DEL CONQUISTADOR
Luego de las armas, la lengua fue el principal instrumento de dominación de las tierras americanas. La lengua española comenzó a dominar la realidad americana cuando se convirtió en el relator de los descubrimientos, conquistas y asentamientos españoles en el Nuevo Mundo. El Diario de Colón, las Cartas de Hernán Cortés (Fig. 1), la Historia general de Gonzalo Fernández de Oviedo, o la Verdadera historia de Bernal Díaz del Castillo, son testimonios de la nueva escritura que impuso el conquistador al narrar su expansión sobre los territorios y pueblos americanos (Fig. 2). Al lado de la invasión española caminó el lenguaje que empezó a nombrar y conferirle un nuevo significado a la naturaleza, los hombres y las culturas nativas.
De Colón a los descubridores de las tierras norteñas de Nueva España en el siglo xviii, ningún explorador omite el registro geográfico de los territorios que recorre (Fig. 3). El inventario de la naturaleza es también un instrumento que revela al mundo la gesta española. España es el país que descubre al antiguo mundo un mundo nuevo. Y esta misión privilegiada se vuelve una misión historiográfica y cosmográfica, una tarea que se concentró en la descripción de una humanidad hasta entonces ignorada y en el registro de un territorio desconocido (Figs. 4 y 5). El rey de España crea en 1532 el cargo de Cronista de las Indias y más tarde, en 1571, el de Cronista y Cosmógrafo Mayor de Indias, a fin de conocer puntualmente las dimensiones y posibilidades de explotación del mundo descubierto. Nombrar, describir y clasificar el mundo físico americano fue una manera de apropiárselo. Al bautizar el territorio con la lengua castellana el conquistador comenzó a construir y entretejer los conocimientos que le permitirían su explotación estratégica, y más tarde pudo así transmitir, a través de esa geografía ya colonizada, el carácter épico y transformador de la acción española. Como dice Michel de Certau, la historia que a partir de entonces comienza a escribir el hombre occidental se escribe con ideas occidentales y sobre el cuerpo físico de América.
El nuevo discurso histórico
El lenguaje que va cubriendo de nuevos significados el territorio americano gobierna también el relato de la realidad presente y reescribe la memoria del pasado. Pocos hechos reflejan con tanta fuerza la relación que se establece entre la toma del poder por un grupo y la elaboración de un nuevo discurso histórico, como la dramática experiencia que empezaron a vivir los pueblos mesoamericanos con la conquista. La derrota militar fue inmediatamente seguida por la supresión de su memoria histórica. La antigua memoria que narraba los orígenes y la grandeza de la civilización indígena fue destruida y perseguida. En los relatos que comenzó a escribir el conquistador los indígenas desaparecieron como actores de esa historia. Sólo cobran vida cuando son reflejo, espejo o testimonio de la acción de sus conquistadores. El protagonista efectivo es, sucesivamente, la nación ganadora de un nuevo orbe y de una vasta humanidad pagana, y los agentes de esa epopeya: el conquistador, el fraile evangelizador y los nuevos pobladores.
Simultáneamente el conquistador introdujo en el Nuevo Mundo la tradición europea de interpretar el acontecer histórico. El conquistador traslada a la circunstancia americana la antigua concepción judeo-cristiana sobre el sentido de la historia, mezclada con las ideas escatológicas, milenaristas y providencialistas que proliferaron en la Europa medieval (Fig. 6). No trae con él una sola imagen del pasado o una única concepción del desarrollo histórico; transporta a las tierras americanas la carga acumulada de múltiples pasados (la antigüedad pagana, el cristianismo primitivo, la herencia medieval, los nuevos horizontes abiertos por el Renacimiento), y disemina diversas interpreta-ciones del sentido de la historia y diferentes maneras de comprender el tiempo y registrarlo.
