Ana García Bergua
MÁS QUE CONTAR
"Narrar es más que contar", dice Eduardo Portela en su prólogo a El calor de las cosas y otros cuentos, el volumen del fce (México, 2000) que reúne tres libros de relatos de Nélida Piñon. Yo creo que esa frase sintetiza espléndidamente lo que ocurre en las historias, en las narraciones en un sentido muy amplio de aquella gran escritora brasileña. En ellas, los acontecimientos se desenvuelven en varios sentidos, no sólo en el de la mera descripción de hechos; ni siquiera, tampoco, en el mundo subjetivo de los personajes, de las voces que narran, no. Las palabras, en estos cuentos, forman su propia cauda y siguen su propia inercia, como si narrar fuera también establecer una corriente, fabricar un río; no conformarse con crear un mundo, sino dejar que camine según sus propias leyes y las de las palabras que son su materia. Por ello no es extraño que estos cuentos hablen tanto de frutos, de tierra, de agua, de sangre, y que sus personajes actúen un poco a la manera de monstruos primigenios, de seres que son el alimento, la tierra, la creación: pareciera como si Nélida Piñon se hubiese propuesto, como niña, jugar con barro, y lo hubiera terminado haciendo a la manera de Dios, insuflando vida a la materia. No sé a qué se debe el orden de los tomos de cuentos en sentido inverso a la marcha corriente de la cronología. En efecto, a El calor de las cosas (1980) sigue Sala de armas, de 1973, y corona el volumen Tiempo de las frutas, que es de 1966. Quizá puedo intuir la razón: conforme uno avanza en la lectura, tiene la impresión de estar rastreando el origen de aquella voz que narra. Y sí, en efecto, en los últimos cuentos, en "Los salvajes de la tierra", aquella pareja que se sigue, aunque parezca que ella lo sigue a él, a través del tiempo, de las estaciones; en "Vestigios", el cuento de los monstruos que despedazan a una chica núbil de catorce años, en "Fraternidad" y "La aventura del saber", que guardan los enigmas de extrañas relaciones entre hermana y hermano, entre la profesora y el niño, relaciones que transcurren en el plano de lo onírico y lo orgánico, en aquellos cuentos breves del principio de la escritora y del final del libro, está el lugar desde donde mira esta narradora, el germen de cierta visión. Una visión que podemos calificar de brutal y a la vez abarcadora, esclarecedora, que se despliega con madurez en el volumen central del libro: Sala de armas. ¿Por qué me gusta más Sala de armas? Pienso en "Frontera natural", que casi es un cuento fantástico, y a la vez tiene la aridez, el artificio de lo real que habita nuestro Pedro Páramo. Trata de un pueblo cuyos habitantes, algunos de ellos, deciden en un momento de su vida viajar al infierno y retornan de él siempre transmutados, hablando un lenguaje que nadie comprende, hasta que hay uno que va y regresa, y ya nada es igual. Una meditación sobre nosotros y lo otro, sobre lo de adentro y lo de afuera. Pienso en "La sagrada familia", el hombre y la mujer que luchan por adueñarse de la casa, que sienten que les pertenece, y para ello se casan y tienen un hijo, y hacen todo lo que haría una familia que se ama para odiarse. O la historia de Adamastor, el enano que tiene nombre de valiente. O, en el cuento que da título a este volumen, la sala donde un hombre decide enterrarse junto con su casa. Estos cuentos son misteriosos, son paradojas perfectas y son preguntas hirientes sobre la naturaleza humana, sobre lo que dicta nuestro ser animal. Los cuentos de Sala de armas no conceden nada a nadie, son enigmas armados meticulosamente, como la misteriosa Eleusis de Los misterios de Eleusis, cuya naturaleza se define, justamente, a través de constantes mutaciones. Los
