La Jornada Semanal, 26 de noviembre del 2000  
 
 
Enrique López Aguilar

 

UN TRIÁNGULO DE LOS SENTIDOS (III)

De acuerdo con los ritos arcaicos de Tespias, donde se le adoraba bajo la forma de una piedra informe, en el origen ya estaba Eros, nacido al mismo tiempo que la Tierra y surgido del Caos primitivo. En otras viejas versiones del mito, también se le creyó fruto del huevo original engendrado por la Noche, cuyas dos mitades, al separarse, formaron la Tierra y su cobertura, el Cielo. Fuerza fundamental del Cosmos, Eros no sólo aseguraba la continuidad de las especies, sino la cohesión interna del mismo Cosmos; sin embargo, contra la creencia de considerarlo una de las grandes divinidades, algunos mitógrafos y filósofos posteriores lo redujeron a la mera condición de “genio” intermediario entre dioses y hombres; fue el caso de Platón, quien, en el Banquete, lo hizo hijo de Poros (el Recurso) y Penía (la Pobreza), de quienes obtuvo dos características significativas: siempre a la zaga de su objeto, como la Pobreza, debía inventar los medios para conseguirlo, como el Recurso. Así, de haber sido una fuerza fundamental del mundo y un dios omnipotente surgido del Caos, esta interpretación platónica redujo a Eros a sólo un impulso perpetuamente insatisfecho e inquieto. 

Es imposible dejar de atribuir al dios griego la invención del erotismo, no exenta de polémica ni censura. El hecho de que Eros haya creado la actividad que lo conmemora durante el decurso de alguna de sus múltiples leyendas, autoriza a decir que, como el amor, el erotismo es una elaboración cultural sobrepuesta a dos impulsos naturales: el del sexo y el del instinto procreativo. En esa medida, el regalo del dios es semejante al de Prometeo, en tanto que fuego y erotismo humanizan al hombre y lo separan de las bestias. Desatador de trastornos y pivote del amor apasionado que bordea los linderos de la muerte, el erotismo fue visto desde la Antigüedad como un padecimiento cuyo origen estaba en el temperamento melancólico, causa de la tristitia. 

Surgido de experiencias individuales, compartidas, transferibles o indecibles, el arte logra comunicarse a través de sus lenguajes de una manera que rebasa el carácter cerrado del erotismo y el carácter privado del banquete. El arte crea algo que antes no existía en el mundo: lo perfecciona, interpreta y vuelve comunicable; así, amplifica las visiones de dos y las vuelve “objetivas” o “universales” al concentrarse en ciertas visiones y momentos subjetivos, particulares, intransferibles, con lo cual se vincula con el sentimiento, a la vez expansivo y privado, característico del mundo amoroso, así como con el flujo de las sensibilidades intensa y extensa, que son propias de los universos masculino y femenino, respectivamente. 

La rapidez, las convenciones y la moral tradicional son enemigos naturales del cuerpo, de sus sentidos y del conocimiento que producen, pues consideran que de ellos sólo se derivan engaños, obsesiones y falsas certidumbres basadas en las apariencias: según ese robusto prejuicio, la ingenuidad del mundo sensual no sólo confunde apariencias con esencias, sino que tiene el atrevimiento de concluir que el cielo y el paraíso se tocan desde aquí, en esta vida, sin fundar muchas esperanzas en la existencia del más allá. Consecuencia de esto es la condena, la intolerancia y, como caso extremoso, la persecución de la piel erotizada, de la comida verdaderamente rica y de las operaciones propias del arte. Frente a tales calamidades dogmáticas, el universo de los sentidos ha logrado articular la elaboración de formas humanas y culturales mucho más complejas, de tal modo que puede alcanzar las fronteras de quienes lo condenan: no resulta imposible hablar de amores eróticamente espirituales y espiritualmente eróticos, paradoja que los místicos se encargaron de expresar hace varios siglos. Los frutos de la sensualidad, llevados a su desarrollo más complejo (arte, erótica, culinaria), no han hecho sino satisfacer una de las aspiraciones más constantes de la humanidad: la de transformar y enriquecer el entorno para hacer vivible este mundo, sin renunciar, por ello, a los medios frágiles y poderosos que le son inherentes: sus sentidos. 

