mundo Ť Esperan apoyo del Presidente
Mireya Cuéllar, enviada, y Alfredo Valadez, corresponsal /II, tren Torreón, Felipe Pescador, Zac. Ť Sólo la luz de la luna acompaña a los pasajeros. La penumbra ya no permite ver siquiera los matorrales secos del semidesierto. Los remolinos de arena que el viento levanta se adivinan. En el vagón, totalmente a oscuras, el boletero levanta una que otra vez su lampara de mano y deslumbra a dos niños que en un asiento pelean cada tanto por acurrucarse junto a la madre.
La noche alcanzó al tren y todavía no llega a la estación Opal, la mitad del camino. Avanza sin luz. También sin "clima". En el verano, cuando se detiene por más de dos horas para dar paso a los furgones con latas de cerveza, hay que bajar a los pasajeros para que los niños no se deshidraten. Si es invierno, tiritan todos.
Es domingo y los dos carros arrastrados por una locomotora de Ferromex salieron de Torreón a las 15:15 de la tarde. No importa que la estación ?a espaldas de la montaña de desechos minerales que acumula la empresa Peñoles? esté cerrada y sus paredes llenas de graffiti; la gente se arremolina en un andén con un televisor, las cajas de corn-flakes y las bolsas de chetos.
En qué pensarían cuando bautizaron Nazareno a su caserío de adobe. En Jalisco, Jimalco, La Mancha (Coahuila), Acacio y Rivas (Durango) no hay nada, ni estación. Todas ya fueron desmanteladas por el concesionario "como para decirnos: olviden el tren". No pudieron tirar las macizas paredes de otras. Están abandonadas, sin puertas ni ventanas.
El tren se detiene a mitad del desierto para que desciendan unos cuantos. Angel Carranza y José Luis Arreola, los maestros de la primaria de El Pavo, bajan en Rivas. Son ya las seis de la tarde y para llegar allá todavía deberán caminar con las mochilas al hombro 12 kilómetros. Donde los "agarra" la noche hacen una fogata que tiene dos fines; ahuyentar a los coyotes y hacer señales de humo. De la comunidad sale entonces una camioneta ?por aquí todas son viejas y chocolates? que irá por ellos a la vereda.
Cuando dejó de pasar el tren ?en el lapso de enero a los primeros días de agosto de este año? "sufríamos mucho para sacar un enfermo" porque el costo de otro transporte es de mil 500 pesos, y hacen más de nueve horas por un camino de terracería para llegar a Torreón. Por eso "la gente bloqueó las vías, y las hubiéramos levantado si no las vuelven a echar", dice María de la Luz Pérez mientras jala sus bolsas hacia la puerta porque ya está cerca la estación Camacho.
Ahí tomará una camioneta que "a brinco y brinco" la llevará en una hora hasta Nuevo Mercurio. ¿Y de qué vive la gente allí? ?"De puro milagro"?. La mina del lugar se agotó hace casi 20 años y sus 500 habitantes se resisten a abandonar a sus muertos. Mauro Hernández, su esposo, murió de cáncer en la nariz en 1994. Algunos años cultivando maíz en el arenal ?"cuando llovía"? no curaron las lesiones de una vida de minero.
?Mi esposo Mateo Espinoza murió de cáncer en el pulmón hace 16 años ?dice doña Rita Esquivel, que está sentada muy cerca de la puerta y también va para Nuevo Mercurio. Cuando el transporte se detiene suelta a toda prisa: "Dígale a Fox que si deveras nos quiere ayudar, que no quite el tren, que (éste) corra cada tercer día, aunque sea a oscuras".
Desde que el ferrocarril del Noreste ?que nacía en Buenavista, atravesaba Aguascalientes, Zacatecas, Coahuila y Chihuahua para llegar en Ciudad Juárez? se concesionó, en 1998, empezaron las preocupaciones de transporte para las alrededor de 20 comunidades que habitan el semidesierto zacatecano.
