MARTES 5 DE DICIEMBRE DE 2000

 


Ť Ugo Pipitone Ť

Cambio

De muchas cosas habría que hablar esta semana y personalmente se me ocurren tres. De Holanda, que da otra prueba de civilización aprobando una ley sobre el suicidio asistido en caso de enfermedades incurables. Y en contra de las santurronerías que desde el Vaticano claman con el acostumbrado tono apocalíptico contra cualquier cosa que se parezca al sentido común: desde el divorcio al derecho al aborto, para limitarnos a las cruzadas oscurantistas de los últimos años. Habría que hablar de un ministro de salud italiano que, contra vientos y mareas de un moralismo irrazonable acerca de las drogas, acaba de declarar que todo prohibicionismo está destinado al fracaso. Y, cambiando de registro, habría que hablar de la inminente reunión de Niza de la Unión Europea que amenaza naufragar antes de empezar.

Pero no se hablará aquí de nada de eso, sino de algo más: del poder y, sobre todo, del cambio como la única forma para vencer sus patologías. El poder es uno de los fenómenos más misteriosos de la condición humana. Ambición, pasión por la riqueza, paranoia, búsqueda de eternidad, necesidad de ser objeto de admiración, deseo protagónico, defensa de intereses creados, afirmación de una virilidad asexuada y sepa Dios qué más se mezclan ahí en combinaciones siempre únicas y de consecuencias nunca del todo predecibles.

Escribía Elías Canetti en 1962: "Los pueblos que se agrupan alrededor de sus caudillos se van reduciendo más y más en proporción a ellos... Se fusionan en él literalmente para luego desaparecer del todo". Y volverse masivamente invisibles. Un ejemplo inevitable: Ƒquién se recuerda del pueblo cubano? Castro, evidentemente, no lo expresa, lo sustituye. Y ese sustituto es vitoreado por una izquierda confundida que adonde quiera que vaya el antiguo (y todavía honorable) guerrillero lo festeja y lo honra en un penoso espectáculo de atraso político que vislumbra un inquietante deseo de anulación colectiva en el líder. A confirmación de lo obvio: que la religiosidad, como decía Freud, no es sólo una neurosis infantil no superada, sino que también puede ser una forma de anulación laica en el superhombre. Pero dejemos a un lado esa especie de Henry Cristophe en versión de bolchevismo tropical, cuya única virtud es el rechazo de la arrogancia estadunidense.

Más allá de sus formas tragicómicas, el problema del poder es el problema de una antigua necesidad para la cual la humanidad aún no encuentra sustitutos y que produce, cuando está fuera de control, delirios colectivos con acompañamiento de retrocesos culturales y vergüenzas postreras.

La autoridad es probablemente la droga más poderosa conocida en la historia humana y otorga a quien la tiene una sensación de invulnerabilidad, de omnipotencia, de virtud incuestionable. Y cuando un individuo o un partido se mantienen en el poder por tiempos prolongados el diálogo de una sociedad consigo misma es sustituido por liturgias autorreferenciales en que toda mentira se convierte en la única verdad posible. Las palabras se vuelven material de malabarismos verbales en que la política es ya sólo un espejo deformado de la realidad. Las "mejores causas" se trastocan en caricaturas de sí mismas.

No hablemos de democracia, que es palabra demasiado grande y de significados nunca plenamente homologables con las formas políticas que pretenden encarnarla; hablemos de algo más humilde: de cambio. Está ahí, probablemente, el único antídoto contra la tendencia del poder a convertir cualquier sociedad en una especie de domesticado coro griego.

Cambio significa renovación y, cuando la suerte asiste a los países, renacimiento. Pero, en cualquier caso, significa la posibilidad de volver a poner al centro de la atención colectiva aquellos problemas que habían quedado en la sombra para no molestar sueños, certezas ideológicas e intereses de los poderosos. Esta es la única, decisiva, virtud del cambio: repartir nuevamente las cartas y, de ser posible, comenzar un nuevo juego. El corolario es obvio: cambio no es salvación, es sólo la forma para evitar que el pasado ponga su hipoteca sobre el futuro volviendo el presente incomprensible.