La Jornada Semanal, 10 de diciembre del 2000 

Friedrich Nietzsche
 
 

Sobre la verdad y la mentira
 
 
 

Las hermosas palabras del Nietzsche joven, traducidas por primera vez de manera directa del alemán al español gracias al Instituto Goethe y a los señores Bernd M. Scherer y Arturo Saucedo, testimonian la gran aventura de reflexionar sobre los desarrollos del pensamiento europeo y sus relaciones con la verdad, la mentira, el lenguaje y el silencio. Publicamos, además, tres fragmentos póstumos en los cuales brillan el amor por el mundo clásico, la admiración por Empédocles y el deseo de unir a la cultura alemana con el mundo clásico griego. Advertimos a nuestros lectores que las anteriores traducciones al español fueron tomadas del francés y que los textos aquí presentados no sufrieron "arreglitos" familiares.






En algún apartado rincón de ese universo titilante, derramado en forma de innumerables sistemas solares, existió una vez un astro en el que animales inteligentes descubrieron el conocimiento. Constituyó el minuto más arrogante y más falaz de la "historia universal": empero, sólo fue un minuto. Tras unas cuantas inhalaciones de la naturaleza, la estrella se congeló y los animales inteligentes hubieron de morir. Alguien podría inventar una fábula así y, de todos modos, no expondría de manera suficientemente ilustrativa de qué manera tan lamentable, tan vaga y fugaz, tan inútil y arbitraria se manifiesta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existió y, cuando vuelva a dejar de existir, no habrá ocurrido nada. Porque para este intelecto no hay ninguna otra misión que vaya más allá de la vida humana. Es exclusivamente humano y sólo su poseedor y creador lo asume de una manera tan patética como si giraran alrededor de él las bisagras del mundo. Pero si pudiéramos entendernos con el mosquito, nos daríamos cuenta de que también él navega en el aire con este mismo pathos y siente en sí el centro volador del mundo. Nada en la naturaleza es tan insignificante y despreciable que mediante un pequeño soplo de la fuerza del conocimiento no pueda inmediatamente inflarse como un odre. Y así como cualquier cargador quiere tener quien lo admire, así supone el más orgulloso de los hombres, el filósofo, que desde todas partes los ojos del universo se posan en forma telescópica sobre su actuación y su pensamiento.

Resulta curioso que el intelecto logre llevar esto a cabo, cuando ha sido proporcionado únicamente como elemento de apoyo para asegurar un minuto la existencia de los seres más infelices, frágiles y efímeros; una existencia de la cual, sin dicho aditamento, tendrían motivo de huir tan rápidamente como el hijo de Lessing. Esa altivez vinculada con el conocimiento y la percepción, que coloca un velo de niebla sobre los ojos y los sentidos del ser humano, conduce a un equívoco sobre el valor de la existencia, al entrañar, en sí misma, la valoración más halagüeña del conocimiento. Su efecto más generalizado es el engaño –pero aun los efectos más aislados conllevan algo del mismo carácter.

