SABADO 2 DE DICIEMBRE DE 2000

Ť Tu nombre en el silencio Ť

Ť Rolando Cordera Campos Ť

Sin hacer caso a los sabios y racionales consejos de su preceptor, un tal Ricardo Rubio, Ernesto Cardona regresa a Berlín en los años noventa pero no se detiene ante las ruinas del Muro, como se lo aconsejara Rubio, sino ante las de su propio pasado. Y ahí empezó este cuento largo, este juego arriesgado con la memoria y la ficción, a la que José María Pérez Gay nos había ya acostumbrado; un relato a mil voces y una, acosado por la melancolía más que por la nostalgia, que ocurre en un Berlín hoy increíble, donde se resumía la demencia de la ''alta" guerra fría allá por mediados de los años sesenta, cuando el mundo empezó también a dejar de ser lo que era y se quería que fuera.

Son los años de la desolación criminal de los bombardeos sobre Vietnam; de la muerte del Che Guevara y de pedir el odio para conseguir lo imposible; de la denuncia de la tolerancia represiva y de la búsqueda, nada menos que en la filosofía alemana, de las claves para un contrasistema que diera paso a nuevas empatías entre perez-gay-jose-maria-1-jpg Eros y civilización. En Berlín no había espacio sino para la desmesura filosófica y la sed ávida de redención política total.

Son los roaring sixties, del rock y los Beatles, del grito guerrero del Tercer Mundo, de la heroica resistencia del pueblo vietnamita y aun del Mao que quería revolverlo todo. Son los tiempos de la nouvelle vague y el cine de autor, pero también los momentos interminables vividos y sufridos por "una pequeña minoría", como rezaba su slogan más estruendoso, en esa extraña e inolvidable dimensión geográfica y del alma, congelada y acotada por la disputa de los mundos reales y virtuales de entonces, que fue el Berlín occidental. Ahí, en unos cuantos kilómetros cuadrados, los cerebros y la imaginación más desenfrenados se dieron cita para repudiar al capitalismo en su escaparate más opresivo, entre otras cosas porque no podía sino reflejar la opresión escandalosa y brutal que sobre aquella ciudad amurallada desde fuera ejercían los otros poderes, que se querían alternativos y libertadores pero que terminaron en un desastre humano, ecológico, mental, en 1989.

A la cita con esos fantasmas acudió Cardona más de diez años después, y lo primero que encontró fue a Paul Celan en los recuerdos incómodos, obsesivos, de su amigo René Sparr. El destino decide la cita en el campus de la Universidad Libre de Berlín, donde a mediados de los años sesenta se encontraron, cada cual con su desconsuelo, un brasileño aturdido por la dureza de la familia y la dictadura ya instalada, un colombiano acongojado por el desplome moral y político del padre ávido, un mexicano que tenía que dejar su lugar apenas vislumbrado en los juzgados y los bufetes de abogados, porque quería sacudirse el lastre del retraso y evitar que la provincia, y su padre, es decir su país, lo envenenasen.

Cardona, de México, Nuno Abranchez de Brasil pasando por Montevideo, Alonso Vélez, huyendo del pantano y la vergüenza de la cercanía paterna con Rojas Pinilla. Eran, fueron con militancia periférica en la hoy orgullosa capital de ''mittel Europa", ''los ciudadanos adolescentes del mundo que reunían dos realidades indispensables: la metrópoli y la provincia" (p. 92). ''Creíamos, se dice Cardona casi 25 años después, que el mundo era nuevo, porque nosotros éramos nuevos en el mundo. Todo parecía comenzar..." (p.22).

Fantasmas y brujas, ensalmos y exorcismos, angustia, que cruzan los años para formar un recuerdo doloroso pero insustituible: todo acude a la conjura berlinesa de las memorias de Chema, sólo soportables mediante el recuento largo, pausado, de ida y vuelta hasta con regocijo, de sus amores y dolores, que fueron también los amores y los dolores, la tristeza imborrable de los demás que forman el coro de su historia. El amor de Erika Paveling y sus ausencias recurrentes e inexorables, Ida, su madre, asediada por monstruos y espantos de inmenso dolor, mensajeros del amor perdido bajo la sevicia nazi (entra León Halévy y su epitafio: ''Cómo has podido dejar tu nombre en el silencio''). El desertor Harlan Deeter, estadunidense que resume con vigor las morales ambiguas, arteras podría decirse, de aquella guerra helada que no dejaba de quemar y calcinar los usos de la razón que cada bando presumía poseer en exclusiva. (''Old soldiers never die, le escribió Herlan a Karin, su amante compañera de pipa: they just fade away").

