LUNES 11 DE DICIEMBRE DE 2000

 


Ť Hermann Bellinghausen Ť

A solas con el horizonte

Al otro lado del parabrisas trascurre impávido el paisaje del camino, larga línea recta hacia ninguna parte. Un párpado abierto es la masa de nubes y otro párpado las montañas lejanas. El globo del sol, muy amarillo, desciende crecido por los vapores de la tarde. Las cosas pierden forma. De pronto, el peso de las apariencias está en la bruma dorada a ras de la tierra, y la tonalidad rosa confundida que arriba se avioleta y aclara.

"Pérate", se dice El Flash (como sus conocidos apodan al "señor" Gordon), y como de casualidad le viene a la conciencia una gana de orinar. El retrovisor captura el pesado cielo color cobalto que deja a sus espaldas, el promontorio en la cresta del camino donde el sol pega todavía con claridad y la silueta de un hombre que atraviesa arreando un animal. "Los objetos están más cerca de lo que aparentan", reza, en inglés, el espejito del carro. En la hondonada la noche asoma, pero muy despacio.

Los guijarros salpican y crepitan al frenarles encima las llantas a un lado de la carretera. Gordon abre la portezuela y, como si fuera una señal, una parvada de garzas despega entre las vacas que pastan en la milpa, marchita de invierno. A oleadas sobre su cabeza se forma y aleja un bumerán de garzas.

El Flash avanza, la mano en el zíper y la vista en el primer arbusto, cuando las vacas cebú echan a correr con inusual gracia y trotan, apenas discernibles en el dorado oscuro de las cosas en este momento, el más barroco de la luz. Qué les pasa, piensa, a estas vacas. Qué las espantó, si están bien lejos.

Impacientes, la vejiga y su clavija demandan atención. Y del epicentro de las vacas brota un halo grueso de arcoiris. A la par del bajo alivio, El Flash barre con la vista la columna de los colores que se curvan en lo alto. Completa el cuadro en el extremo último del valle, donde alcanza a cerrarse en semicírculo el portal del arcoiris. A él no le da por maravillarse, ni se fija en la naturaleza, le caga el arrobo, se cree un duro de pelar.

Gordon da un giro en redondo y sus ojos beben sin querer el panorama radiante, cegador. A solas con el horizonte, acepta, y sonríe de innecesaria satisfacción. No hace calor, ni frío. Sopla una fragancia seca, como se dice de vinos y jereces. Los sonidos de la tarde, tan borrosos como la vista, parecieran invadidos por la calidad de bruma que tiende el sol poniente.

El calor del suelo y el polvo del polen producen en la luz un efecto perturbador. Las garzas completan su ronda, y regresan para alinearse entre la majada ya en calma. Blancas como espadas, las garzas se disciernen mejor que las vacas pardas y borrosas, le parece a Gordon.

Lo sólido es la atmósfera, y ya nada más falta que aparezca un campesino con cayado para tener una estampa de Millet, aunque los colores violentos del aire que evapora al arcoiris harían pensar en Turner, y cuál, si aquí no hay costas.

La caída del sol tras los cerros vence al cielo con una nueva descarga de luz. El sopor que está por inundarlo libera a El Flash. Pasó el momento. ƑQué momento? Pues ése, en el que nada parecía nada en el oro del resplandor. Gordon decide regresar al carro y dejarse de cosas, y para su sorpresa, lo encuentra más lejos de lo que creyó dejarlo. Ha de ser que caminó unos pasos sin noción ni rumbo, lo más parecido a flotar, piensa, una vez que recupera la serenidad de la conciencia.

Un zorrito de cola marrón y negra cruza la cinta asfáltica y salta la cuneta con la rapidez silvestre que no inhibe su carrera. "ƑDónde quedó la llave? Ah, sí, pegada". Se sube. Arranca. Y como si con encender los faros del carro precipitara la noche, la emprende a oscuras por las rutas del ir que es un venir y lo será siempre.