El intelecto, como medio de preservación del individuo, despliega sus principales fuerzas a través de la simulación; porque ésta es, justamente, el recurso mediante el cual subsisten los individuos más débiles, menos robustos, a los que les ha sido negada la lucha por la existencia con una cornamenta o con la afilada dentadura de un animal de presa. Es en el hombre en el que alcanza su cúspide este arte de la simulación: en él la ilusión, la lisonja, la mentira, el engaño, el hablar-a-espaldas-de, la apariencia, el vivir-con-un-falso-brillo, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la representación teatral ante los demás y ante sí mismo, en pocas palabras, el constante revoloteo en torno de la llama de la vanidad, son de tal manera la regla y la norma, que casi nada resulta más inconcebible que entre los seres humanos pueda surgir un impulso auténtico y puro hacia la verdad. El humano se encuentra profundamente inmerso en ilusiones y ensueños; sus ojos sólo se deslizan sobre la superficie de las cosas y ven "formas"; su percepción no conduce nunca hacia la verdad, sino que se conforma con recibir estímulos y, al mismo tiempo, realizar un juego a tientas sobre el dorso de los objetos. Por añadidura, en la noche, el hombre se deja engañar en sueños durante toda la vida, sin que su sentido moral intente alguna vez impedirlo; en tanto, se asegura que existen hombres que con base en su fuerza de voluntad han logrado eliminar los ronquidos. ¿Qué sabe en realidad el hombre de sí mismo? Es más, ¿sería capaz de percibirse por lo menos alguna vez en forma integral, como colocado en una vitrina iluminada? ¡No le oculta la naturaleza la mayoría de las cosas, inclusive las relativas a su propio cuerpo para, ajeno a las circunvoluciones de sus intestinos, al rápido flujo de su sangre, a los intrincados estremecimientos de sus fibras, encadenarlo y encerrarlo en una conciencia engañosamente altiva! La naturaleza tiró la llave: ¡y ay de la funesta ansiedad de curiosear, que pretenda ver por una rendija hacia fuera de la celda de la conciencia y que ahora intuya que lo humano radica en lo inmisericorde, en lo codicioso, en lo insaciable, en lo criminal; en la indiferencia de su ignorancia y, al mismo tiempo, en estar colgado en sueños de la espalda de un tigre. De dónde, desde cualquier perspectiva, puede encontrarse dentro de esta constelación un impulso hacia la verdad!

Para subsistir ante otros individuos, en condiciones naturales, el individuo ha utilizado el intelecto casi siempre sólo para la simulación; pero como el hombre, tanto por necesidad como por tedio, desea vivir en sociedad y en forma gregaria, requiere de un acuerdo de paz e intenta, a partir de él, que de su mundo por lo menos desaparezca la más burda versión del bellum omnium contra omnes. Pero este pacto de paz trae también consigo lo que parece el primer paso para alcanzar ese misterioso impulso hacia la verdad. Es en ese momento cuando se establece lo que a partir de entonces será determinado como "verdad"; es decir, se crea una definición de la cosas uniformemente válida y vinculatoria y la normatividad del lenguaje genera también las primeras leyes de la verdad. Por primera vez en este punto surge el contraste entre verdad y mentira: el mentiroso utiliza los símbolos convencionales, las palabras, para hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, soy "rico" cuando para su condición la definición correcta sería la de "pobre". Manipula las convenciones fijadas, mediante el intercambio arbitrario o inclusive la inversión de los conceptos. Si esto lo hace en beneficio propio y en perjuicio de los demás, la sociedad ya no le tendrá confianza y lo excluirá. En ello hay que subrayar que los humanos no buscan tanto evitar el engaño, como los daños que se puedan derivar de él. A este nivel, en realidad, tampoco odian tanto el equívoco, sino las perjudiciales y hostiles consecuencias de cierto tipo de equívocos. En un sentido igualmente restringido es como el hombre quiere la verdad. Desea las consecuencias agradables de la verdad, las que propician la vida. Ante el conocimiento puro, sin consecuencias, es indiferente; ante las verdades posiblemente dañinas o destructivas puede inclusive tener una disposición hostil. Y, por encima de esto, ¿qué hay de determinadas convenciones del lenguaje? ¿Son realmente producto del conocimiento y del sentido de la verdad: corresponden las definiciones a los objetos? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de toda realidad?