Las concepciones hebreas y cristianas del desarrollo histórico
En la tradición hebrea el desarrollo histórico era una revelación de los designios de dios, una manifestación del plan divino. El pasado y el acontecer histórico tenían una teleología, un sentido o propósito final que para los judíos residía en el cumplimiento de las promesas de Dios al pueblo elegido, y que más tarde se interpretó como la salvación universal, no sólo del pueblo judío. La historia humana fue concebida como el escenario donde se desplegaba majestuosa la voluntad de Dios, en dirección hacia su designio final: la redención eterna.
De acuerdo con la tradición oral y escrita del pueblo judío la salvación del género humano se verificaría por la intervención de un redentor divino, un mesías que habría de encarnar en la tierra, destruir a los incrédulos e instaurar un paraíso terrestre en el cual el pueblo elegido viviría en paz y gozo plenos.
Los cristianos de la primera centuria continuaron creyendo que la salvación de la humanidad ocurriría pronto, cuando Cristo, en todo su poder y gloria, regresara por segunda vez a la tierra a cumplir su misión escatológica y purificadora. Pero a medida que su regreso se fue demorando y la iglesia se convirtió en un poder temporal, comenzaron a manifestarse otras explicaciones acerca del fin del mundo, la misión de la iglesia y el proceso histórico.
El fin del mundo y el día de la salvación eterna no fueron ya acontecimientos inminentes porque, como había dicho Marcos, antes de que eso ocurriera los portadores de la palabra de Cristo tenían que predicar el Evangelio entre todas las naciones. Esta idea le confirió a la iglesia una misión terrena de importancia singular: ahora tenía que guiar y dar consuelo a los creyentes que nacían y morían en espera del juicio final. La iglesia se transformó entonces en el cuerpo místico de Cristo, en una entidad divina fundada en la tierra para cumplir en ella el plan de salvación de Dios. De manera que en adelante el cuidado de los fieles, la predicación del Evangelio y la conversión de los innumerables gentiles se convirtieron en tareas que había que realizar año con año y siglo tras siglo, hasta que Dios determinara acabar con el mundo.
La aceptación de estas ideas cambió las perspectivas históricas del cristianismo. Así como se fue dilatando en el tiempo la misión terrena de la iglesia, así también la vida de los creyentes se extendió en el futuro, dividiéndose en dos fases. En la primera, de duración ignorada pero breve, el creyente habría de sufrir en su vida terrena por los pecados veniales que hubiera cometido. Pero en la segunda, que habría de ser inaugurada por el juicio final, recibiría la bendición eterna, a menos que sus pecados merecieran la condena de su alma. Estas nuevas interpretaciones promovieron una concepción del desarrollo temporal dividida también en dos fases: la primera comenzaba con la creación del mundo y de los seres humanos y terminaba con el nacimiento de Cristo. La segunda partía del año del Señor y habría de concluir en un futuro ignoto con el juicio final. El nexo que unía a esas dos fases era el nacimiento y la muerte de Cristo, la vida terrena del enviado de Dios, que había revelado a los mortales los propósitos del plan divino. Los cristianos fueron así los primeros en unir el pasado y el porvenir en un mismo proceso que arrancaba desde los orígenes del mundo y se desplegaba en el futuro, abarcando la historia de todas las naciones y razas, sin excluir, como en el caso de los hebreos, a los pueblos gentiles.
A partir de entonces "La edad de la iglesia" fue vista por los cristianos como la segunda fase del plan divino. La primera, que comprendía las relaciones de Dios con el pueblo de Israel, era la de la "preparación evangélica", que terminó con el nacimiento de Cristo. La segunda, la de la iglesia, tenía por cometido ampliar la comunidad de los fieles y llevar la palabra verdadera a todas las naciones. En este sentido la iglesia venía a ser la expresión en la historia de los propósitos divinos. De esta manera el deber misionero de la iglesia, la predicación del Evangelio, le otorgó al tiempo comprendido entre la resurrección y la segunda venida de Cristo su sentido dentro de la historia de la salvación. Si la existencia histórica de Cristo creó la eventualidad de la salvación, la fundación de su iglesia impuso a cada uno de sus miembros la responsabilidad de cumplir ese propósito.