misterios concentrados que la autora propone en Tiempo de las frutas
y las paradojas vivas que animan Sala de armas se desplegarán
en El calor de las cosas, obra de madurez, de movimiento. Lo que
caracteriza a estos cuentos es la soltura con que la prosa corre y describe,
básicamente, el anhelo humano de viaje, de traslado. Como la libertad
que persiguen Rubén, Colombo y Bulhoes, los protagonistas de "Las
cuatro plumas blancas", una búsqueda de la naturaleza que más
bien es una especie de huida y acaba en desastre financiero, en irresponsabilidad
hacia la mujer atada por los hijos. En "I love my husband", es la misma
libertad que anhela la mujer, frente a un matrimonio que conserva aparentemente
su juventud al impedirle vivir, pero ella sueña, aun así,
aunque ame a su marido. Curiosamente, también la separación
envejece al personaje de Tarzán en "Tarzán y Beijinho". Es
esa misma libertad engañosa, que acarrea dolor, la que goza el escribano
del cuento "El ilustre Menezes", una recreación del cuento "Misa
de gallo", de Machado de Asís. La mujer de pasión omnívora
de "El revólver de la pasión", y la secretaria del infatigable
Antenor Couto, el heredero súbito de "Corazón de oro" comparten
ese afán por detener a los que viajan, a los que siguen ese impulso
de salir a buscar, igual que aquellos que salen al infierno, otra vez en
"Frontera natural". Pareciera como si la vida hay que buscarla más
allá, pero no sólo atrás de una frontera horizontal,
paisajística, sino abajo de la tierra, en el fondo del mar, en el
laberinto de los sentimientos. La vida, la libertad, la felicidad, son
en estas historias elementos inasibles, huidizos, difíciles de atrapar.
Los cuentos de Nélida Piñon concentran el fulgor del cuerpo,
de la entrega, del amor, y lo mezclan con el enigma de la muerte, el odio,
el lodo. Este claroscuro teje su narración, y sus palabras salen
sangrantes, vivas, como trozos de realidad compleja, exaltada y dolorosa.
Uno no puede leer estos relatos sin pasar por una suerte de transmutación,
porque las palabras de Nélida Piñón, no sólo
cuentan y narran, sino que transmutan al lector.
La Jornada Virtual Naief Yehya
Los conglomerados que devoraron al mundo
¿A
quién protege el gobierno?
Colapso.com Uno de los grandes mitos de la nueva economía que tiene embobado al mundo es la promesa de riquezas sin fin para aquellos osados pequeños empresarios e inversionistas que se atreven a irrumpir en el turbulento mercado de las empresas ".com". Decenas de miles de personas en el mundo apostaron todo a esta industria naciente que, si bien durante algunos años fue extremadamente redituable, hoy es inestable y del más alto riesgo. La más reciente oleada de quiebras, devaluaciones de acciones y de colapsos de ".coms" anuncia un panorama negro en el que, de cumplirse las expectativas de algunos observadores, más de noventa por ciento de las pequeñas empresas desaparecerán. Ahora es obvio que el objetivo final de la mayoría de estas aventuras empresariales no era competir contra los gigantes del software como Microsoft, ni contra los creadores de contenido como Time Warner o Disney, sino que sólo querían crecer lo suficiente como para volverse deseables para estos conglomerados y entonces ser absorbidos por el mejor postor (aproximadamente la mitad del capital de las pequeñas empresas dedicadas a crear contenido para internet proviene de grandes corporaciones de los media). Esto resulta perturbador, ya que la promesa de internet era en esencia que este poderoso medio horizontal (sin jerarquías) y bidireccional (interactivo), ofrecería a los individuos la posibilidad de liberarse del