Sólo en virtud de su desmemoria puede el ser humano ufanarse de ser poseedor de la verdad en el grado anteriormente descrito. Mientras no se conforme con la verdad en forma de tautología, es decir, con un cascarón hueco, trocará eternamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La representación sonora de un estímulo nervioso. Pero deducir a partir de este estímulo nervioso un motivo externo a nosotros, es ya el resultado de la aplicación equivocada e injustificada del principio de causalidad. Si la verdad, en la génesis del lenguaje, y el criterio de certeza, en las definiciones, hubieran sido los únicos elementos decisivos, ¡cómo podríamos atrevernos a decir "la piedra es dura", como si "duro" nos fuera cognoscible de otra manera y no sólo mediante un estímulo totalmente subjetivo! Clasificamos las cosas por géneros y decimos que el árbol es masculino y la planta femenina: ¡Qué transpolación tan arbitraria! ¡Qué alejada de los cánones de la certeza! Hablamos de una serpiente: la definición sólo alude a las ondulaciones propias del serpenteo; podría tratarse entonces, también, de un gusano. ¡Qué delimitaciones tan caprichosas! ¡Qué preferencias tan unilaterales para señalar ora una, ora otra de las características de una cosa! Cotejadas unas con otras, las lenguas evidencian que con las palabras nunca se trata de la verdad, nunca es cuestión de la expresión adecuada; de otra manera no existirían tantas lenguas. El "objeto en sí mismo" (y ésta sería justamente la verdad pura, sin derivaciones) es también inasible para el creador del lenguaje y , por lo tanto, no merece siquiera el esfuerzo. Él designa únicamente la relación de los objetos hacia los hombres y, para darles expresión, recurre a las más atrevidas metáforas. ¡Transformar inicialmente un estímulo nervioso en una imagen! Primera metáfora. ¡Retransformar esta imagen en un sonido! Segunda metáfora. Y, cada vez, trasponer por completo una esfera, para entrar en otra totalmente diferente y nueva. Uno puede imaginarse a un hombre completamente sordo, que nunca ha percibido el sonido y la música: cómo se asombra éste ante las figuras sonoras de arena de Chladni y descubre que se originan en las vibraciones de los instrumentos de cuerda; y, a partir de ello, jura que ahora sí conoce lo que los humanos llaman "sonido". Así nos pasa a todos con el lenguaje. Cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores, creemos que conocemos algo propio de estas cosas y, sin embargo, no poseemos más que sus metáforas que no corresponden para nada a la sustancia original. Tal como el sonido de las figuras de arena, así se manifiesta la enigmática "X" de las cosas primero como una estímulo nervioso, luego como una imagen y, finalmente, como un sonido. En todo caso, no se procede de forma lógica en la elaboración del lenguaje; y todo el material en el que y con el cual posteriormente trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de una pura y simple fantasía, en todo caso no de la esencia de las cosas.

Pensemos particularmente en la formación de los conceptos: toda palabra se convierte inmediatamente en concepto, en tanto no corresponda al recuerdo de una experiencia original única e individualizada, a la que debe su surgimiento, sino a que pueda adaptarse, al mismo tiempo, a casos más o menos similares, en rigor nunca iguales, es decir a numerosos casos desiguales. Todo concepto surge al igualar lo que no es igual. Tan cierto como que una hoja nunca es igual a otra, es igualmente cierto que el concepto hoja se conforma a partir de la prescindencia arbitraria de estas diferencias individuales, por el olvido de lo diferencial; esto crea la impresión de que en la naturaleza, más allá de las hojas, existiese algo así como "la hoja", una especie de forma primigenia según la cual todas las demás hojas serían urdidas, dibujadas, delineadas, coloreadas, onduladas, decoradas, pero por manos poco diestras, de tal manera que ningún ejemplar resultara, de manera confiable y correcta, una copia fiel de la forma original. Decimos de una persona que es honrada; ¿por qué ha actuado tan honradamente hoy? preguntamos. Nuestra respuesta suele ser: a causa de su honradez. ¡La honradez! Esto significa otra vez: la hoja es el origen de todas las hojas. No sabemos en realidad nada de una cualidad esencial denominada honradez, pero sí de numerosas acciones individualizadas y, por lo tanto, diferentes, a las que igualamos al dejar de un lado su desigualdad y a las que, entonces, denominamos como acciones honradas. Finalmente, a partir de ellas, formulamos una qualitas occulta, a la que damos el nombre de honradez.

