LUNES 27 DE NOVIEMBRE DE 2000

 


Ť Hermann Bellinghausen Ť

Tregua en Victoria

La abundante humanidad hormiguea enérgica y confluye en los andenes, abrigada y abigarrada. Mujeres y hombres en edad productiva y por ende reproductiva, uniformados casi en el gris-negro de sus abrigos y gabardinas, van como si vinieran, con prisa y puntería propias de las muchedumbres educadas en sí mismas para fluir puntuales como ríos al mar de todas las distancias. Hablan mucho. Sus idiomas no predominan, no ascienden ni descienden, sólo se desdoblan al abordaje de sus respectivas vidas. Termina el día.

Transeúntes que en breve devendrán pasaje, boleto en mano se acumulan ante un largo muro de palabras, nombres blancos sobre fondo negro, en la repetición cambiante de las corridas, los puntos cardinales y sus nombres dados a la multiplicación del número. Boleto en mano, digo.

Una más entre ellos, irreconocible pero no distinta, Pandora a grandes trancos atraviesa el vasto hall donde el que se detiene pierde. Las trabes de hierro y el techo en triángulos de Victoria Station parece animarse de la nada. También en muchedumbre, las palomas bajan de las trabes al granito sin que nadie las arrolle; como los perros, nacieron para el tumulto de los hombres. En carriolas, una considerable cantidad de niños. Las madres tras ellos, sirven de motor y un cierto arrullo. Los niños duermen, nada los inquieta o sorprende, ni siquiera la plegaria sin incienso que anuncia las salidas.

Pandora lleva su mochila a la espalda y un "neceser" que le entume las falanges. Las luces de colores de los aparadores consumen olvido. Pandora no las mira, pero de ellas también se alumbra, se detiene donde la multitud contempla el muro de los destinos. Desde el barandal del entrepiso, decenas de bebedores de cerveza miran mientras fuman, se entredescubren, platican. Y los abrigos, los abrigos detienen su andar bandera oscura porque hace frío, mas no el suficiente para desoír la dispersión en hindi, coreano, tagalo, castellano, árabe, ruso, y un azorado inglés que se come las uñas de los nervios, invadido por las esquirlas de su propio imperio.

Pandora. Un calorcillo de gentes le rodea el cuerpo y considera que es momento. Levanta el "neceser" a la altura de sus ojos. Lentamente, se arrodilla. Sus dedos fríos hacen saltar la pinza del cierre. Alza la tapa sin querer hacer ruido, como si no sonara ya un rugiente clamor ajeno al movimiento de sus manos. Pandora. Una bufanda le ata el cuello y la cabellera larga en un solo nudo. Viste falda negra, medias negras, zapatos negros con tacón. El frío le aguja la pálida mano de pintura en el rostro, y las manos ateridas. Aguarda a que el muro de los destinos anuncie el tren hacia los cantiles de Dover en los suburbios de la costa. Londres se cubre de noche y llovizna. Inadvertidamente, del cofre de Pandora brota la fuente de los ruidos, de todos los ruidos. La gente se da por enterada, pero no mira mucho, ocupada en llenar de viento las plataformas, el hall y los pasillos.

Un espanto echa torbellino de su radio prendido. Pesadillas de humo y plomo, fantasmas, temblores, huracanes, epidemias, sanguinolentas violencias. Nada que no conozca cualquiera. Como periódicos de ayer y boletos para anoche, llegados al andén los miedos caducan. Culebras, accidentes, gusaneras, intoxicados, explosiones, derrumbes, etcétera de horrores y penas, todo se acomoda en la armonía de las máquinas. Pandora pronto desiste, cierra el cofre y se dirige al andén del frío. Le regalan una rosa, y una estampita de UNICEF. Sonríe.

Al abordaje. Rechinan los vagones, la gente cree a pie juntillas el letrero de luz, y le llega. Al último una gaviota del río sobrevuela la brisa que dejan las partidas. La cotidianidad prosigue. Pandora no imagina lo que pudo provocar si la gente se anduviera con historias. Ellos viven en tregua, muchos han sufrido guerras, exilios, odios de raza, servidumbres. Por fortuna los dioses duermen ahora, no se les ocurren puntadas como en las tragedias griegas, y los pasajeros cumplen tranquilamente su destino. El daño y las vibras gruesas que habitan las páginas de la historia sufren una momentánea derrota en la estación Victoria. Todos aquí aman tener existencia, y la protegen del siglo. Pandora hace un mohín de capricho, mira alrededor con irónico cariño, apaga sus fantasmas, se arrellana en el asiento, el "neceser" sobre las rodillas, y libre del peso de su caja de sorpresas, camino a la costa se adormece en la música simple de los vivos en lo que, a falta de mejor nombre, llamaremos alivio.