Ť La conferencia de Carlos Monsiváis, hoy, acto central en México
Wilde en Bellas Artes, emblema de la lucha contra la intolerancia
Ť Con su discurso impugnó todas las formas de gobierno, de caridad y moralina
Ť Se cumple este día el centenario luctuoso del autor de La balada de la cárcel de Reading
Miryam Audiffred Ť Hace cien años Oscar Wilde murió en la ignominia y la miseria. Escritor inteligente, irónico, sensible y un tanto perverso, vivió sin reconocer límites o convenciones. Carlos Monsiváis es uno de los numerosos cómplices que, en el mundo de las letras, le brindará un homenaje a quien en vida señaló que ''amarse a sí mismo es el comienzo de una larga historia de amor". Y el reconocimiento de este escritor mexicano hallará su cauce en la conferencia que hoy ofrecerá, a las 20:00 horas, en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes, en el contexto de las actividades organizadas por el suplemento Letra S para reconocer la herencia de quien deviene uno de los mayores emblemas de la lucha contra la intolerancia.
''Mi casa siempre está en otra parte", solía decir el autor de obras como El abanico de Lady Windermere y La importancia de llamarse Ernesto.
Quizá por eso, a kilómetros de distancia de los escenarios que en Londres ofrecerán conferencias, películas, representaciones teatrales y debates entre intelectuales, la palabra de Oscar Wilde resurgirá con un poder añejo y con cierto acento latino. La tarea es compleja.
El creador de Una mujer sin importancia fue y sigue siendo un personaje inasible: al mismo tiempo dramaturgo irlandés y gran escritor de las letras inglesas, homosexual notorio y padre de familia abnegado, vulgarizador socialista y dandy fascinado por la aristocracia.
Forjador de epopeyas
Aprehender este don de la dualidad, característico de Wilde ha requerido, en México, de la organización de un ciclo de video ?que se realizará en la Cineteca Nacional del 1 al 8 de diciembre?, la realización de mesas redondas y, sobre todo, de la reedición de De profundis (Epístola in Carcele et vinculus), volumen poético traducido por el escritor José Emilio Pacheco en 1975 y cuya nueva versión aparecerá, en breve, con notas actualizadas.
Sus contemporáneos señalan que lo mejor de su inteligencia brotaba siempre en la conversación. Por eso, a lo largo de toda su existencia Wilde se encargó de demostrar, en cada minuto de cada día, la razón por la que ?en sus palabras? "desperté la imaginación de mi siglo hasta tal punto que él creó un mito y una leyenda sobre mí".
Pero las epopeyas que rodearon su figura fueron forjadas, ante todo, por él. En Oxford, por ejemplo, colocó descuidadamente un caballete de pintor en su sala de trabajo con el afán de crearse imagen de artista. A su vez, para ser aceptado por la sociedad inglesa ocultó su origen irlandés recortando su nombre. Dejó de ser Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde y se nombró Oscar Wilde, a secas. Quiso ser más inglés que los ingleses y para lograrlo llevó sus códigos y su sentido del humor a límites que desconcertaron al stablishment de la época. Escribe El alma del hombre bajo el socialismo y atrae la ira de la nobleza que hasta antes de esa publicación lo adulaba.
''La gente grita en contra del pecador; sin embargo, no es el pecador, sino el estúpido el que representa nuestra vergüenza. No hay más pecado que la estupidez", escribió no sin antes sostener que una sociedad de hombres libres es enemiga de todo autoritarismo. Su discurso se caracterizó por una total crítica a todas las formas de gobierno, a las distintas manifestaciones de caridad y a la intolerancia.
Su vínculo amoroso con Alfred Douglas ?a quien llamaba cariñosamente Bosie? lo condenó al escarnio público y a la prisión. Ocupó la celda número tres de la cárcel de Reading, en el condado de Berkshire y ahí conoció la historia del soldado de caballería de la Guardia Azul que inspiró La balada de la cárcel de Reading, texto que publicó al recobrar su libertad, pero lo firmó con su número de presidiario C.3.3.
''Nadie, ni siquiera en éste su centenario, sabe por qué el gran comediógrafo se obstinó en vivir, en vez de escribir, su propia tragedia", dijo hace unos días José Emilio Pacheco al referirse al poeta y narrador. Oscar Wilde vivió entre la gloria y el anonimato, y murió en París a los 46 años. No tuvo objetos materiales que dejar como herencia pero, en su lugar, legó volúmenes de inspiración y fortaleza. Demostró que "la vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida".
Ť Permanencia de lo efímero Ť
Ť Carlos Bonfil Ť
Es una paradoja notable que Oscar Wilde, uno de los escritores más marginados e incómodos del siglo diecinueve, alejado del reconocimiento oficial británico durante casi un siglo, sea paralelamente uno de los hombres de letras más leídos de la lengua inglesa, verdadero best-seller durante varias décadas. Es paradójico que quien cultivara el arte más efímero de todos -la conversación-, el genio de la réplica ingeniosa y la agudeza verbal, tenga cien años después una vigorosa permanencia en la tradición literaria anglosajona, al nivel de un Bernard Shaw o de un Mark Twain, con una biografía excepcional en la que se dan cita la leyenda, la admiración general y el rumor escandalizado.