La nueva concepción del pasado
Al consolidarse estas ideas, Europa comenzó a ser "dominada por una noción del pasado muy distinta de la que habían tenido las civilizaciones anteriores, e incluso las contemporáneas de China y la India. El pasado era, por así decir, un relato con un comienzo preciso y delimitado [...] un despliegue de acontecimientos que ponía de manifiesto los designios de Dios y el destino del hombre y culminaba en el dramático episodio de la vida y la muerte de Cristo, seguidas de la peregrinación de la humanidad hacia el juicio final, que habría de llegar también en un momento preciso del tiempo. Este aspecto narrativo del destino humano era patente; saltaba a la vista en los murales de las iglesias, en los ritos y en las representaciones de milagros. La noción de la historia como narración y despliegue inexorable echó hondas raíces en la conciencia europea y contribuyó a la aceptación no sólo de las novedades, sino de la idea misma de un proceso ordenado de desarrollo [...]. El pasado cobró un dinamismo --casi diría que un ímpetu-- que no había tenido hasta entonces".
Como habrá advertido el lector, el tiempo de la Biblia y del cristianismo primitivo es un tiempo teológico. Comienza con Dios y es dominado por él (Figs. 7 y 8). El despliegue del tiempo es la condición necesaria de todo acto divino. Desde entonces y durante la Edad Media el tiempo de los cristianos es un tiempo lineal, dotado de un sentido que tiende hacia dios. La vida personal y la vida externa del cristiano, su mentalidad entera, fueron dominadas por la percepción continua de este tiempo divino. El tiempo de Dios, su encarnación, crucifixión, resurrección y el día del juicio final se fundieron con la vida cotidiana de los seres humanos, con su misión en la tierra y con sus esperanzas sobre el tiempo que sigue a la muerte.
El tiempo adquirió una significación central en cada momento de la vida diaria: su paso fue observado con temor y registrado de manera solemne. El calendario litúrgico de la iglesia marcaba la sucesión de los días recordando a hombres y mujeres no sólo el paso de los meses y estaciones, sino trayéndoles a la memoria cada uno de los actos de Dios y el camino de la salvación. El pasaje diario del tiempo se introdujo en la vida de los seres humanos de una manera antes desconocida. En el campo y en la ciudad el transcurrir temporal era señalado, más que por el paso del sol, por el toque de las campanas, que desde el siglo vii tocaban siete veces al día las horas canónicas y cuyos repiques llamaban a celebrar los acontecimientos felices, o informaban de la muerte de un alma cristiana, recordando a todos la proximidad de la suya propia.
Sin embargo, si para la iglesia ortodoxa la fecha que había cambiado la historia de la humanidad era la de la encarnación de Cristo, para los pobres y para los cristianos disidentes la fecha más atractiva comenzó a ser la del tiempo en que se cumplirían las profecías apocalípticas: la llegada del mesías que habría de destruir el poder diabólico, instaurando en su lugar el reino de los santos. Ese momento sería la culminación de la historia porque el reino de los santos sobrepasaría en gloria a todos los anteriores y no tendría sucesor. Las críticas a la creciente orientación profana de la iglesia, las inclinaciones ascéticas de monjes y disidentes que aspiraban a restaurar los ideales de la iglesia primitiva y la persistencia de las ideas mesiánicas y escatológicas entre los grupos populares, se resumieron en el pensamiento de Joaquín de Fiore, un sorprendente catalizador de estas aspiraciones que diseminó por el mundo un nuevo tipo de profecías escatológicas. Estas profecías habrían de ser las de mayor influencia en Europa y en las colonias españolas de América, donde resurgieron bajo nuevas modalidades en los siglos xvi, xvii, xviii y más tarde.