El pasar por alto lo individual y lo real nos proporciona el concepto, como también nos proporciona la forma; la naturaleza, por el contrario, no sabe de formas ni de conceptos, es decir tampoco de géneros, sino sólo de una, para nosotros, inaccesible e indescifrable "X". Porque, igualmente, nuestra contraposición de individuo y de género es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas, aunque no nos atrevamos a decir que no existe tal correspondencia: esto sería una afirmación dogmática y, como tal, tan indemostrable como su contraparte.

¿Qué es entonces la verdad? Una multitud de metáforas, metonimias y antropomorfismos en movimiento; en síntesis, una suma de relaciones humanas que fueron poética y retóricamente acrecentadas, interpretadas y adornadas, y que, a fuerza de su prolongado uso, a un pueblo acaban por parecerle firmes, canónicas y vinculantes: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas gastadas que han perdido su fuerza sensitiva; monedas que han perdido su inscripción y ya sólo se ven como metal, no como monedas. Y seguimos sin saber, todavía, de dónde proviene el impulso hacia la verdad: porque hasta ahora sólo hemos oído de la obligación de ser veraces, que la sociedad nos plantea para poder existir. Es decir, la de utilizar las metáforas usuales, expresadas desde una perspectiva moral: la obligación de mentir conforme a un firme convencionalismo; mentir colectivamente, de una manera vinculatoria para todos. Pero el hombre, ciertamente, olvida que esto es lo que hace. Al mentir de la manera descrita, lo hace inconscientemente y, luego de habituarse durante siglos, justamente a través de esta inconsciencia, de este olvido, llega a la sensación de la verdad. El sentirse obligado, de acuerdo con esta impresión, a calificar una cosa de roja, otra de fría y una tercera de muda, despierta una sensación moral que remite hacia la verdad: a partir de la antítesis del mentiroso, al que nadie cree y al que todos excluyen, colige el ser humano la honorabilidad, confiabilidad y utilidad de la verdad. En consecuencia, como ser razonable, ahora somete su actuación al dictado de las abstracciones: ya no soporta ser arrebatado por impresiones repentinas, por percepciones sensoriales; primero homogeneiza todas estas impresiones bajo conceptos, mucho más descoloridos y fríos, para luego uncir a ellos el carro de su actuación y de su vida. Todo lo que distingue al hombre del animal depende de esta capacidad para sublimar las metáforas perceptivas en un esquema; es decir, para disolver una imagen en un concepto. En el ámbito de esta esquematización resulta posible algo que nunca se podría lograr a partir de las primeras impresiones perceptivas: construir un orden piramidal según castas y grados; un nuevo mundo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al mundo perceptivo de las primeras impresiones como más firme, más generalizado, más conocido, más humano y, por tanto, como regulador e imperativo. En tanto que la metáfora perceptiva es individual e irrepetible y, por ello, escapa a cualquier clasificación, la gran estructura de los conceptos muestra la rígida simetría de una columnata romana y su lógica exhala la severidad y la frialdad que le son propias a las matemáticas. Quien reciba el soplo de esta frialdad, casi no podrá creer que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y sustituible como éste, es sólo el residuo que queda de una metáfora; y que la ilusión de la transpolación artística, de un estímulo nervioso en imagen, si no es la madre, sí es la abuela de cada uno de los conceptos. Dentro de este juego de dados de los conceptos, "verdad" significa, empero, utilizar cada dado como está indicado: contar con precisión sus puntos, construir las jugadas correctas y nunca atentar contra el orden de castas o la sucesión de los rangos. Así como los romanos y los etruscos dividieron su cielo mediante rígidas líneas matemáticas y en este espacio delimitado, a modo de templo, confinaron a un dios; así, también, cada pueblo tiene sobre sí un cielo conceptual matemáticamente distribuido y entiende que, ahora, bajo el imperativo de la verdad, cada dios conceptual sólo debe ser buscado dentro de su propia esfera. En este caso, se puede admirar al hombre como a un portentoso genio de la arquitectura, que logró levantar sobre cimientos movedizos y aguas corrientes, una bóveda de conceptos infinitamente complicada. Ciertamente, para sostenerse sobre estos fundamentos, la construcción debe ser como una tela de araña: tan fina como para que se la lleven las olas; tan fuerte como para no ser desintegrada por el viento. De este modo, como constructor, el ser humano se aprecia muy superior a la abeja: ésta construye a partir de la cera que recolecta de la naturaleza; el hombre, del material mucho más tenue de los conceptos, que tiene que fabricar a partir de sí mismo. En esto es realmente admirable. Pero ciertamente no lo es por su impulso hacia la verdad, hacia el simple conocimiento de las cosas.