Para muchos, Wilde representa la figura de un director de conciencia, a la manera de André Gide en Francia, un personaje con la capacidad de resumir en su estilo de vida una postura moral y también una actitud estética. La pose del dandy es también el desenfado de quien supone que la elocuencia y eficacia de los signos exteriores (la elegancia en la vestimenta y los modales, la necesidad del ingenio como estrategia de sobrevivencia y brillo social) son elementos indispensables, vasos comunicantes y sustento de toda una obra artística. ''He puesto -decía Wilde- el genio en mi vida, y sólo el talento en mi obra".
Reflejos wildeanos
En las poses del dandy se concentra la sensibilidad de un ser consciente de su marginación social, deseoso, sin embargo, de exhibirla agrandada, embellecida, para estupor de quienes lo desdeñan. No es otra la naturaleza de personajes literarios como Des Esseintes, el aristócrata decadente de Al revés, novela de Joris-Karl Huysmans, de finales del siglo pasado, quien encerrado en su castillo se complace en hacer desfilar por sus muros escarabajos con el caparazón cubierto de rubíes y esmeraldas para disfrutar el brillo que confieren a las habitaciones, o las provocaciones de Salvador Novo, medio siglo más tarde, quien opone bisoñé, cejas depiladas y barroquismo gestual a la solemnidad y tiesura de sus interlocutores en México. Abundan en la literatura los reflejos de la actitud wildeana, pero también en el teatro, y en nuestro oficio del siglo veinte, el cine, donde detectamos la huella del autor de Salomé, o de El retrato de Dorian Gray.
ƑCómo entender, sin Wilde, el humorismo irreverente del dramaturgo inglés Joe Orton, sus desafíos a la moral tradicional, su gusto por la provocación, todos esos desplantes y actitudes que rescata el cineasta Stephen Frears en Prick up your ears, donde Orton, estupendamente interpretado por Gary Oldman, recibe un trofeo por su trayectoria artística, y acto seguido lo deposita a lado de un sórdido mingitorio londinense mientras entretiene a un grupo de amantes masculinos ocasionales. A diferencia de Wilde, el dramaturgo Joe Orton no profiere en su provocación social una sola palabra: le basta la aplicación con la que erige la satisfacción sexual en objeto privilegiado de su exploración sensorial.
En una escena de la película Wilde, de Brian Gilbert, el actor Stephen Fry interpreta al poeta en su gira por Estados Unidos, ahí lo rodean varios mineros muy jóvenes de un pueblo de Colorado, extasiados ellos con su conversación llena de anécdotas y enigmas, fascinado él con la apostura física de los trabajadores. La cinta, de 1997, señala ya, en lo explícito de sus imágenes eróticas, en el juego con el referente estadunidense, la distancia entre esta representación más abierta de Wilde y versiones ya canónicas de películas como El hombre del clavel verde (o Los juicios de Oscar Wilde, su título en Inglaterra), de 1960, de Ken Hughes, con la estupenda interpretación de Peter Finch en el rol estelar, o en Oscar Wilde, película de Gregory Ratoff interpretada por Robert Morley. Gilbert deja de lado en su cinta reciente la larga representación de los juicios contra Wilde, en el desván de un subgénero (el cine de e scándalos en tribunales) muy explotado ya por el cine hollywoodense.
La pregunta es entonces, Ƒcómo abordar hoy al personaje de Wilde? ƑCómo lo aborda el cine de los años noventa? ƑY por qué los cambios sociales ocurridos en los últimos 30 años obligan a desterrar las perspectivas de Ken Hughes o Gregory Ratoff, los cineastas mencionados? ƑCómo evitar la banalización de Wilde, o peor aún, su canonización llorosa? Es evidente que en una actualización de la figura de Wilde, cabe tomar en cuenta las conquistas que ha logrado la comunidad homosexual a partir de las revueltas de Stonewall, en Nueva York, en 1969, y que desde entonces se celebran anualmente en todo el mundo con marchas gigantescas de orgullo homosexual. Es un hecho la salida del clóset masiva de muchos adolescentes gay en los años noventa, y la participación de estos mismos jóvenes en esquemas de comunidad y de conducta muy distintos a los que prevalecían en la misma época de Stonewall. Un concepto como el de diversidad sexual obliga a tomar distancias frente a la antigua oposición homosexual/heterosexual, muy presente en toda la literatura, cine o teatro que estudia, comenta o recrea a Oscar Wilde y su mundo. La misma apropiación crítica del término homofobia (odio irracional a los homosexuales) confiere hoy un nombre y una caracterización a lo que antes no tenía forma de ser nombrado y sólo se identificaba como una humillación moral.
