La Jornada Semanal, 10 de diciembre del 2000 

Elsa Cross
 
 

Nietzsche y la academia
 
 
 
 

Este texto de la poeta Elsa Cross –leído en el coloquio Cien años sin Nietzsche , que organizó la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM– gira en torno a El nacimiento de la tragedia, primer libro publicado por el joven iconoclasta. Con él, Friedrich comienza su larga tradición de ir más allá de los límites de todo formato académico para perseguir, más con la intuición que con la metodología filosófica, las que serían sus ideas centrales, principalmente en este texto la pregunta "¿qué es lo dionisiaco" y sus diversas respuestas, que se convierten en el peligroso hilo conductor de su obra, "con un extremo atado a la entrada del laberinto, y el otro, a la locura". La metodología nietzscheana deriva en poesía más que en filosofía. Si Nietzsche ha trascendido por su frase "Dios ha muerto", ésta tiene su antecedente en la línea que remata el segundo "Fragmento póstumo" (que reproducimos en la página cinco): "El gran Pan ha muerto." En realidad lo que Nietzsche hizo, empezando por El nacimiento de la tragedia, fue sustentar un deceso más espectacular y doloroso para la pomposa clase intelectual alemana: "La filosofía ha muerto", grita sin alzar la voz.





Al publicar El nacimiento de la tragedia en diciembre de 1871, Nietzsche posiblemente no calculó que ese primer libro le iba a provocar una ruptura tajante y definitiva con su mundo académico. Aunque el libro no intentó ser un desafío directo, no podía esperarse otra cosa, si pasaba por alto una metodología científica, ofrecía una interpretación que ignoraba o ponía en ridículo las tesis de venerables profesores como Winckelmann, y se atrevía a plantear una visión del mundo griego y de la tragedia que no avalaban siquiera medianamente los textos antiguos. Demasiado para cualquier ámbito académico, ya no digamos el alemán.

La furia y el menosprecio que el libro desencadenó en ese medio, Nietzsche habría de sufrirlos por el resto de su vida. Pero es posible que ni él ni sus atacantes imaginaran que esa obra, que pretendía ser un trabajo de filología clásica, fuera a tener más tarde tanta repercusión en otros campos, como el filosófico. Y tocar esto nos lleva a esa zona de niebla donde es imposible distinguir qué disciplina se proponía Nietzsche cultivar –y desde dónde lo leemos nosotros. Él no establece ningún compromiso con una disciplina u otra, y no se casa con ninguna; cuando dice ser un psicólogo quizá esté indicando que no le interesa ser contado entre los filósofos.

Desde El nacimiento de la tragedia Nietzsche rebasa los límites y las normas metodológicos, así como los temas pertinentes a una disciplina específica. No es obviamente un académico ni un profesor, pero algo impulsa en él una creatividad incesante, que lo rebasa incluso a sí mismo, y dará como resultado la formulación de esas cuatro o cinco ideas filosóficas que han ido cobrando cada vez más peso.

Es difícil calcular todavía el alcance que este pensamiento seguirá teniendo en el siglo XXI. Pero lleva mucho vuelo. Me gustaría contar con una estadística de los libros sobre Nietzsche –y también de las nuevas traducciones y ediciones de sus propias obras– que han aparecido en los últimos veinticinco años, en comparación con los veinticinco anteriores. La discusión filosófica que suscitan está muy lejos de agotarse, y se puede observar cómo algunas de sus ideas, que en su momento se consideraron como delirios de un orate, han tomado forma. No la que Nietzsche quizá imaginaba, y esto tampoco ha ocurrido como resultado de lo que él escribió. No deja de resultar extravagante e incómodo, aun ahora, que insistiera en llamarse profeta, pero mucho podría indagarse sobre las numerosas desvaloraciones y transvaloraciones que para bien y para mal han ocurrido en el mundo a cien años de su muerte.

Las ideas de Nietzsche representan un punto crucial en el pensamiento de Occidente y también puede llegar a ser muy significativo su modo de acercamiento a ellas. No podemos hablar de un método; aquí no hay método. Esas nociones comportan en sí mismas una experiencia vital directa y sólo son aprehensibles en su plenitud desde el mismo espacio en que fueron concebidas: un espacio en que el paciente desenvolvimiento de un sistema filosófico, con ideas cuidadosamente concatenadas y conclusiones plausibles, está roto en toda su linealidad. De ahí que, si por un lado las intuiciones son muchas veces tan certeras, por otro, bajo una exigencia académica, los andamiajes teóricos de casi cualquiera de sus obras resulten muy endebles.

