SABADO 16 DE DICIEMBRE DE 2000
Ť Luis González Souza Ť
EU: Ƒprincipio del fin?
Todo indica que la democracia a la americana llegó a su límite. Sólo cinco personas, y jueces no muy jóvenes, terminaron por decidir quién será el próximo presidente del país que pretende gobernar al mundo entero. Los electores estadunidenses, más de 200 millones, tendrán que esperar otra ocasión para ejercer el derecho político más elemental, que es la elección de sus gobernantes.
De ese tamaño es la crisis moral, política y cultural de EU (en lo económico dicen que todo va muy bien). Y de ese tamaño es la osadía -y la afrenta correspondiente- de imponer a escala global un modelo de democracia que ni siquiera alcanza para obedecer el mandato electoral de su propia sociedad. Voto por voto, quien ganó fue el demócrata Al Gore, por más de 300 mil sufragios. Pero con el truculento juego de los "votos electorales", el republicano George Bush Jr. resultó el triunfador. Cosa que sólo había ocurrido un par de veces en siglos anteriores, pero que ahora arroja un costo ya impagable en términos de credibilidad democrática.
Y es que, aparte de engañoso, el resultado electoral en EU rebasó digamos su "tasa histórica de minifraudes". Ahora es del dominio público que no todos los votos se cuentan, porque bastaban los "muestreos" y las "tendencias". Y ahora eso fue motivo de un escándalo agigantado por el desnudamiento de prácticas abiertamente fraudulentas (boletas defectuosas, conteos tramposos, votos ilegales y un largo etcétera).
Tantas bolas se hizo este engrudo que la disputa terminó en algo groseramente elemental: Ƒtendría o no validez un nuevo conteo de los votos? Hasta las cortes tuvieron que intervenir y para colmo ni siquiera ellas lograron una respuesta de consenso. Más tardó la Corte Suprema de Florida en dar luz verde al recuento de votos, que la Suprema Corte de la Nación en ponerle luz roja.
La puntilla fue devastadora, ya no sólo para los valores democráticos, sino para la cultura de legalidad y civismo. En lugar de un dictamen institucional directo y claro, la elección acabó resolviéndose por una "tirada de toalla". Cual berrinchudo boxeador a cuyo rival no le castigaron sus "golpes bajos", Al Gore, luego reforzado por el mismísimo presidente en funciones, se despidieron de la contienda con un punzante cuestionamiento a la imparcialidad de la Suprema Corte de la Nación, hasta entonces intachable, intocable, o algo parecido. Por separado, Gore y Clinton dijeron no estar de acuerdo con el fallo de la Suprema... pero lo aceptaban.
Así se añade un peso supercompleto a la larga lista de víctimas atribuibles a la contienda electoral de este mítico año 2000. Sabiamente, la Suprema Corte se había cuidado de intervenir muy poco en asuntos electorales. Esta vez se animó a intervenir, y en serio: ni más ni menos que para decidir, por primera vez en la historia de EU, quién será su presidente. Pero también en serio, perdió. Su fallo no convenció ni siquiera al actual presidente del país, y en cambio dañó seriamente su largamente labrada aureola de imparcialidad.
De tiempo atrás, tanto el Poder Legislativo como el Ejecutivo vienen sufriendo serios cuestionamientos. Ahora el orgulloso y vital equilibrio de poderes luce más bien como un equilibrio de abolladuras, a su vez montado en un peligroso tobogán de incalculables choques y desequilibrios politiqueros, o simplemente partidistas.
A ello hay que agregar muchas otras víctimas de esta tormenta electoral. Por ejemplo, la credibilidad de los medios informativos que se precipitaron al anunciar un ganador el mismo día de la elección. O la bancarrota de un bipartidismo más capaz de generar guerras electorales que consensos. O el insostenible cascarón bipartidista de algo que, en el fondo, ahora sí parece una dictadura unipartidista. O el alto grado de envenenamiento mercantilista correspondiente a éstas, las elecciones más caras y sin embargo las menos creíbles.
Todo ello revela problemas viejos y profundos. Si se atienden bien y rápido, las elecciones del 2000 tal vez sólo pasarán a la historia como el fin de una democracia harto desgastada. De lo contrario podrá ser el fin de una potencia. Lo indudable es que debería ser el fin de cualquier mesianismo democrático.