Si alguien esconde algo detrás de un arbusto, lo vuelve a buscar ahí y también lo encuentra, no hay mucho que elogiar en esta búsqueda y en este hallazgo; lo mismo ocurre al buscar y encontrar la "verdad" dentro del ámbito de la razón. Si yo establezco la definición de un mamífero y luego de observar a un camello declaro que es un mamífero, ciertamente saco a la luz una verdad, pero ésta es de valor limitado, quiero decir, es absolutamente antropomórfica y no contiene ni un solo dato de "verdad en sí misma", real y válido universalmente, más allá del humano. El explorador de estas verdades en realidad sólo busca la metamorfosis del mundo en el hombre; lucha por una comprensión del mundo como una cosa similar al hombre y se forja, en el mejor de los casos, un sentimiento de asimilación. De manera similar a como el astrólogo observa los astros para servicio de los humanos y los vincula con su dicha y su desdicha, un investigador de este tipo contempla integralmente al mundo como asociado con el hombre; como el eco, infinidad de veces entrecortado, de un sonido primigenio del hombre; como la reproducción multiplicada de una imagen primigenia, también del hombre. Su procedimiento es colocar al humano como medida de todas las cosas, con lo cual parte del error de creer que las tiene directamente ante sí, como simples objetos. Olvida, pues, que las metáforas perceptivas originales son metáforas, y las toma por los objetos mismos.

Sólo mediante el olvido de este universo primitivo de metáforas; por el enfriamiento y endurecimiento de una masa de imágenes que brotó originalmente como líquido hirviente de la fuente primigenia de la fantasía humana; por la imbatible creencia de que este sol, esta ventana, esta mesa, son verdades en sí mismas; en pocas palabras, sólo porque el ser humano se olvida a sí mismo como sujeto y, más concretamente, como sujeto artísticamente creativo, logra vivir con cierta tranquilidad, seguridad y consecuencia. Si tan sólo pudiera evadirse un instante de la cárcel de esta creencia, se acabaría inmediatamente su "conciencia de sí mismo". Ya en sí le cuesta reconocer que el insecto o el pájaro perciben un mundo totalmente diferente al del hombre, y que plantear la pregunta sobre cuál de las dos percepciones es la más correcta carece de sentido, ya que para valorarlo se requeriría del parámetro de la percepción correcta, parámetro que no existe. En sí, me parece que la percepción correcta –es decir, la expresión adecuada del objeto en el sujeto– resulta ya un absurdo contradictorio: porque entre dos esferas totalmente diferentes, como son el objeto y el sujeto, no existe ninguna causalidad, ninguna corrección, ninguna expresión, sino, cuando mucho, un comportamiento estético; me refiero a una transferencia apenas esbozada, a la traducción trastabilleante a un idioma totalmente desconocido. Para ello, en todo caso, se requiere de una esfera y una fuerza intermedias, que gocen de libertad poética y creativa. La palabra apariencia conduce fácilmente a equívocos, por lo que trato de evitarla al máximo: porque no es cierto que la esencia de las cosas se manifieste a través del mundo empírico. Un pintor que careciera de manos y que quisiera expresar mediante el canto la imagen que vibra ante sus ojos, revelará, pese a la inversión de esferas, mucho más de la esencia de las cosas de lo que revela el mundo empírico. La propia relación de un estímulo nervioso con la imagen generada, no es de suyo indispensable. Pero si esta imagen se genera millones de veces y se transmite a través de numerosas generaciones humanas; es más, si aparece ante toda la humanidad siempre como consecuencia de la misma causa, entonces cobra para los hombres el mismo significado, como si fuera la única imagen necesaria y como si aquella relación del estímulo nervioso original con la imagen creada, constituyera una rigurosa relación de causalidad. De la misma manera, un sueño que se repite permanentemente sería percibido y considerado como una realidad. Pero el endurecimiento y anquilosamiento de una metáfora, de ninguna manera garantizan la necesidad y la justificación privativa de ésta.

