DOMINGO 17 DE DICIEMBRE DE 2000

 


Ť Carlos Bonfil Ť

Mi encuentro conmigo

El sello de la casa Disney está presente desde el título original de la cinta (escamoteado en la publicidad y en los créditos iniciales): Disney's The Kid. Al parecer, había que aclarar -como si eso fuera necesario- que el más reciente vehículo promocional del actor Bruce Willis nada tenía que ver con el clásico The kid (1921), de Charles Chaplin. El título en español, Mi encuentro conmigo, sugiere, con mayor tino, el tono de parábola fantástica, vagamente perturbadora, finalmente dulzona y tranquilizante, que domina en este nuevo viaje por el tiempo, donde un niño viaja treinta años, desde la florida época hippie (1968) hasta finales de siglo, para toparse consigo mismo y descubrir el desastre existencial en que se ha convertido.

Este desastre lo encarna, inmejorablemente, el maniático obsesivo Russ Duritz (Bruce Willis), consultor de imagen, yuppie tiránico, seductor y workoholic: un tipo tan desagradable como el personaje de Jack Nicholson en Mejor imposible, redimible sin embargo por el encuentro con su yo de hace tres décadas y por su joven enamorada (Emily Mortimer, Scream 3), quien naturalmente sabe vislumbrar, con incuestionable sagacidad femenina, al niño encantador que se esconde detrás del antipático cuarentón. La película no ofrece mayores sorpresas (el lector puede desde ahora adivinar el desenlace), ni tampoco efectos especiales, ni rayos cósmicos que en alguna noche de tormenta altere las frecuencias y coordenadas del tiempo, como en la reciente Desafío al tiempo (Frequency), mucho más llamativa y entretenida. Sin embargo, entre las pocas sorpresas, figura una, insuficientemente aprovechada: la presencia de Lily Tomlin como secretaria del cinco o siete veces patán (jerk) Russ que la martiriza todo el tiempo. Tomlin posee un estupendo repertorio de réplicas, de humor ácido y malicioso, que la emparenta, por ejemplo, con Thelma Ritter, la enfermera de James Stewart en La ventana indiscreta (Hitchcock, 1954). Otra sorpresa es haber elegido para el papel de Rusty, el Russ de ocho años, a Spencer Breslin, un niño de escaso atractivo físico, un obeso devorador de comida chatarra, es decir, lo que menos puede prefigurar al atractivo galán que treinta años después cultivará su figura en el gimnasio y su apariencia externa con trajes de dos mil dólares. Su profesión de consultor/diseñador de imagen, aplicada así a su propio caso, ofrece óptimos resultados. El colmo para este consultor de carácter irascible es confrontar su yo infantil con defectos físicos y carácter pusilánime. Al corregir y rediseñar Russ esa imagen, en un nuevo viaje por el tiempo, todavía más inverosímil, el director John Turtelaub asesta de paso la lección de cómo triunfar en la vida aprendiendo desde chico a defenderse de niños abusivos y pendencieros. Toda esta enseñanza lleva más el sello de Spielberg que el de Disney, desde la efectista pista sonora de Marc Shaiman hasta la insistencia de símbolos como la avioneta que remite al sueño vocacional infantil, o la luna con sus tonalidades anaranjadas que ningún adulto, lector del Wall Street Journal, puede llegar a explicar. Spielberg factory: de Siempre a E.T., el extraterrestre, con un ligero toque de Karate kid.

Mi encuentro conmigo insiste en la revelación existencial que el cine hollywoodense ha venido prodigando a lo largo de décadas de entretenimiento familiar, desde las comedias de Fred Mc Murray (El profesor Voligoma) hasta los inefables desfogues llorosos de Robin Williams: los hombres serían mucho mejores si tan sólo dejaran salir al niño adorable que llevan dentro. Los responsables de esta cinta parecen haberlo hecho; el resultado no es la mejor prueba de que tal hipótesis sea cierta.