Desde luego, siempre, Rudi Dutschke (de cuya muerte, dice Vélez ya en Nicaragua sandinista, no nos hemos aliviado. ''-ƑCómo sabes que no me he aliviado? -preguntó Cardona. -Se te ve -dijo Alonso-, se te ve); el grupo de Acción subversiva, el Viva María, al final la Federación de Estudiantes Alemanes Socialistas y sus encuentros con el gran Marcuse que caía postrado ante la furia estudiantil que lo quería todo y al momento.

Por lo comederos del pueblo de estudiantes pasó todo, la teoría crítica y las pretensiones del propio Rudi de llevar la teoría aprendida al fervor de una práctica total contra un sistema que se entendía también como total o, se diría ahora, global: el imperialismo.

Furia contra la agresión física y mortífera en el sudeste de Asia, furia igual contra la alienación que se asociaba a la sociedad americanizada de consumo feroz y sin límites, furia contra unos profesores adocenados y educados en la reeducación que impuso la derrota. Años fulgurantes, sin duda, pero también asediados por la sospecha, que en Cardona es certeza débil, de que se vive más que nada una jugarreta cruel de una historia apenas intuida, nunca bien entendida ni juzgada.

Tu nombre en el silencio no es una novela política, ni la remembranza de un revolucionario contaminado por aquella auténtica feria de ilusiones y esperanzas atropelladas. Es una novela de amor y dolor, sin duda, pero que no puede dejar de ser, a la vez, el registro atormentado de una generación que lo quiso todo sin caer en cuenta que el mundo no era nuevo ni bueno.

Las tristes sagas de Vélez (quien va de la ley de la dialéctica a la ley del corazón) y Abranchez, la absurda muerte del segundo a manos de la represión de la dictadura brasileña, el subsecuente penar de su amante prima Laudelina María Carneiro, la desolada marcha del colombiano por las revoluciones tardías y agotadas de los años ochenta, la desaparición de un Rudi condenado de antemano por una artera y demente agresión inducida por Springer y su histeria anticomunista, la locura posterior, que hoy parece destino fatal, de algunos de sus más aguerridos camaradas (la baader-Meinhoff), el pase a retiro atropellado de aquella bipolaridad tan corrosiva como cargada de espejismos son, en todo caso, el escenario apretado, tanto como lo era geográficamente Berlín en aquel tiempo, de un relato agridulce y trágico, pero a la vez rico en vida y ambición de vivirla, como lo fue asimismo aquel Berlín, de Savigny Platz al barrio de Kreutzberg, el de los alternativos y ahora de los inmigrantes turcos, y, por qué no, también en el Kdam y sus aparadores ridículos, que nos ayuda a decir adiós a todo aquello sin pensar mucho en arrepentirse de haberlo vivido locamente.

Berlín me cautivó en unos cuantos días de enero de 1968, cuando pude percibir la intensidad profunda de aquella realidad encerrada como si fuera subversiva. Entonces, Dustchke ganó una demanda judicial contra el gobierno local y nos convocó a marchar tras las imágenes de Rosa Luxemburg y Liebnecht, del Che y de Ho Chi Minh. Eramos, sin duda, ''una pequeña minoría", que poco después asombró a Londres con su enjundia y en mayo puso a Francia de cabeza. Sus ecos los vivimos muchos aquí, como fiesta un rato, como sangrienta aberración del poder por mucho tiempo más. Esta es, apresurada y un tanto abrumada, quizá quejumbrosa, mi primera reacción memoriosa y agradecida ante este estupendo y fragoroso recuento de una vida que vivimos muchos Abranchez, Vélez, Cardonas, Erikas y Giselas, la de los vaticinios cumplidos, buscando un destino que no fuese el que su pasado le deparó sin clemencia a la enorme figura, aquí sí de la historia grande y cruel, que en la novela encarna la entrañable, dolida del alma, la pobre, Ida.

Aprendices de brujo fuimos todos, pero tenemos con nosotros el exorcismo curador y reconfortante de la memoria y la cultura que atesora Pérez Gay, y que comparte de vez en vez con sus amigos.

Tres posdatas. Primero: no sé si Cardona en verdad pudo abrir en la noche la Catedral de Colonia para que Echeverría la viera. Segunda: estoy seguro, también, que don Vicente Sánchez Gavito tenía razón y no se puede ser perfecto sin beber. Tercera: Pérez Gay sí habla de La Condesa y de unos grupos ultras deslavados y un tanto cómicos, que no justificarían las fobias de nadie hacia la política, incluso la de la ilusión izquierdista. Y aquí termino, como lo hizo nuestro autor, con estos versos inmensos de Celan: ''Pon tu bandera a media asta, Memoria, a media asta, hoy y siempre".