MARTES 5 DE DICIEMBRE DE 2000

 

Ť Luis Hernández Navarro Ť

Dios, familia, patria

La política como espectáculo, el espectáculo como política. Durante 17 horas del primero de diciembre en la ciudad de México, y a lo largo de dos días más en Oaxaca, Monterrey y Guadalajara, lo que debió ser una ceremonia republicana de trasmisión de poderes se convirtió en un maratónico show televisivo difundido en cadena nacional, protagonizado por Vicente Fox.

La fiesta de la democracia se transformó en la celebración del jefe del Ejecutivo. El ritual para asumir la Presidencia de la República dio paso a un faraónico reventón mediático. La presentación en sociedad del nuevo mandatario se metamorfoseó en una impresionante fiesta de culto a la personalidad. Nada faltó en la recién estrenada liturgia del marketing político: actos de fe, baños de pueblo, cenas de gala, tomas de protesta, la presencia de Bill Gates, promesas idílicas, encuentro con dignatarios y poderosos, discursos.

La foxifiesta es una pieza que anticipa el estilo personal de gobernar del nuevo jefe del Ejecutivo: plebiscitario, individualista, brincándose las instituciones, de culto a la personalidad, de reforzamiento del presidencialismo empresarial.

Y, más allá del espectáculo, de la reiterada reafirmación de su figura, del intento por acrecentar la esperanza en su administración y del ofrecimiento de un nuevo reino de la prosperidad a la vuelta del sexenio, el Presidente mostró las cartas marcadas con las que piensa jugar: Dios, familia y patria. La ostentación religiosa en una ceremonia republicana de tradición laica, la presencia permanente de su familia forzando el protocolo y la apelación reiterada al nacionalismo fueron recursos simbólicos que Vicente Fox utilizó durante su toma de posesión. Lo seguirán siendo en el futuro. Con ellos tejerá una red discursiva para reforzar el tradicionalismo y sentido común presentes en la población e impulsar la identidad con su gobierno.

La confesionalización de la política está en marcha y lejos de ser una mera cuestión de fe. No es, solamente, la revancha de los creyentes militantes. Tampoco se trata de la sola irrupción de una visión del mundo en los formatos y códigos laicos de la administración pública. Muy probablemente, la reafirmación de una conducta antisecular por parte del mandatario es un resultado parcial de todos estos elementos. Pero además, forma parte de una estrategia de imagen.

Tanto en el fracasado intento de utilizar el estandarte de la Virgen de Guadalupe durante la campaña electoral --escándalo que le proporcionó magníficos dividendos en la opinión pública--, como en la visita a la Basílica de Guadalupe para comulgar al comienzo del itinerario de toma de posesión, o en la recepción del crucifijo que le fue obsequiado ante diez mil personas y las cámaras de televisión en el Auditorio Nacional, o en las continuas menciones a Dios, Vicente Fox busca, deliberadamente, presentarse ante los ciudadanos como un hombre católico y guadalupano, y por lo tanto, confiable, cercano y similar a la mayoría de la población.

Algo similar ocurre con la presencia de sus hijos --y sus continuas menciones a ellos-- en las ceremonias públicas. El Presidente no se conformará con hablar de la familia como la "base de la sociedad". Si en el discurso pronunciado en San Lázaro saludó primero a sus hijos que al Congreso de la Unión, y si ellos estuvieron tan activamente presentes en los festejos y ceremonias del traspaso de poderes no es sólo porque es un hombre impulsivo y espontáneo que ama a los suyos y es capaz de romper el protocolo, sino también porque expresamente quiere presentar los valores familiares como parte de los símbolos que hay que promover y con los que una muy importante parte de la población puede identificarse con facilidad.

Lo mismo sucede con el uso del nacionalismo. La patria identifica y une más allá de las diferencias de clase; promueve sentimientos de adhesión a la comunidad nacional, independientemente de conflictos sociales profundos. Para sacar adelante su proyecto, el jefe del Ejecutivo necesita de un periodo de gracia lo más amplio posible. Requiere presentar su administración como si fuera un gobierno de unidad nacional. Precisa identificarse con los grandes intereses nacionales. A pesar de su pretensión cosmopolita y de sus compromisos con los grandes capitales trasnacionales no puede dejar de arroparse en la bandera nacional. Así lo ha hecho.

La confesionalización de la política, los valores familiares y el nacionalismo retórico son creencias que provienen del estrato más profundo del México tradicionalista. Identificarán al nuevo gobierno con una parte del ciudadano común y corriente que busca seguridad y orden. Al lado de los conceptos de calidad total, productividad, competencia, eficiencia y administración por objetivos, serán el instrumento para conducir la voluntad de cambio de la sociedad mexicana por el camino del conservadurismo.