Las profecías de Joaquín de Fiore
Joaquín de Fiore leyó las Escrituras y extrajo de ellas una interpretación que concebía el desa-rrollo histórico como un proceso dividido en tres etapas sucesivas y ascendentes, cada una presidida por una de las personas de la Santísima Trini-dad: "La primera era la del Padre o de la Ley; la segunda la del Hijo o del Evangelio; y la tercera la del Espíritu, y ésta sería con respecto a los anteriores como la luz del día comparada con la de las estrellas y la aurora [...]. La primera etapa había sido de temor y servidumbre, la segunda de fe y sumisión filial, la tercera sería una época de amor, alegría y libertad, en la que el conocimiento de Dios se revelaría directamente en los corazones de todos los hombres [...]. Entonces el mundo se convertiría en un vasto monasterio en el que todos los hombres serían monjes [...] en éxtasis místico loando con alabanzas a Dios. Esta nueva versión del reino de los santos duraría hasta el Juicio Final."
Más subversivas aún resultaron sus interpretaciones sobre la destrucción de la iglesia antes de que llegara la edad del Espíritu, pues identificaba esa iglesia con la mundana y jerarquizada de su época, que sería sustituida por la iglesia de los religiosos, por el reino monástico
de la caridad pura. Según de Fiore, el reino milenario sólo podía ser fundado por los pobres y los religiosos, los escogidos para vivir el milenio y contemplar el final del mundo.
Aun cuando al principio estas ideas casi pasaron inadvertidas, adquirieron un impulso subversivo al ser adoptadas como doctrina por la rama rigorista de la orden franciscana. Los franciscanos adoptaron también el ideal de Joaquín de Fiore de crear una iglesia monástica y fueron los propagadores más efectivos de sus ideas escatológicas acerca del fin del mundo y la instauración del milenio. Para muchos de ellos el fundador de la orden, Francisco de Asís, era el mesías de quien hablaban las profecías de Joaquín de Fiore: el enviado divino que habría de inaugurar la iglesia de los religiosos y la era del Espíritu Santo.
Tres siglos más tarde, cuando los doce primeros franciscanos que llegaron a predicar el Evengelio desembarcaron en las costas de Veracruz en 1524, las ideas de Joaquín de Fiore renacieron con fuerza y alimentaron las esperanzas de muchos misioneros (Fig. 9). No pocos de los que desembarcaron en América pensaron que esa era la tierra predestinada donde habría de realizarse el ideal monástico. Además de esta concepción escatológica, los españoles trasladaron a Nueva España las tradiciones religiosas hebreas y cristianas, los ideales de la iglesia ortodoxa y otras ideas providencialistas sobre la misión de España en el mundo. Así, la fundación de la sociedad colonial estuvo poderosamente influida por la tradición religiosa judeo-cristiana-medieval, que fue la matriz de las concepciones que surgieron en América sobre el sentido de la historia y el acontecer temporal.
La conquista y evangelización como misión providencial del Estado-iglesia
España heredó la concepción universal, progresiva y providencial de la historia que había elaborado el cristianismo y con ella se enfrentó al sorpresivo descubrimiento de nuevas tierras, y al aún menos previsible contacto con civilizaciones hasta entonces ignoradas. El desconcierto que provocó el encuentro con el aborigen americano pudo absorberse y explicarse por la idea cristiana de una humanidad creada a semejanza de Dios y llamada, sin distinción de razas, a la salvación eterna. Criatura de Dios, el aborigen americano era un miembro más de esa extensa familia humana.