control corporativo y comercial de los media. En su inquietante libro Rich Media, Poor Democracy, Communications Politics in Dubious Times (The New Press, 2000), Robert McChesney expone la falacia de suponer que internet dará lugar a una poderosa revolución social liberadora y democratizadora, dado que esta utopía se fundamenta en una fe ciega, tanto en el poder redentor de la tecnología per se, como en la creencia de que "el capitalismo es un mecanismo justo, racional y democrático". Las leyes que dominan a los medios y en particular a la red digital no son las del mercado, sino que por el contrario siguen los patrones establecidos desde la década de los treinta, cuando los empresarios de la radio y sus cabilderos lograron impedir que se debatiera públicamente el uso de la radio de AM y de esa manera lograron apropiarse del escaso número de canales radiales al descubrir su potencial comercial. De ese modo, un medio que podía utilizarse para la educación y para fortalecer a la sociedad civil se transformó en una herramienta en manos de vendedores de jabón. "El objetivo del sector corporativo no tiene ambigüedad, quiere establecer un sistema comercial antes de que haya cualquier posibilidad de participación pública", escribe McChesney. En la era del neoliberalismo tendemos a creer que la única certeza política es que capitalismo es igual a democracia; sin embargo, es elemental para la democracia que la economía sirva al bienestar y que se respete la voluntad del pueblo, algo que en el capitalismo sólo se ha cumplido en casos aislados. En la era del neoliberalismo y de la posguerra fría, las leyes del mercado se han vuelto el único dogma de fe y quienes no creen en él son considerados parias o enemigos de la humanidad. |
Carlos
López Beltrán
Sokal o la impaciencia arrogante
Imaginemos a un académico humanista fastidiado. Sus colegas científicos naturales ya lo tienen harto por su ignorancia, liviandad y autocomplacencia respecto a problemas fundamentales y complejos, cuya comprensión requiere sensibilidad y conocimientos históricos y antropológicos, y un refinamiento conceptual que la mayoría de ellos no tiene, y peor, no se dan cuenta de su carencia. El enojo apunta a su actitud cómplice, por ejemplo, en la creciente tecnologización de los dispositivos de destrucción guerrera que la ciencia pone en manos de los militares y políticos; y al afán que percibe en algunos de nutrir la injusticia, el racismo o la misoginia con explicaciones sociobiológicas crudas; y al cinismo de muchos ante el deterioro ambiental. Imaginemos ahora que este humanista decide desenmascarar públicamente la insensatez y la torpeza de los científicos en asuntos humanos. Pero en lugar de tratar antes que nada de hacer el esfuerzo por conocer las tecnociencias, sus modos íntimos de ser y de hacer, para construirse una idea justa de sus antagonistas, y ganarse el derecho de entrar en diálogos críticos y constructivos con éstos, opta por otra estrategia. Se dedica a expurgar tenazmente los escritos de un grupo selecto de científicos que sean a la vez notables y susceptibles de encarnar la ingenuidad o la tontería que quiere develar. Ayudado por colegas y amigos que comparten su enojo logra encontrar una serie de "perlas" espléndidas. Descubre por ejemplo que Newton fue descuidado e inconsistente en sus pronunciamientos epistemológicos. Que Cuvier como historiador fue un lamentable chovinista. Que Darwin hizo una lectura muy superficial y sesgada de la economía política. Que Einstein tenía tales confusiones filosóficas que jamás un trabajo de él recibiría una nota aprobatoria ni a nivel licenciatura. Que los creadores de la mecánica