SABADO 9 DE DICIEMBRE DE 2000
Ť Ilán Semo Ť
Del Estado (pos)liberal a la nación católica
La disputa entre la Iglesia y el Estado se remonta a los orígenes del siglo xix. El movimiento de Independencia trajo consigo una guerra doble: una guerra nacional y una guerra civil. Los mexicanos lucharon contra los peninsulares pero también lucharon entre sí. En el trasfondo de esa conflagración civil, O'Gorman halló una pregunta: Ƒmonarquía o república? Triunfó la república, aunque de manera sui generis. Más que un partido monárquico, el partido conservador fue, ante todo, una formación católica. No hay nada excepcional en ello. Al igual que las formaciones liberales, los partidos democristianos tuvieron su origen en el siglo xix. Proliferan en toda Europa y cifran la otra cara del Estado moderno. Sin embargo, el catolicismo político mexicano cometió un error capital. Ese error se llamó Maximiliano. El apoyo a la intervención europea disecó sus bases de legitimidad nacional y radicalizó al jacobinismo liberal. Fue un error que le costó casi un siglo de existencia.
El liberalismo de Porfirio Díaz marginó y persiguió a las dos fuerzas que podrían haber hecho del Estado liberal un Estado auténticamente expresivo de la sociedad política nacional: el magonismo y el catolicismo político. Lo pudo hacer gracias al enorme consenso que le dio el triunfo sobre la intervención europea. La historia y sus ironías: el saldo de esta exclusión fue probablemente el estallido de la Revolución. Al igual que los liberales del 57, los revolucionarios de 1910 -con excepción de Madero- vieron en el mundo religioso a un enemigo o un instrumento de control, nunca una expresión auténtica y legítima de un enorme sector de la sociedad mexicana. Visto desde su perspectiva política, el siglo xx mexicano se volvió un siglo paupérrimo. De su geografía política quedaron marginadas -o mejor dicho: desterradas-, al menos hasta los años ochenta, dos de sus expresiones nacionales más arraigadas en su fábrica socio-moral: el democristianismo y la izquierda social e intelectual. De ahí también el enorme déficit de consenso del Estado que produjo la Revolución Mexicana. Un déficit que se tradujo en su incapacidad de modernizar el andamiaje institucional y socio-cultural del país.
Si se debe elegir entre los paradigmas del siglo xx -un ejercicio académico y cruel-, el PAN cumple desde sus orígenes con las funciones que normalmente se atribuyen a la democracia cristiana: una fuerza dedicada a construir el espacio político laico de voluntades nacionales y populares inspiradas en la filosofía civil de la religión. Es una fuerza que cobró su plena expansión en la época de lo que podríamos llamar, a costa de banalizar, la condición posliberal. Es una manera de decir que, a partir de la década de los ochenta y de la caída del Muro de Berlín, ninguna fuerza política que aspire efectivamente a una legitimidad nacional puede escapar a los paradigmas impuestos por la actualización de la tradición liberal. La izquierda, obviamente, no pudo, no ha podido, actualizarse ella misma frente a esta radical revolución pasiva con que el mundo liberal sorprendió al fin mismo de la modernidad.
Colocado entre su propia tradición y la condición posliberal, el dilema del democristianismo mexicano es cómo adaptarse a los requerimientos impuestos por una realidad que va más allá del propio liberalismo sin perder su propia fisonomía. Finalmente, toda hegemonía se decide en el momento en que una fuerza convierte a su tradición en una escritura del futuro.
Los peligros de esta adaptación se hallan en dos extremos: el populismo y el gerencialismo, o bien una extraña mezcla entre ambos. El populismo, ahora edificado sobre el mundo simbólico de la religión popular; y el gerencialismo, ese híbrido de los manuales de Dianética y Og Mandino adocenado con décimas de la "superación personal", cuyas lecturas cifran el universo de la actual clase media, y que fundan el discurso operativo y emocional del "espíritu de equipo" que toda transnacional debe imbuir en sus empleados. Esa suerte de seudo religión corporativa y productiva, que administra al espíritu universal como un espíritu comercial.
Los experimentos para reconciliar a la tradición político-católica con un mundo que va más allá de la misma modernidad abundarán en la misma proporción en que se lo imponga la necesidad de articular una versión hegemónica de sí misma. La disputa por esta hegemonía apenas comienza.