La idea cristiana de la historia también apoyó la expansión imperial del poder español, infundiéndole un sentido providencial y mesiánico. La iglesia cristiana medieval se consideraba universal, pero antes de la era de los descubrimientos la cristiandad estaba confinada a una parte muy pequeña del mundo. Sorpresivamente los descubrimientos de los siglos xv y xvi abrieron por primera vez la posibilidad de expandir la cristiandad por vastas regiones y cumplir con las aspiraciones universales de la iglesia. Y entre todas las naciones de la cristiandad, pocas como España vivieron tan intensamente el privilegio de sentirse predestinadas a realizar ese ideal que los cristianos veían enunciado en las Sagradas Escrituras. El descubri-miento de tierras ignotas y la conversión de pueblos paganos parecieron a los españoles un signo claro de la misión providencial que Dios le había señalado al pueblo escogido (Fig. 10).
A partir de la conquista, el discurso histórico se desenvuelve dentro de los márgenes de la idea cristiana de la historia con sus vertientes apostólicas, mesiánicas y providencialistas, y se nutre de la poderosa corriente del imperialismo español, al que defiende y legitima. Sabemos que algunos protagonistas de la historia americana, como Colón y varios soldados y misioneros, actuaron convencidos de que eran agentes de la Providencia. También los historiadores, entre ellos Pedro Mártir de Anglería y, sobre todo, Gonzalo Fernández de Oviedo y Francisco López de Gómara, transmitieron en sus obras la certidumbre de que los sucesivos descubrimientos y conquistas eran parte de un plan providencial dirigido a unificar a todos los pueblos y razas del mundo bajo el manto de la cristiandad y la corona de los reyes católicos. Y para los temperamentos místicos, como los primeros misioneros que divulgaron el Evangelio en América, "esta posibilidad les pareció una visión tan cegadora y radiante, que su cumplimiento anunciaba la cercanía del fin del mundo. Pensaban que después de que todas las razas de la humanidad fueran convertidas, nada más podía suceder en este mundo".
La enseñanza de la doctrina cristiana en los pueblos indígenas
Los primeros frailes que llegaron a Nueva España vieron en los indígenas las cualidades más estimadas por la grey cristiana: eran pobres, mansos, dóciles, humildes, obedientes, dúctiles como niños, y aptos "como tabla rasa y cera muy blanda" para imprimir en ellos cualquier cosa que se deseara (Fig. 11). En esta interpretación se fincó la convicción de que los indios alcanzarían la perfección cristiana si quedaban bajo la tutela exclusiva de los frailes, pues de este modo llegarían a ser "la mejor y más sana cristiandad y policía del universo-mundo".
En las misiones y las parroquias los mismos mendicantes transmitieron a los nativos, en su propia lengua y a través de imágenes, los rudimentos de la doctrina cristiana y establecieron escuelas para enseñar a los catecúmenos. Los atrios de los monasterios y las iglesias se mudaron en aulas gigantescas donde la instrucción colectiva se combinó con el canto, el teatro y la fiesta (Fig. 12). La empresa de inculcar en los indios los preceptos de la fe de Cristo llevó a los frailes a servirse de antiguas tradiciones y a poner en obra métodos innovadores. Constantino Reyes Valerio sugiere que los primeros franciscanos utilizaron las antiguas técnicas indígenas de transmitir el conocimiento por medio de imágenes, y cita como prueba un testimonio de Jerónimo de Mendieta. Dice Mendieta que algunos frailes usaron un modo de predicar muy provechoso para los indios, conforme al uso que ellos tenían de tratar todas sus cosas por pintura. Y era de esta manera, hacían pintar en un lienzo los artículos de la fe, en otro los diez mandamientos de Dios, en otro los siete sacramentos, y lo demás de la doctrina cristiana. Y cuando el predicador quería predicar los mandamientos, colgaba el lienzo... junto a él, de manera que con una vara de las que traen los alguaciles pudiese ir señalando la parte que quería...
Como advierte Reyes Valerio, el uso de las técnicas indígenas para transmitir la fe cristiana por medio de imágenes fue un procedimiento muy extendido en las primeras décadas de la evangelización. Fray Diego Valadés, un mestizo hijo de un conquistador y de una mujer tlaxcalteca que entró a la orden franciscana en 1550 y publicó más tarde una obra sobre los métodos de evangelización, Rethórica cristiana Perugia, (1579), dibujó un grabado que explica con detalle las características de este método (Fig. 13).