Los de El nacimiento de la tragedia contenían aberraciones intolerables para los especialistas. Ulrich von Wilamowitz-Möllendorf, antiguo condiscípulo de Nietzsche, aunque cuatro años menor, y que llegaría a ser una gran autoridad en los estudios helénicos, tuvo la increíble constancia, saña y energía para rebatir en dos artículos muy extensos –sumaban sesenta y dos páginas–, cada inexactitud y salida de tono de El nacimiento de la tragedia, así como sus tesis principales, despedazando implacablemente al libro y al autor. Las defensas de Richard Wagner y de Erwin Rohde, compañero y amigo de Nietzsche en ese tiempo, poco lo ayudaron académicamente.

En numerosas cuestiones técnicas y eruditas, las objeciones de Wilamowitz tenían razón. No obstante, al final de su vida escribió en su diario que lamentaba no haber sido capaz de ver El nacimiento de la tragedia no como la obra de un científico sino como la de un poeta. Añadía: "El futuro dirá si la autodivinización y las blasfemias contra el socratismo y el cristianismo le darán la victoria."

Por su parte, en la tercera edición de esa primera obra Nietzsche incluyó un "Ensayo de autocrítica" en el que reconocía que El nacimiento de la tragedia era un libro imposible, prematuro, surgido de experiencias muy verdes. Dieciséis años después, lo encuentra "mal escrito, torpe, penoso, frenético de imágenes y confuso a causa de ellas, sentimental, acá y allá azucarado hasta lo femenino, desigual en el tempo, sin voluntad de limpieza lógica", etcétera. Pero Nietzsche rescata el libro porque "había aquí un espíritu que sentía necesidades nuevas, carentes aún de nombre, una memoria rebosante de preguntas, experiencias, secretos, a cuyo margen estaba escrito el nombre Dionisos como un signo más de interrogación..." Y añade más adelante: "Mientras no tengamos una respuesta a la pregunta ‘¿qué es lo dionisiaco?’ los griegos continuarán siendo completamente desconocidos e inimaginables..."

Esta interrogación y las muchas respuestas que Nietzsche dio a lo largo de su vida son el hilo conductor de su obra, con un extremo atado a la entrada del laberinto, y el otro, a la locura: un ovillo que no pudo volver a enrollar, pues a diferencia de otros héroes, Nietzsche no salió finalmente vivo de su empresa. Podría decirse que "nadie se acerca a un dios impunemente".

En El nacimiento de la tragedia, Dionisos aparece como el centro de la argumentación nietzscheana y como la piedra de toque que trasmuta todas sus ideas flotantes acerca del arte antiguo, de la música, de la tragedia y de lo que llegará a llamar pensamiento trágico, en una visión muy llena de sentido, que aunque pierda posteriormente todo el fervor romántico y wagneriano de que se rodea en este libro, irá cobrando otros significados.

En torno de Dionisos, de manera explícita o tangencial, van a articularse después, como sabemos, las nociones de la muerte de Dios y el superhombre, del eterno retorno y de la voluntad de poder. Será también lo que provoque el planteamiento de una transvaloración.

Sin un desarrollo a fondo –que en realidad nunca llegaron a tener–, estas concepciones están ya latentes en el primer libro, que tiene como núcleo la descripción del estado dionisiaco. Allí es donde se instaura ese otro modo de percibir y aprehender la realidad –y de expresarla.

El nacimiento de la tragedia contiene ya una transvaloración. Invierte por completo el pensamiento de Sócrates, tanto en sus valores morales como en sus ideas metafísicas, y pone literalmente de cabeza toda la concepción aristotélica de la tragedia. Estas son algunas de las blasfemias que llevaron a las Ménades del tribunal académico –parafraseando al propio Nietzsche– a despedazarlo. La transvaloración que Nietzsche formulará después, diversificada en muchos temas, y por supuesto planteada en contextos muy distintos, está ya operando en este libro como un mecanismo de su pensamiento.

El detonador es Dionisos. Y lo que para un filósofo sería sólo materia de un mito, para Nietzsche se convierte en experiencia vital que ve retratada en la tragedia griega. La catarsis trágica no es la purga de Aristóteles sino la visión del dios despedazado, frente a la cual los entusiastas dionisiacos dicen sí al dolor, con el mismo gesto de afirmación que después predicará Zarathustra. Sólo el mundo entero de sufrimiento, dice Nietzsche sobre la tragedia, será capaz de empujar al individuo a engendrar la visión redentora.

La experiencia del éxtasis dionisiaco, que es una ruptura total con el orden de la realidad cotidiana, de la causalidad, de la linealidad, de todas las categorías de lo racional, abre la percepción hacia lo discontinuo, lo simultáneo, lo recurrente, y también hacia ese absoluto, sea totalidad o sea vacío, que lo fusiona todo en ese "retorno a lo Uno primordial", que conceptualmente se encuentra sólo a un paso de la noción del eterno retorno.