cuántica, Bohr y Heisenberg, produjeron una ensalada de nociones filosóficas misticoides bastante someras, como de cuarta división. Que Medawar era don Perogrullo al escribir de los aspectos literarios del artículo científico. Que Hawking casi rebuzna cuando intenta describir la contribución de Wittgenstein a la filosofía. Por no mencionar los arrebatos de Weinberg cuando postula una teoría de la verdad parecida a la de la "burra pinta". Que Gould y Mayr son bien balines como historiadores de la ciencia... y así sucesivamente. Imaginemos que nuestro humanista escribe un libro contando todo esto como un gran hallazgo y lo titula, pensando quizá en las ventas, Sabios iletrados. La pregunta que me hago es: ¿qué importancia y qué interés tendría un libro así? Me respondo: si está escrito con gracia y compasión podría ser un curioso anecdotario de lo que ocurre cuando los sabios merodean fuera de sus praderas, y podría dar lecciones de cautela. Pero acordémonos que era un afán peleonero lo que motivó la pesquisa. Así que seguramente no existirán la gracia y la compasión sino un ladino intento de criticar por un flanco débil a una comunidad y sus miembros, sin involucrarse nunca con sus actividades y fines propios. Caricaturizando, sería el cocinero que desautoriza al arquitecto por lo mal que le quedan las quesadillas. Es decir, un ejercicio altamente falaz, con pocas posibilidades de llevar a algo que no sean las risas vacuas de los partidarios y los sombrerazos con los rivales. Lo que he descrito es una imagen especular de lo que han hecho los físicos Sokal y Bricmont en su conocida obra Imposturas intelectuales. Por confesión propia, Sokal está desde hace años hasta las cachas de sus colegas universitarios gringos con sus posmodernas modas francesas que cuestionan la razón e intentan relativizar todo el conocimiento. Sobre todo le fastidia (y de ahí su sabida "broma" que por falta de tiempo eludo) el mal uso que a su parecer hacen algunos pensadores franceses del conocimiento científico. Kristeva, Derrida, Lacan, Latour, Deleuze y varios otros gurús intelectuales son, según él, bastante deshonestos en sus prácticas de pensamiento y han desencaminado a generaciones de humanistas, sobre todo en los campus yanquis. Y sí, el librillo en cuestión es una buena colección de "perlas" en las que se sorprende a los autores atacados fuera de base respecto a su dominio de la ciencia, y claro que sería entretenido y útil si supiera ser mesurado e inteligente. Es una arrogancia desmedida pensar que no es necesario pasar varios años estudiando de veras filosofía, o lingüística, o psicoanálisis, o antropología de la ciencia, para alcanzar algún nivel respetable de comprensión de las empresas de conocimiento en las que están embarcados los mentados pensadores franceses y sus seguidores, como de hecho lo hacen muchos científicos a los que sí les interesa dialogar con, y aun criticar a fondo, las empresas humanistas. El recurso hábil y superficial de Sokal y Bricmont de traer la "pelea" a su parcelita sin duda les ha dado regalías y cierto cartel entre quienes comparten su fastidio e inquina. No parecen darse cuenta de que las críticas efectivas y forjadoras de mejores ideas a futuro ya se están dando, se han dado siempre, entre las mismas comunidades de humanistas, que están lejos de ser dóciles corderos que siguen a ciegas a sus gurús. Para tener en verdad buenas razones para ser escéptico frente a, por ejemplo, Derrida y sus demoliciones, hay que leer las críticas de quienes sí lo leen, lo toman en serio, entienden lo que pretende hacer y no están convencidos de que acierte. Y no, sin duda, a estos dos científicos malhumorados.
