Ť Vilma Fuentes Ť

Batallas culturales

Son escasos los restoranes, bares y discotecas que se pretenden a la moda en París en donde no se escuchan los discos de Buenavista Social Club en uno u otro momento de la noche. Los papys, palabra cariñosa para designar a los abuelitos, es el sobrenombre con que los jóvenes han bautizado a los músicos de Buenavista. ƑQuién hubiese podido imaginar este frenesí por el grupo cubano, apenas hace tres años, cuando no se hablaba más que de música techno, ese ruido incesante que martillea el cráneo como un taladro, pobre en ritmo pero rico en decibeles, o de rap: ese monólogo, en principio improvisado en escena, que lanzaron en Francia los beurs (muchachos nacidos en Francia de padres originarios del norte de Africa)?

La historia de esta pasión francesa por los cantantes y músicos de Buenavista comienza hace casi dos años en un solo cine, donde las colas para ver la película de Wim Wenders iban creciendo de día en día. Sin mayor propaganda, sin el bombardeo publicitario del que se benefician sobre todo los filmes estadunidenses -algunos de los cuales se exhiben de entrada en 50 salas cinematográficas-, la celebridad de Buenavista Social Club pasó de una persona a otra, de un espectador a otro, de boca en boca y de oído en oído.

Al cabo de algunos meses, y a pesar del control persuasivo del dinero que ejercen los productores estadunidenses sobre las dos grandes compañías de distribución en Francia, la película de Wenders se exhibía en cinco o seis cines parisienses y otros tantos de provincia. Su música se escuchaba al entrar a un café o al caminar por una calle brotando de una ventana abierta. Como si la juventud francesa hubiese dado un giro al tiempo y encontrase su verdadera edad y el gusto de vivir, en vez del hastío y la vejez anticipada, en los hombres de ochenta y más años venidos de un tiempo congelado en Cuba, instante más real que el fugaz presente.

Las muchachas francesas aprendían a moverse y a bailar, al recuperar un ritmo enterrado en ellas. Pero este entusiasmo por la película y las canciones de Buenavista Social Club no se despertó sólo en los jóvenes. No conozco ninguna persona, cualquiera que sea la edad, el sexo, la nacionalidad, la ideología y la admiración o antipatía por el cine de Wenders, que no haya experimentado una emoción profunda ante las imágenes de este documental sobre Compay Segundo y sus compañeros. Las más cercanas me confesaron haber sentido, en algún momento de la película, que las lágrimas les brotaban de los ojos, sin saber si era de dicha o melancolía.

Así, no puedo dejar de alegrarme de este triunfo, ajeno a cualquier propaganda, cuando pienso que una película como Danzón, de María Novaro, no consiguió el éxito que merecía, reducida a una sala de cine y a unos cuantos meses de exhibición. Porque pocos han sido los filmes, provenientes de América Latina u otros países periféricos, que he conseguido ver, como no sea en festivales especializados, más o menos de orden cultural y limitados a una elite.

Por fortuna, hay fenómenos que escapan y seguirán escapando a las reglas del bombardeo propagandístico con que se pretende imponer un producto y uniformar a la gente en sus gustos, sus palabras, sus deseos y el pensamiento único. Los estadunidenses conocen bien la fuerza de la influencia cultural, convertida por ellos en arma. Sin embargo, Ƒcuántas veces la mejor campaña publicitaria no ha podido ocultar la quiebra económica de una compañía de producción, trátese de una película, un juguete, un libro u otro objeto cultural cualquiera?

Da gusto, entonces, saber que Amours chiennes (Amores perros) del director mexicano Alejandro González Iñárritu pasa en estos momentos en tres cines parisienses y que Sexo, pudor y lágrimas, apoyada por su éxito de seis millones de espectadores sólo en México, ya se abrió paso en las salas cinematográficas españolas y es negociada con buenos augurios para ser exhibida en París.

El consumidor se rebela de vez en cuando al matraqueo con que se pretende imponerle un producto y prefiere confiar en las palabras de un amigo que le recomienda algo distinto. Sobre todo cuando se percata de que sus hijos son tomados como rehenes antes incluso de la edad de la razón para venderles un robot, una muñeca, una película, una hamburguesa, un libro de ilustraciones.

No puedo dejar de preguntarme de qué sirve ser la mayor potencia mundial para vender a sus ciudadanos, primero, y al resto del mundo después, imágenes y objetos vacíos de sentido, con los cuales parece querer evitarse el aprendizaje de la lectura, y si este analfabetismo creciente no es la causa real de la actual querella entre los dos candidatos a la presidencia de Estados Unidos: Ƒcómo puede votar alguien que ya no sabe leer ni escribir?