Otro rasgo básico del pensamiento de Nietzsche, que está ya entero en El nacimiento de la tragedia, es la postura de una inmanencia radical. Una inmanencia cuyo mecanismo consiste en que devora la trascendencia, asimilándola a sí misma y apropiándose impúdicamente de todos sus atributos, de modo no muy distinto a la forma en que Zeus, según el mito, devora a Metis, "el Consejo sabio", su primera esposa y madre de Atenea –que todavía no nace–, para adueñarse de su sabiduría y su inmenso poder.

Giorgio Colli, un gran filósofo y editor de la obra completa de Nietzsche, señala las muchas arbitrariedades que comete nuestro autor. Una de ellas, en este libro, es la caracterización un tanto anómala que hace de Apolo y de Dionisos. Colli señala que Nietzsche se olvida de los aspectos nocturnos y terribles de Apolo, "el que mata de lejos", que ha asolado a los guerreros aqueos con sus flechas nocturnas al comienzo de la Ilíada. También olvida los aspectos extáticos de la mántica apolínea y otros rasgos chamánicos, limitando su descripción a los elementos que lo señalan como un dios solar, diurno, dios de la razón, del arte y del sueño y las imágenes oníricas. También parece no dar suficiente importancia a la estela de demencia y horror que va dejando el paso de Dionisos en gran parte de sus mitos.

Seguramente Nietzsche no desconocía todos los mitos y las advocaciones de estos dioses, pero habla justamente de que la unión de lo apolíneo y lo dionisiaco, si bien es lo que produce el surgimiento del arte trágico, es también lo que equilibra estos dos instintos artísticos de la naturaleza –como les llama– y los despoja de sus cargas de atrocidad.

Aunque Colli objeta que Nietzsche los haya contrapuesto, pues no ve en ellos una oposición real, podría considerarse que en la antigüedad esa oposición sí existía. El culto a los dos dioses en Delfos no era simultáneo, sino que se alternaba. Y Plutarco, que fue un sacerdote de ese santuario durante veinticinco años y es una de las figuras más eruditas del helenismo, la establece en su tratado De la E en Delfos. Allí Plutarco no habla de dos dioses sino "del dios". Aunque es uno, tiene funciones opuestas, que se alternan: unas veces, cuando llega el tiempo y con su fuego "reduce todas las cosas a una sola semejanza", se llama Apolo o Febo, por ese estado de unidad pura e incontaminada en el que existe. En otro tiempo vuelve a multiplicarse, a despedazarse en la pluralidad de seres que pueblan el mundo, y se convierte en astros, mares y plantas que crecen; y en este otro estado, donde asume un principio de individuación, se llama Dionisos o Zagreus. Esto suena muy lógico y es casi paralelo a la visión hindú de ciclos cósmicos de manifestación y reabsorción que se alternan perpetuamente.

En su manía transvalorante, Nietzsche invirtió también la descripción de Plutarco, haciendo que Apolo representara el principio de individuación, por cuanto es el dios que marca los límites al individuo, pone distancias y fronteras, y dicta el "conócete a ti mismo" y el "nada en exceso", y Dionisos en cambio fuera el emblema de la unidad primordial, a la que el hombre podría retornar en virtud del éxtasis que lo hacía olvidar su identidad individual y sus límites para unirse al dios.

Si por un lado Nietzsche altera a lo largo de El nacimiento de la tragedia, como hemos visto, interpretaciones y conceptos muy afianzados ya por un consenso de largas tradiciones de estudiosos, por otro, al hacerlo da forma a sus propias concepciones, que están aquí también naciendo, apoyándose en lo que pueden, pero expresando ya otro modo de conocer y de pensar.

Si le resultaba –como a Hölderlin– incompleto e insatisfactorio el rostro de la Antigüedad griega que la academia alemana había sido capaz de mostrar, partiendo cuidadosamente de los únicos datos disponibles hasta entonces –y con toda la carga de la Ilustración encima–, Nietzsche dibujó la otra faz, la de lo dionisiaco, surgida casi de su pura intuición.

Quiero abrir un paréntesis para mencionar un hecho interesante. Paradójicamente, al mismo tiempo que Nietzsche publicaba su primer libro, Heinrich Schliemann, arqueólogo aficionado, descubría las ruinas de Troya. En los años que siguieron se descubrieron también las de otros lugares que en la Ilíada se mencionaban como los reinos de los capitanes aqueos: Micenas, Tirinto y Argos, en el Peloponeso, y Knossós en Creta. Los descubrimientos han seguido, e incluso en 1967 se descubrió, sepultada en ceniza volcánica, la ciudad de Akrotiri en la isla de Santorini, la antigua Thera.