Según el mismo Valadés, el procedimiento de servirse de imágenes para inculcar en los indígenas la doctrina cristiana fue inaugurado por los franciscanos, pues dice:
Con este fin tienen lienzos en los que se han pintado los puntos principales de la religión cristiana... el cual invento es por lo demás muy atractivo y notable... el cual honor, con todo derecho, lo vindicamos como nuestro... [pues] fuimos los primeros en trabajar afanosamente por adoptar este nuevo método de enseñanza...
De modo que una parte fundamental de la enseñanza religiosa se llevó a cabo a través de imágenes, como en la antigüedad mesoamericana. Constantino Reyes Valerio observa que los miles de metros cuadrados de pintura que cubren las paredes de los conventos, iglesias y capillas tuvieron la función de transmitir los principios básicos del cristianismo en la población indígena. Señala también el papel que jugaron las escenas religiosas pintadas en muchos conventos. Estas escenas "no fueron distribuidas al azar sino que, por el contrario, los misioneros las distribuyeron con la intención de que sirvieran para enseñar los fundamentos de la doctrina por medio de ellas." En estas escenas predomina la Anunciación, el nacimiento de Cristo, la Adoración de los Reyes, la Pasión de Cristo, la Ultima Cena, algunos episodios del Antiguo Testamento, etcétera.
Como observa Serge Gruzinski, el cristianismo multiplica en todas partes sus imágenes, lo mismo en las grandes ciudades como México y Puebla, que en los pequeños poblados y en el campo, donde se erigieron los conventos o monasterios. A tal punto que el dominico Bartolomé de las Casas pudo escribir hacia 1555 que él había visto "una buena parte de la doctrina cristiana representada en figuras e imágenes, gracias a las cuales los indígenas la podían leer como yo la leo escrita con nuestros caracteres en una página".
A pesar de su apariencia masiva, el adoctrinamiento de los frailes fue selectivo y estratégico. Los mendicantes conocían la dificultad que representaba la conversión de los adultos y concentraron sus esfuerzos en los niños, quienes no oponían esa resistencia, y eran más débiles a la seducción de los regalos que les ofrecían. La educación concentrada en los niños y jóvenes produjo resultados que los frailes festejaron como milagros de la evangelización, pero que a nosotros no dejan de causarnos malestar y hasta repugnancia, por la forma insidiosa de oponer a los hijos contra los padres e incitar deliberadamente la destrucción de las familias.
Las escuelas de los mendicantes pronto se convirtieron en los centros de difusión de la lectura, escritura, música, canto, teatro, artes y cultura occidentales. En ellas los niños y jóvenes indígenas aprendieron el catecismo, los cantos y salmos cristianos, las técnicas y los oficios europeos, la danza, el teatro y el manejo de los instrumentos musicales de occidente, que también aprendieron a producir y a combinar con la música y las tradiciones indígenas (Fig. 14). El centro religioso se convirtió en el lugar donde se aclimataban las tradiciones occidentales, en ámbito de intercambio entre las tradiciones europeas y las indígenas y en forjador de nuevas relaciones culturales que transformaron la fisonomía de Nueva España. De estos espacios el atrio fue el área pública por excelencia; "su principal empleo fue el de lugar de adoctrinamiento: allí los niños y las niñas ejercitaban entre sí esa manera de enseñanza instruida por los misioneros. Era el atrio la sala de cabildos de los fieles [...]; como era el recinto de las procesiones, de las fiestas a campo abierto, de los bailes sagrados y, en suma, de toda manifestación de vida colectiva religiosa" (Fig. 15).