A partir de la comprensión y estudio de la homofobia, es posible también iniciar una revaloración de la discriminación antihomosexual en la historia, así como un cuestionamiento de los modos de representación de la homosexualidad y el desprecio de la misma en diversos medios de comunicación. Véase por ejemplo la manera en que Rainer Werner Fassbinder describe las relaciones de poder en una pareja homosexual en su cinta El derecho del más fuerte, o la complejidad en las relaciones de política y sumisión sexuales en el caso de un travesti (Elvira) en El año de las trece lunas; véase también cómo el mismo director alemán adapta una novela de Jean Genet, en Querelle, e incluye ahí un poema de Oscar Wilde, La balada de la cárcel de Reading, que Peer Raben musicaliza (''Cada quien mata lo que ama"), acompañado de la voz de Jeanne Moreau.
A lado de revisiones originales y muy frescas de la sensibilidad wildeana, como Velvet Goldmine, de Todd Haynes, y estelarizada por Ewan McGregor, persiste una visión escéptica del deseo homosexual, muy alejada del aura de martirologio y la sensibilidad telenovelera, en la cinta inglesa El amor es el diablo (Love is the devil), de John Maybury, donde se escenifica la relación del pintor británico Francis Bacon y de un hombre más joven, a la vez admirador entusiasta y vividor cultural. El tema de esta relación homosexual basada en la desigualdad de condición social, de lustre cultural, de poder adquisitivo, tiene otros reflejos en el cine contemporáneo, y la huella es siempre de Wilde, cuando no de Thomas Mann, como en el caso de Muerte en Venecia. Hay otras películas, Dioses y monstruos, de Bill Condon, y también Amor y muerte en Long Island, con John Hurt en una actuación formidable. De una cinta a otra, desde el cine comercial hasta el más independiente, se manifiestan las mil formas de declinar la pasión amorosa entre un hombre maduro y otro más joven, entre la vulnerabilidad del primero (humillado por los estragos de la edad), y la indefensión del segundo (oscuramente consciente del carácter perecedero de su lozanía y belleza, y de la inevitable caducidad de su condición como objeto de consumo carnal).
Impugnador de certidumbres morales
La obra de Wilde rescata en el terreno de la atracción homoerótica los conflictos pasionales presentes en la literatura romántica de principios y mitad de su siglo, transforma un tema de folletín melodramático en motivo de reflexión moral y estética; y confiere nobleza al amor que el prejuicio burgués sólo concebía rodeado de miasmas y malos olores. Tal vez lo más contemporáneo en la obra del escritor irlandés -aquello que tiene mil reflejos oblicuos en el teatro y el cine a principios de este siglo- sea su cuestionamiento radical de las certidumbres morales y de la intolerancia manifiesta en casi todos los ámbitos de la vida social. Las armas de la conversación wildeana -la ironía, el juego verbal, la provocación que enciende una o muchas conciencias- son posiblemente las más eficaces para hacer frente a los anatemas y condenas que todavía pesan sobre las minorías sexuales. Cuando un arzobispo afirma que los travestis no son seres normales, y una autoridad panista veracruzana llama a limpiar a la ciudad de la escoria que representan los homosexuales, sabemos que la retórica de la intolerancia pesa todavía sobre nuestra vida social, política y cultural, y que las respuestas autoconmovidas y las representaciones lastimeras del buen homosexual, del homosexual bueno, correcto, apenas perceptible o identificable, apenas visible, del homosexual discreto, no escandaloso, el que prudentemente apenas se hace notar, no son ya de utilidad alguna para frenar el desprecio social, vigente todavía en muchos ámbitos.
En el centenario luctuoso de Oscar Wilde, el mejor tributo posible es rescatar su radicalismo moral, que, a la manera de su propia defensa de la pureza artística, es una actitud honesta y consecuente. En este nuevo siglo son contemporáneos de Wilde, el fotógrafo Robert Mapplethorpe, el dibujante y activista político Keith Haring, el cineasta Cyril Collard, el filósofo Michel Foucault, y otras personalidades hoy también desaparecidas: Roland Barthes, Rock Hudson, Hervé Guibert, Derek Jarman, Freddy Mercury, toda una constelación de talentos que como él supieron asumir y expresar un vigoroso rechazo moral a la hipocresía y a la intolerancia.
En una coyuntura histórica como la que vive hoy México, es oportuno recordar que un clima de intolerancia sólo puede ser un lastre muy pesado en el tránsito a la democracia. Una de las falacias de la derecha consiste en invocar, a su antojo, el sentir y la opinión de una supuesta mayoría del pueblo mexicano para justificar la discriminación a las minorías sexuales y la negativa a reconocerles sus derechos cívicos. Al respecto, el filósofo inglés Mark Platts propone una reflexión pertinente en su libro Sobre los usos y abusos de la moral: ''Supongamos -dice- que la gran mayoría de la gente mexicana siente reacciones negativas -aversión, repugnancia, asco, náusea, incluso odio- al contemplar la mera idea de las relaciones homosexuales. Esto sería un hecho. Pero si vemos en tal hecho una razón suficiente para no tolerar las relaciones homosexuales, para no permitirlas, deberíamos ser honestos y reconocer que el valor de libertad ha dejado de existir para nosotros".