Seguramente todo aquel que esté familiarizado con este tipo de consideraciones ha sentido una profunda desconfianza ante esta clase de idealismo; sobre todo, cada vez que se ha convencido nítidamente de la consecuencia, omnipresencia e infalibilidad de las leyes de la naturaleza. Y ha sacado una conclusión: hasta donde podemos abarcar, aquí todo, desde las alturas del mundo telescópico hasta las honduras del mundo microscópico, es cierto, acabado, infinito, conforme a las reglas y no tiene vacíos. Siempre podrá excavar la ciencia con éxito en estos pozos y todo lo que encuentre concordará y no habrá de contradecirse. Qué poco se parece esto a un producto de la fantasía: porque si esto fuera, en algún momento revelaría su apariencia e irrealidad. Por el contrario se puede argumentar que, si cada uno de nosotros tuviera una percepción sensorial diferente, podríamos, nosotros mismos, a veces percibir como pájaros o como gusanos o como plantas; o uno de nosotros vería el mismo estímulo como rojo, otro como azul y quizás un tercero lo captaría como sonido. Así, nadie hablaría de una normatividad de la naturaleza, sino que se le interpretaría como una figura altamente subjetiva. Además, ¿qué es en realidad para nosotros una ley de la naturaleza? No la conocemos por sí misma, sino por sus efectos; es decir en su relación con otras leyes de la naturaleza que, a su vez, sólo nos son conocidas a través de relaciones. Así, todas estas relaciones nos remiten siempre la una a la otra y nos resultan permanentemente incomprensibles en su esencia; sólo lo que nosotros aportamos, el tiempo, el espacio, es decir los elementos de sucesión y las cifras, es lo que realmente conocemos de ellas. Todo lo maravilloso, empero, que es precisamente lo que admiramos en las leyes naturales, que requiere de nuestra explicación y que nos puede llevar a desconfiar del idealismo, radica precisa y únicamente en el rigor matemático y el carácter inquebrantable de las representaciones de tiempo y de espacio. Éstas, sin embargo, las producimos en y desde nosotros, con el mismo apremio con que una araña teje su tela. Si estamos obligados a comprender todas las cosas bajo esta forma, no resulta entonces sorprendente que de todas las cosas tan sólo captemos esa misma forma: porque todas deben llevar en sí las leyes de los números y el número es precisamente lo asombroso de las cosas. Toda la normatividad que nos impresiona tanto en el curso de las estrellas y los procesos químicos coincide, en el fondo, con aquellas cualidades que nosotros mismos le atribuimos a las cosas y, con ello, nos impresionamos a nosotros mismos. De ello se desprende, en todo caso, que aquella construcción artística de metáforas, con la que se inicia en nosotros toda percepción, presupone tales formas, o sea, se consuma en ellas. Sólo a partir de la firme persistencia de estas formas primigenias se explica la posibilidad de que, con base en las metáforas, lograra constituirse posteriormente una estructura conceptual. Ésta, propiamente, es una imitación de las condiciones de tiempo, espacio y número, que hay en el ámbito de las metáforas.