Son caseríos ?no muy distintos a los pueblos fantasma, como Otto, donde hace diez años todos se fueron? en los que a veces no viven más de 200 personas y que en conjunto suman 40 mil habitantes. La voz de que el tren dejaría de pasar el primero de enero de 2000 se corrió como uno más de los malos presagios de fin de milenio. Tenían un siglo de verlo ir y venir más de dos veces al día.
Ha sido su contacto con el mundo. Hacia el oriente, a casi cien kilómetros de muy malos caminos de tierra, está la carretera que va a Saltillo, Monterrey y Nuevo Laredo. Y del otro lado, por el occidente, a otros cien kilómetros, se encuentra la federal a Torreón, Chihuahua y Ciudad Juárez. Viven exactamente en medio de las dos carreteras, al pie de la vía, y en ocasiones varios kilómetros adentro.
No hay autotransporte público para quienes viven en La Colorada, Pacheco, Alamillo, Opal, Fuertes, San Isidro, Simón, Refugio... si quieren salir en algo que no sea el tren deben pagar una camioneta que los lleve hasta cualquiera de las carreteras. Las tarifas, según el poblado, van de 700 a mil 500 pesos. Tan sólo de una demarcación a otra el viaje puede costar 300 pesos.
Sólo una comunidad, estación Camacho, ofrece a sus habitantes una alternativa; pueden salir diariamente a las seis de la mañana hacía Río Grande, un pueblo enclavado en las márgenes de la autopista 45.
Pero el mal presagio se cumplió. El primero de enero de 2000 los pasajeros se quedaron esperando a la orilla de la vía. No lo podían creer. Tuvieron que pasar varios días para que tomaran conciencia. Cuando los jitomates, la cebolla y el aceite empezaron a faltar "nos vino la desesperación. Eso nos hizo arriesgarnos", dice doña Francisca Torres, que vive en Opal, a cien metros de la vía.
El primer bloqueo lo hicieron en abril. Unas 600 personas trajeron desde Nuevo Mercurio vías abandonadas en la mina y las colocaron en el paso de los ferrocarriles de carga. Así empezaron las negociaciones con la empresa y el gobierno del estado.
Después de dos días se llegó a un acuerdo: se reanudaría el servicio. Pero pasó todo mayo, y nada. "Cuando teníamos una emergencia parábamos los trenes de carga y convencíamos a los empleados de llevarse al enfermo en la máquina. Los podían correr por eso, pero miraban la necesidad. Aceptaban traer las despensas que nuestros hijos enviaban de Torreón o algunas mercancías para las dos tiendas. Una vez estuvimos casi un mes sin nada".
"Mi esposo está enfermo, nosotros necesitamos el tren. A ver si el Presidente nuevo se fija en nosotros. Pero estamos en la cola del infierno, ¿verdad?", comenta la mujer que despacha en "la tienda", donde se han reunido varias señoras deseosas de "platicar" ante el anuncio que corrió en unos cuantos minutos de que "vinieron a vernos de México unos periodistas".
El esposo de doña Francisca es pequeño propietario ?un caso especial entre los 77 ejidatarios (y sus familias) que conforman la población de Opal? y tiene unas "vaquillas". El terreno no es malo para el ganado, dice, pero el problema es que hace siete años que no llueve.
La comunidad recibe agua una vez cada 15 días, bombeada desde un pozo de otra ranchería. Durante años el tren llenó con regularidad la enorme cisterna que todavía está junto a la vía y de donde todos tomaban el líquido.
En julio volvieron a bloquear la vía. "Ya nos preparábamos para levantarla. Qué coraje de ver pasar los trenes cargados y nosotros aquí muriéndonos porque todos los señores andan afuera trabajando".
"Fíjese -dice otra vez-, hasta vino un secretario del gobernador para decirnos que el tren no nos servía de nada porque no nos sacaba de pobres... pero un enfermo, ¿en qué lo mueve uno?"
"Dijeron que mejor nos darían créditos para sembrar y ¿con qué lo levanto? ¿Cómo lo vendo?", pregunta doña Francisca, que tiene ocho hijos, dos en Torreón, uno en Guadalajara y otro en El Paso, Texas, "cortando árboles".