Así como a los monasterios e iglesias llegaron los primeros libros occidentales, escritos en latín, griego, español, italiano, francés y otras lenguas romances, así también las fachadas de estos monumentos reprodujeron la arquitectura y los estilos platerescos, mudéjares, churriguerescos y barrocos de moda en Europa. Los escenarios, los personajes y los símbolos de la pintura occidental se aposentaron en las paredes de los conventos e iglesias novohispanos, y narraron, para ilustración de las multitudes indígenas, los episodios de la creación del mundo según el Antiguo Testamento, el nacimiento de la humanidad según la Biblia, la conformación del cielo y del infierno, las prédicas de los primeros apóstoles, los acontecimientos dramáticos de la pasión y muerte de Jesucristo, el descubrimiento de América impulsado por los reyes católicos, la irradiación del cristianismo por el Nuevo Mundo y la llegada portentosa de las órdenes mendicantes y de la Iglesia católica a la Nueva España (Fig. 16).
Quizá el cambio ideológico más importante que indujeron los evangelizadores fue la supresión del antiguo calendario de rituales indígenas y su sustitución por las efemérides y festividades cristianas. Al suprimir las antiguas fechas de culto, los religiosos rompieron la continuidad de la memoria que celebraba los acontecimientos fundadores de la vida indígena. Y al encimar sobre esas fechas los cultos y ceremonias cristianos, poco a poco impusieron las conmemoraciones, los ritos, las festividades y el santoral cristiano: crearon un calendario que sólo recordaba los actos memorables del conquistador.
Al día siguiente de la toma de México-Tenochtitlán se manifestó el empeño de los conquistadores por desaparecer los antiguos dioses, templos y cultos. Los franciscanos adoptaron la estrategia de quemar los templos indígenas, arrasarlos y construir sobre sus restos las primeras ermitas e iglesias cristianas. Bernardino de Sahagún refiere que los franciscanos eligieron tres antiguos adoratorios indígenas para construir templos cristianos: el cerro de Tepeyac donde se rendía culto a Tonatzin; la sierra de Tlaxcala donde se veneraba a Toci; y un lugar cercano al Popocatépetl donde se celebraba a Tezcatlipoca. Esta política se multiplicó en todo el territorio.
Uno de los instrumentos más sutiles para borrar la memoria indígena e implantar la cristiana fue la manipulación del calendario. Poco a poco las festividades indígenas que celebraban el fin de la estación seca y la llegada de las lluvias, las fiestas de la siembra y la cosecha de los granos, las ceremonias consagradas a la caza y la recolección de frutos, fueron sustituidas por celebraciones cristianas. La fiesta dedicada al dios tutelar del pueblo fue reemplazada por la fiesta del santo patrono cristiano. De este modo la recordación de la antigua fundación prehis-pánica se transfiguró en remembranza de la evangelización cristiana.
El nacimiento y la Epifanía de Cristo (25 de diciembre y 6 de enero) reemplazaron las ceremonias que en el calendario indígena celebraban el primer movimiento del sol, el principio del año y el comienzo de las tareas agrícolas. Los grandes festivales de Semana Santa comenzaron a desplazar la crucial efeméride indígena que anunciaba la llegada de las lluvias y el inicio de las siembras. Los ritos que conmemoraban la Pasión y muerte de Jesucristo se convirtieron en las fiestas más celebradas por los indígenas desde la mitad del siglo XVI. Y la ceremonia del domingo de Resurrección vino a ser la apoteosis de esa larga celebración, y el acto multitudinario más impresionante, pues en él participaba la mayoría de los miembros del pueblo.
Una tras otra las antiguas festividades fueron reemplazadas por las ceremonias cristianas, o se amalgamaron y sincretizaron con los cultos católicos, en una simbiosis que aún no ha sido estudiada con la atención que merece. Lo cierto es que mediante estas sustituciones el antiguo calendario político de los pueblos indígenas fue borrado, y su calendario agrícola se transformó en un calendario de fiestas y ritos cristianos, cuyo propósito fue hacer de los indios católicos fervorosos y vasallos apegados a las formas de vida occidentales.