Como hemos visto, en la construcción de los conceptos participó primero el lenguaje y posteriormente la ciencia. Así como la abeja construye las celdas del panal y, al mismo tiempo, las llena de miel, así ha trabajado incesantemente la ciencia en la construcción de ese gran columnario de los conceptos, en el sepulcro de la percepción sensorial, construyendo siempre nuevos y más altos niveles, apuntalando, depurando y renovando las celdas y, sobre todo, esforzándose por dar contenido a ese entramado sobrepuesto de manera colosal y ordenar, dentro de él, todo el mundo empírico; es decir, antropomórfico. Si el hombre actuante busca vincular su vida con la razón y sus conceptos, para evitar ser arrastrado y no perderse a sí mismo, el investigador construye su cabaña justo al lado de la torre de la ciencia, para poder colaborar en ella y encontrar, él mismo, protección bajo ese bastión disponible. Y ciertamente necesita de esa protección, porque hay fuerzas terribles que lo acosan constantemente y que contraponen a la verdad científica otras "verdades", conformadas de una manera totalmente distinta y con los signos más variados.

Este impulso hacia la construcción de metáforas, este instinto fundamental del ser humano, que no puede ser desechado ni por un instante, porque se estaría desechando al hombre mismo, en realidad no ha podido ser sometido y apenas controlado, por el hecho de que a partir de sus volátiles productos, los conceptos, se haya construido en torno suyo un mundo ordenado y rígido, a modo de fortaleza. Él se busca un nuevo campo de acción y otro cauce, y lo encuentra en el mito y, sobre todo, en el arte. Al plantear nuevas transposiciones, metáforas y metonimias, constantemente confunde los títulos y las celdas de los conceptos; permanentemente manifiesta su deseo de conformar el mundo real, del hombre en vigilia, de la manera tan colorida, desordenada, sin consecuencias, incoherente, encantadora y eterna como lo es el mundo de los sueños. De hecho, el hombre despierto sólo tiene conciencia de que está en vigilia, gracias a esa trama ordenada y rígida de conceptos y, por ello, llega a la convicción, al mismo tiempo, de que sueña cuando logra romper su entramado a través del arte. Pascal tiene razón cuando sostiene que, si tuviéramos el mismo sueño todas las noches, estaríamos tan ocupados con él como lo estamos con las cosas cotidianas: "Si un trabajador manual estuviera seguro de soñar cada noche durante doce horas que es rey –creo que dice Pascal–, sería tan feliz como un rey que todas las noches, durante doce horas, soñara que es artesano." La jornada de vigilia de un pueblo estimulado por mitos, como por ejemplo el de la antigua Grecia, está, gracias a la acción continua de lo maravilloso, como lo asume el mito, mucho más cerca del sueño, que la jornada sobria de un pensador científico. Si cada árbol pudiera alguna vez hablar como ninfa o un dios, bajo la figura de un toro, pudiera raptar doncellas; si la propia diosa Atenea puede ser vista de pronto, cuando a bordo de un hermoso carruaje y acompañada por Pisístrato, cruza los mercados de Atenas –y esto lo creía el ateniense probo–, entonces, como en el sueño, a cada instante todo es posible y la naturaleza entera envuelve al hombre, como si fuera una mascarada de los dioses, que se divierten engañando a los humanos, al adoptar todo tipo de figuras.

