LUNES 18 DE DICIEMBRE DE 2000

 


Ť Hermann Bellinghausen Ť

La edad de piedra

Aunque el mundo del futuro pueda ser inalámbrico y perfecto, cuando el control remoto haya sido finalmente domado, hoy por hoy se vive en un enredijo de cables y alambres que conectan con alguien o algo. Y en todo caso, la anunciada era inalámbrica no será sino la de la conexión integrada, el circuito cerrado y el autismo.

Al Flash se le paraban los pelos de pensarlo, y de entrar cada mañana a la oficina donde para existir las personas entrelazaban sus cables individuales y colectivos al auricular, la televisión, la computadora, el mouse, la música, los audífonos, los baffles, la cafetera, las luces, el reloj digital del checador, la parrilla, el horno de microondas, el refrigerador, la video, la rasuradora, la secadora, la centrífuga, el cargador de baterías, la cerradura fotosensible, el sistema analítico, los archivos, la alarma de incendio, cada instrumento de uso, uf, electrodos en el cerebro y en la punta de los nervios.

Una mañana alguien, quizá la radio, había puesto música qwalli, por fortuna. En los pasillos y la sala de juntas se notaba que la noche anterior hubo fiesta pues las serpentinas, el celofán de las papitas y los cacahuates, unos globos marchitos, restos de Presidente en vasos de poliuretano ahogados en colillas. Era fama que los del segundo turno se divertían más, y al Flash eso le parecía bien por ellos.

Debía redactar un informe para el jefe de departamento, que hasta eso se portaba cuate, pero llegadas las "deadlines" se volvía irreconocible, un obseso de la entrega, y ahí tienen al Flash, para sus pulgas, aguantándolo.

Ocupó el cubículo, apagó el clima, abrió la ventana, se sentó en su muelle silla giratoria. Miró alrededor. ƑCuántos metros de cables iba a necesitar para trasmitir el informe a una persona a pocos cubículos de allí? ƑQué servidumbre tecnológica era esa? Y plin, la pantalla resplandeció, el sintetizador basal encendió en automático y la procesadora inició el análisis combinado de las últimas muestras.

A la luz neón le temblaban los filamentos encima del Flash (tan esquelético individuo que de chavito le decían El Flais; eso explica, Ƒno?); aureolado por la cintilación de foquitos y celdillas en las carátulas de los aparatos, el conjunto le volvía borrosa la presencia física, casi transparente para fines prácticos. Pugnó por enchufarse.

"ƑCómo vas, camaleón?", le preguntó por mail Regina, que trabajaba dos pisos más arriba y le traía ganas al Flash. El se hacía pato. "Esta ligona ha de querer chatear", pensó, y la sola palabra "chatear" le dio horror y necesitó un buen sorbo de Sprite para no vomitarse.

No que no le gustara Regina, pero tanto alambre la hacía inaccesible. Podría interesarle. "Es chula, parece señorita y tiene un cerebro bastante desarrollado. Pero, uf, nada más pensarlo". Las ilusiones del Flash eran pobres, prehistóricas, lejos del berenjenal de cables, y para una mujer moderna como Regina, desconectarse hubiera sido como irse de misionera al país de los caníbales. Qué vida se podían ofrecer uno al otro.

"Ahí la llevo, mi querida flor de switch", tecleó en el cuadrito de reply, y salió para no entramparse en una conversación virtual. De inmediato ingresó la hiperpágina de mierda a ver si se le aclaraban las ideas. Y le vino en cambio su pasado más oscuro, un recuerdo de Clara. Esa mi Clara Schumann, le decía con admiración El Flash hará unos años. Si no hubiera sido casada. No le importaban los once años que ella le llevaba, ni los tres niños que debía dormir antes de abrirle la reja de la acequia las noches que la visitaba, saboreando con emoción las mieles y las nieves de limón del adulterio.

Con ella se entendía, pero nunca iba a seguirlo. Las esperas de amante, sujetas a la agenda y los altibajos del matrimonio ajeno lo acabaron humillando. Demasiada incertidumbre, demasiados plantones, demasiados "por favor comprende", demasiado pocas , y cortas, las noches, "los niños ya se van a levantar", el marido regresaba del viaje o su hermana venía a desayunar.

Tecleó enter para quitarse a Clara de la cabeza. Quería largarse, mandar el dichoso informe a volar. Odiaba el "hubiera", pero si hubiera en el cajón alguna droga inteligente para animarlo. Siempre pasó de la cocaína y el café, que era lo que servían en la oficina. Bueno, para la coca los técnicos se encerraban en el baño, por aquello de los rituales.

Qué miseria. Cables para establecer contacto de cualquier tipo, y sustancias huecas para cargar las pilas. "Sáquense", masculló en un arrebato. Aventó el mouse. Rodaron zips y diskets.

Ni apagó la pantalla. Que se proteja sola, salió pensando. Agarró su chaqueta y vámonos. El jefe asomó al pasillo y lo espetó: "Gordon, Ƒya mero? Nada más a usted lo estoy esperando". Al Flash le importaba un cuerno. Timbró el elevador. Antes que reaccionaran los de seguridad y la recepcionista, las puertas mecánicas cerraron y El Flash salió de cuadro.

Así se supone que son las crisis de edad, Ƒno? De la punzada, la adolescencia, los 25, los 30, los 40, etcétera. Uno parece que revienta. Pero la del Flash era una crisis de conciencia y modernidad. Caminó fuera del edificio inteligente y tras calles, rampas, puentes, parques, tiraderos, camellones, y ejes, no paró hasta su casa.

Anduvo mucho. Cuando llegó había oscurecido. Abrió el departamento. Llamó: "ƑHay alguien?", por imitar esa canción en que Laurie Anderson platica con su cerebro y no le sorprende que nadie responda, pues nadie más vive ahí. Encendió una vela. No volvería a pagar las cuentas del teléfono, la tarjeta, el telecable y la luz. Regresaría a la única edad que no hace crisis, la de piedra. Cuando se le antojara algo de música, ensoñaría con Clara al piano (las nuevas generaciones necesitan la aclaración de que los Steinway son "acústicos" y se usan desenchufados). Su rostro de diosa a flote, las manos sobre el teclado, como la Dama del Armiño blanco sobre blanco, exquisitos dedos largos, eléctricos por sí solos, sonando a Rachmaninoff, Debussy, o por qué no, Schumann. Y Clara, la sensación de su presencia. Clara. Y cero alambres.