Lo que es
bonito no puede ser hermoso
Cuentan que Modigliani odiaba las esculturas de Rodin. Juzgaba con desprecio que Rodin era un "vaciador de yesos". Curioso disgusto, dirás. El arte de Rodin, como la pintura impresionista, escandaloso e incomprensible en su nacimiento, goza hoy de calurosa y universal aceptación. Su encantadora sensualidad deleita por igual al conocedor y al lego. A todos, menos a Modigliani. ¿Por qué? Para Modigliani la esencia de la escultura estaba en la piedra, en su dureza, y cada trabajo debía reflejar esa dureza y ser como piedra preciosa, "emoción cristalizada", según juzgaba bellamente el joven maestro. Estas ideas sobre los materiales las había oído Modigliani del santón de la escultura Constatir Brancusi, que lo desvió, con acierto, de la pintura hacia la talla directa en piedra. Pero Modigliani, como siempre, tomó y desechó lo que quiso de las ideas de Brancusi, de quien pensaba que era notable artesano, pero sin verdadero "poder creador". Las esculturas de Modigliani son una redonda felicidad. Por desgracia, son muy pocas. En 1909 el maestro regresó, por hambre, casi seguro, de París a Leghorn, su pueblo natal, en el sur de Roma. Estaba haciendo esculturas en París y siguió tallando en Leghorn. Trabajó con ahínco, dicen, y talló algunas piezas. Pero un día se sintió disgustado con su trabajo, algo no salía bien. Modigliani, como todo gran maestro, era muy exigente con él mismo, así que las echó en una carretilla, fue derecho con ellas a un canal cercano y las arrojó en masa al agua. Durante la segunda guerra, el canal sufrió nutrido bombardeo, pero aun así, ahí deben estar las piezas todavía, protegidas por el lodo. Los buzos que las rescaten se harán de seguro ricos, porque esas piezas, desechadas por el maestro, valen para nosotros su peso en oro. Ese mismo año Modigliani regresó a París, se instaló en Montparnasse y siguió tallando piedra. El escultor Jacques Lipchitz lo visitó ahí. Lo encontró trabajando al aire libre. Había tallado cinco cabezas de piedra y le explicó a Lipchitz que formaban un grupo escultórico. Más tarde, cuando las exhibió en el Salón de Otoño, las acomodó en hilera de menor a mayor, como los tubos de un órgano, "como si sugirieran la secreta melodía que corría en la mente de su creador". Y Modigliani seguía vociferando que estrujando lodo (modelar en barro) no se podía alcanzar "ni vigor ni grandeza". "Vigor y grandeza", en esas palabras hay una clave de lo que buscaba Modigliani. ¿Dónde hallar esos dos atributos? En la historia, mejor dicho en los antecedentes históricos. No ciertamente en Fidias o Praxiteles, tan académicos, después de todo, sino antes, en la Arcadia de los primitivos, las Kores sonrientes y rígidas, la verticalidad egipcia, y, claro, el arte africano, que Modigliani imitó a conciencia, la escultura khmer, la estatuaria babilonia, los tímpanos góticos y también, por supuesto, el arte prehispánico (aunque no sé el grado de noticia que de él tuviera Modigliani). Ahí, en esos trabajos "primitivos", la piedra es piedra, piedra traspasada de vigor y de grandeza. Y eso es lo que había que imitar, pero no desde fuera, sino, digamos, desde dentro. Esto es, hacer algo así, como eso había sido hecho, alcanzar un equivalente moderno de esa profunda experiencia estética. Este mismo anhelo explica también, en parte, la pintura de Modigliani. ¿Por qué este artista que vivió en el París de las vanguardias, que fue amigo de Picasso (hizo de él un portentoso retrato a lápiz), no pintó nunca un cuadro cubista, por ejemplo, ni se dejó llevar a lo nuevo? Modigliani era muy ambicioso: así como quería que su escultura entroncara con la rigidez de piedra del arte primitivo, quería que su pintura partiera y se emparentara con Cranach, por ejemplo, o el Greco (que, como él, alargaba las figuras en "mórbida emotividad"), con el arte bizantino y gótico, con los encantadores primitivos italianos, como Simone Martini, y más cerca, con el luminoso Renoir. De ahí arrancaba, y con esos maestros ambicionaba ser comparado. Pocos entendieron en su momento esta lucidez. No mucho después
de llegar a París, decía riendo que había hallado
un solo comprador para sus cuadros y que ese era ciego. Se trataba, en
efecto, de León Angeli, un viejo casi ciego que invertía
al azar y sin discriminar en cuadros de pintores jóvenes. Y así
siguió: sufrió adversidad y oscuridad en vida, pero su triunfo
póstumo fue clamoroso e indiscutible. Hoy gusta lo mismo a legos
que a conocedores, como su odiado Rodin, justamente.
|