Pero el propio hombre tiene una disposición irresistible a dejarse engañar y se siente como hechizado de felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos, como si fueran verdad, o cuando el actor en el escenario representa al rey con mayor realeza de la que muestra en la realidad. El intelecto, ese maestro de la simulación, es libre y se encuentra relevado de su habitual esclavitud en tanto logra engañar sin causar daño; entonces celebra sus saturnalias. Nunca es más exuberante, rico, orgulloso, diestro y audaz. Con satisfacción creadora revuelve las metáforas y desborda las fronteras de la abstracción de tal manera que, por ejemplo, describe al torrente como la vía móvil que transporta al hombre hacia donde, de otra manera, tendría que caminar. Ha arrojado lejos de sí el signo de la servidumbre: ocupado habitualmente en la tediosa actividad de mostrarle el camino y la herramienta a un pobre individuo, ansioso de existir, o como siervo que sale a buscar la presa y el botín para su amo, ahora él mismo se ha convertido en señor y puede borrar de su semblante la expresión de la necesidad. Haga lo que haga, en comparación con su actuación anterior, todo lleva consigo la simulación, como llevaba, antes, la distorsión. Imita la vida humana, pero la toma como algo bueno y parece sentirse satisfecho con ello. Ese monumental andamiaje y entramado de tablas que forman los conceptos y al que el hombre menesteroso se aferra para salvarse a lo largo de su vida, representa para el intelecto liberado tan sólo un entarimado y un juguete, para llevar a cabo sus más audaces malabares. Y si lo desbarata, lo revuelve y luego lo reconstruye en forma irónica, uniendo lo más ajeno y separando lo más cercano, entonces evidencia que ya no requiere de ese expediente de la necesidad; y que ahora se guía no por los conceptos, sino por la intuición. De estas intuiciones no parte ningún camino regular que conduzca hacia la tierra de los esquemas ficticios o de las abstracciones: para ellas no está hecha la palabra; el hombre enmudece cuando las ve o habla en puras metáforas prohibidas o con inauditas cadenas conceptuales. Aunque sea mediante la destrucción o el escarnio de las viejas barreras conceptuales, intenta corresponder creativamente al efecto de la poderosa intuición del presente.

Hay épocas en las que el hombre racional y el hombre intuitivo se encuentran a la par, el uno temeroso de la intuición y el otro desdeñoso de la abstracción; el primero tan irracional, como el segundo insensible al arte. Ambos quieren dominar sobre la vida: éste en cuanto sabe enfrentar sus principales necesidades mediante la previsión, la inteligencia y el orden; el otro, en tanto "paladín de la ultrafelicidad", que no ve estas necesidades y que sólo toma por real la vida adaptada para la belleza y la apariencia. Cuando en algún momento, como en la Grecia antigua, el hombre intuitivo maneja sus armas con más fuerza y capacidad de triunfo que su contrincante, puede con suerte conformarse una cultura y cimentarse el predominio del arte sobre la vida; la simulación, la negación de la necesidad, el brillo de las percepciones metafóricas y, en general, esa inmediatez de la falacia, acompañan todas la expresiones de una vida de esta naturaleza. Ni la casa, ni el caminar, ni el vestido ni el cántaro de arcilla denotan que hayan sido forjados por la necesidad; tal parece como si en todos ellos se expresara una excelsa felicidad, una olímpica serenidad y, a un mismo tiempo, un jugueteo con lo serio. Mientras que el hombre que se guía por conceptos y abstracciones sólo logra a través de ellos defenderse de la desdicha, sin ser capaz de arrancarles la dicha; mientras que procura desterrar los más posible el dolor; el hombre intuitivo, ubicado en el centro de una cultura, obtiene de sus intuiciones, además de una protección frente al mal, un constante flujo de esclarecimiento, alegría y liberación. Ciertamente, cuando sufre, lo hace de manera más intensa; de hecho, sufre más seguido, porque no sabe aprender de la experiencia y siempre vuelve a caer en la misma fosa en la que ya cayó. Por lo tanto, es tan irracional en la dicha como en el dolor; grita a voz en cuello y no encuentra consuelo. ¡De qué manera tan diferente se comporta ante la misma desgracia el estoico, el hombre que ha aprendido de la experiencia y que se maneja por los conceptos! Él, que sólo busca la honestidad, la verdad, la liberación de las fantasías, la protección ante cualquier ataque de seducción, lleva a cabo en el dolor su pieza maestra de simulación, al igual que el otro lo hace en la dicha. No muestra un rostro humano que gesticula y tiembla; no grita y ni siquiera altera el tono de su voz. Cuando una verdadera tormenta se abate sobre él, se envuelve en su abrigo y se aleja a paso lento, debajo de ella.

Traducción de Felipe Segura