Salir de Opal otro día que no sea viernes ?cuando pasa el tren? resulta difícil. Hay que rentar una camioneta que por 300 pesos lo lleve a través de unos potreros ?que nada tienen que ver con los pastizales? a estación Camacho. Ahí hay que dormir. Y a las seis de la mañana del día siguiente subir al único camión de transporte público que hay en la región.
La temperatura no mayor a los dos grados centígrados obliga a los pasajeros a ir envueltos en cobijas. Pero ni eso los libra del polvo del semidesierto que se mete hasta en las orejas. No hay árboles, pájaros, arbustos, piedras que detengan la arena que el viento levanta. Es un camino de arena blancuzca -a veces apelmazada- sin principio ni fin. La travesía hasta Río Grande, sobre la carretera federal número 45, dura tres horas. Todavía restan cuatro para llegar a Torreón.
Volvió a pasar el tren en agosto, pero sólo una vez por semana. Sale los viernes a las tres de la tarde de Cañitas de Felipe Pescador, un municipio a 40 kilómetros de Fresnillo, que es un poco el fin del mundo. Hasta ahí llega el camino asfaltado, el autotransporte, los médicos y las medicinas, el agua corriente... Avanza hasta Torreón, donde arriba poco antes de las 22 horas si no hay contratiempos. Si los hay, la llegada puede ser a las 12 de la noche.
Esos mismos vagones, con algunas ventanas rotas, esperan en la estación de Torreón para ir de regreso el domingo a Felipe Pescador. El horario es una preocupación recurrente entre quienes viajan. "Si saliera de Torreón a las 12 del día no se nos haría de noche. No es justo venir a oscuras" (el sistema eléctrico de los vagones no funciona), dice Cecilia Cardiel, la maestra de la telesecundaria de La Colorada, una de las últimas estaciones antes de Felipe Pescador.
El tren no sólo va dejando en el camino a los maestros de la zona. También lleva a dos médicos y dos enfermeras. Son parte de una brigada médica enviada por el gobierno del Estado a esas comunidades. Pero ellos son recogidos el jueves por una camioneta. Así que nadie se puede enfermar el fin de semana porque si el asunto es grave, se muere.
Las parturientas son las que más sufren "si se les ofrece un sábado hay que llevarlas en camioneta las siete o nueve horas de terracería que las separan de Torreón, algunas no alcanzan a llegar", comenta doña Cuca, quien "levantó" a sus ocho hijos de "vender gorditas y pan en el tren".
María del Refugio, Cuca, es el alma del único vagón que todavía trae pasajeros ?los dos se llenaron en Torreón pero se van vaciando en cada estación?. Conoce a todos. Avisa con discreción que una de las mujeres que acaba de bajar es la hermana del cacique regional, Vicente Pérez, ex presidente de Mazapil, el municipio al que pertenecen varias de las comunidades de la zona. El es el dueño del único camión que sale de estación Camacho y también de la tienda más grande, "donde se consigue de todo lo que da el DIF estatal; les vende a las señoras las despensas en 15 pesos si barren el rancho". Y también reparte los vales de cemento que reparte el gobierno, mismos que sólo se canjean en su tienda.
A Cuca le molesta que la hermana del cacique tenga "la desvergüenza de viajar en el tren" porque "no nos apoyaron durante el bloqueo", al contrario, "decían que andábamos de revoltosas". El camión de Vicente Pérez empezó a salir de estación Camacho cuando dejó de pasar el ferrocarril: "A veces iba bien lleno, con la gente parada. Le resultaba un buen negocio".
Pero ya se debe bajar; apurada pide que "alumbren" para poder jalar todos "los encargos" que le dieron en Torreón algunos familiares de quienes viven en Opal. Alcanza a gritar: "¡Dígale a Fox que no la riegue! Quitar el tren es como cortarnos las piernas". Y brilla en la oscuridad el metal que lleva en uno de los dientes.
Quienes van a La Colorada se preparan para el descenso. De ahí a Felipe Pescador ?un promotor del ferrocarril de principios de siglo? es una hora de penumbra y silencio. Afuera, sólo la luna acompaña al tren hasta que alcanza las luces de la estación.