Todos estos vestigios muestran –como Nietzsche trató de hacer a su manera– otro rostro de Grecia. Un rostro que si ya la Atenas de Pericles había olvidado, no iba a conocer el pobre Wilamowitz. Del siglo viii a.C., en que la academia situaba el comienzo de la historia griega, tuvo que recorrerse al tercer milenio. Desde esta perspectiva bien podemos considerar que la decadencia griega, como decía Nietzsche, hubiera empezado ya en el siglo v a.C.

El nombre de Dionisos apareció en inscripciones de Knossós y de Micenas, también echando por tierra la noción de que era un dios extranjero, una especie de parvenu en el Olimpo. Si tomáramos como dato los vestigios plásticos de todas esas ciudades, no sería remoto concluir que la cultura minoica y la micénica –y las dos trascendieron sucesivamente a lo largo de un milenio y medio las fronteras de sus ciudades– tuvieron un carácter fuertemente dionisiaco: basta ver a las diosas cretenses, con los senos descubiertos, que sostienen una serpiente en cada mano, como cualquier Ménade; o las espléndidas damas de cabelleras rizadas, en gestos desbordantes que jamás se verían en el mundo clásico; los muchachos y muchachas acróbatas, semidesnudos, que saltan por encima de toros descomunales; los portadores de cráteras; los delfines y monos azules en las habitaciones reales; las barcas que discurren plácidamente en Thera, el Príncipe de los lirios, o la Señora del laberinto, para quien se anota un tarro de miel en los inventarios de bodega del palacio de Knossós. Todo esto habla de una celebración de vida, una pujanza, un deseo de belleza que corresponden a la visión nietzscheana de Dionisos. La estilización y el refinamiento de estas imágenes bastarían para ofrecer la justificación estética del mundo que proponía El nacimiento de la tragedia.

Si Nietzsche no pudo hacer referencia a todos estos datos que no conoció, porque su descubrimiento o su divulgación fueron posteriores, no deja de sorprender, una vez más, lo certero de sus intuiciones. ¿Y cómo llegó a ellas? ¿Cómo se llega a ese conocimiento? Todas las rupturas flagrantes y arbitrarias a una mínima consistencia metodológica nos dicen, en el caso de Nietzsche, que no nos está hablando desde la filosofía, tal como la conocemos. Busca otra cosa –que tiene, desde luego, grandes consecuencias filosóficas, pero que sigue siendo otra cosa. ¿Qué?

Refiriéndose a la mendacidad de la palabra escrita y por tanto de la filosofía, que sustituye con palabras la experiencia directa de la realidad, en su Después de Nietzsche, Giorgio Colli dice sin ningún miramiento, en el apartado "El templo de las palabras muertas", lo siguiente:
 

...a partir de Nietzsche ningún filósofo ha sido ni será digno de crédito. La filosofía está desenmascarada para siempre, y el arma más terrible, la indiferencia, se alzará contra los falsarios que se aventuren a proseguirla. Pero la muerte de la filosofía, precisamente en cuanto se hace evidente su naturaleza mendaz y la causa de dicha naturaleza, deja el camino abierto a la sabiduría.


Esta es la búsqueda de Nietzsche y El nacimiento de la tragedia habla constantemente de una sabiduría dionisiaca. Lo que es obvio es que la academia no posee las herramientas para acceder a este tipo de conocimiento. Nietzsche pagó muy caro su forma de aproximarse a él, pues ese modo de aprehensión directa estará en cualquier parte antes que en un aula. Ninguna de las que Nietzsche padeció le ayudó gran cosa para crear su pensamiento. Y lo que supone esta transvaloración radical de la filosofía misma, de sus métodos y de sus categorías, daría mucho que decir.

Llego al final de este texto justamente con lo que hubiera querido comenzar, pero es una invitación para otras indagaciones, a partir de este planteamiento, con el riesgo que implica y las enormes posibilidades que abre. En términos de la academia, y podríamos decir de la filosofía y su crisis, esto no supondría su fin sino su apertura a otras formas de conocimiento, a partir de una renuncia a su pretensión arrogante y ya insostenible de que el pensamiento humano y la filosofía comienzan en el siglo v a.C. y en Grecia.

Lo que puede explorarse a partir de este punto, y aprendiendo a escuchar mucho de lo que han tenido que decir las otras culturas de la tierra antes y después de esa fecha, no supondría el fin de la filosofía en Occidente sino un nuevo nacimiento.