Si la literatura es, junto con la música, un arte del tiempo, el erotismo y la culinaria comparten con ambas la de ser dos misteriosas formas de la temporalidad; sin embargo, el erotismo encarna dicha dimensión en un espacio cuya geografía es la de los cuerpos de la pareja humana. Cuando el arte reflexiona acerca del encuentro erótico de dos y, para lograrlo, erotiza y antropofagiza sus propias herramientas, a la vez se acerca y aleja de aquello que especula dentro de sus páginas: así como la pluma va desatando sobre la hoja en blanco los signos que darán sentido a un poema, un cuento, o a las páginas de una novela o de un ensayo, manos labios piel saliva sexo y humedades despliegan sobre la piel del otro un lento ejercicio de signos cuya escritura y devoramientos sólo ellos dos entienden, pero que, al ser leídos desde un verso, unas líneas en prosa o un dibujo, se traducen y fijan ante los ojos de los demás, dando permanencia y amplitud a una materia que, de suyo, en el ámbito de la privacidad, tendería a desaparecer junto con la desaparición física de sus protagonistas. Si amor y erotismo transforman al otro hasta el punto de volverlo único, no obstante que la separación pudiera disolver a los amantes; si culinaria y degustación modifican el acto de alimentarse en un verdadero apropiamiento del mundo mediante la boca, el arte logra reflejar esa capacidad de metamorfosis a través de lo que las actividades de muchos han ido logrando a través de los siglos para retener el instante de privilegio alcanzado por los sentidos humanos.  
 
 
 


Crónicas Banffianas (I) 

Para Carol Holmes
1. Hay que imaginarse un lugar rodeado estrechamente por montañas espectaculares, bajo un cielo tan puro que los defeños, al ver tan lejos y tan bien, albergan moecíamentáneamente la ilusión de que se han curado de la miopía. Una mezcla curiosa, como d un mexicano que está trabajando aquí, de retiro monacal, hotel de cuatro estrellas y campus universitario. Un refugio. Aquí, en Lloyd Hall, el edificio en el que viven los becados, músicos, escritores, pintores, performanceros y videoastas, habita también, desde los años setenta y atendido con celoso cuidado, el músico húngaro Zoltan Szekely. 

Szekely, ahora nonagenario, fue un violinista de renombre, tenista de dobles en Wimbledon (es verdad), soldado en la segunda guerra mundial y colaborador de Béla Bartok. Se murmura que tiene un Stradivarius guardado en un clóset. La gente que dirigía el Centro en los años setenta le ofreció a Szekely un hogar y él ha decidido vivir aquí. 

2. En Banff no se da el fenómeno conocido como “domingazo”: esa pesada melancolía que le cae a uno encima el domingo, día que “parece desterrado del tiempo” como escribió Javier Marías. Aquí los estudios, la biblioteca, el gimnasio, todo, funciona el domingo. No hay ninguna sensación de soledad, ni de obligado encierro, que hace que algunas víctimas de esa variedad de depresión semanal lleguemos incluso a desear que llegue el lunes. 

3. Al comenzar a escribir estas líneas me interrumpió una visita: un ciervo que se frotaba la cornamenta contra el tronco de un árbol. 

Los estudios Leighton, donde trabajamos los escritores, están en medio de un terreno boscoso por el que pasan alces, ciervos, cuervos gigantescos que provocan una súbita comprensión de la obra de Poe, urracas, martas y ardillas. 

El ciervo, por cierto bautizado como el “Venado Gómez” por un mexicano, 
estaba rascándose contra un pino diminuto que se levanta a medio metro de la terraza de mi estudio. Me acerqué a la puerta para verlo mejor y la entreabrí lo más silenciosamente que pude; Gómez continuó rascándose. Una lluvia de agujas verdes cubrió la nieve y el aire se llenó del olor resinoso del árbol y de otro más misterioso, redolente a caballo, del ciervo. De pronto levantó la cabeza, me miró y abrió mucho los ojos ­debo decir que todo lo que se ha dicho y escrito sobre los ojos de los ciervos es rigurosamente cierto: parecen pozos de agua negra, de terciopelo, son dulces, etcétera. La hermosa cara de Gómez registró asombro, miedo. Entonces huyó dando esos saltos graciosos de los ciervos en los que parece que las cuatro patas los impulsan al mismo tiempo. Yo me quedé suspirando en la puerta, sintiéndome parte del dramatis personae de El último de los mohicanos. En Banff, como es parque nacional, los animales, las plantas y el agua están protegidos. En el resto del país, si un venado invade la propiedad de alguien, puede acabar hecho barbacoa. 

4. Que los chilangos no aguantamos ni el frío ni el calor, es un dato que conocemos todos, sin necesidad de remitirnos a pruebas. Pero aquí, donde he visto a gente, como diría el Quijote, “fementida y descomunal”, salir con sandalias y calcetines en mañanas en las que el termómetro marca varios grados bajo cero, me he dado cuenta de que eso de que no aguantamos nada es la pura verdad. Uno se tapa la cara, se pone gorro, se deja la pijama debajo de la ropa, se pone tres pares de calcetines (los zapatos se vuelven una tortura) y se calza los guantes antes de salir. Aun así, la nariz escurre, lagrimean los ojos y se ponen rojas las mejillas. 

La otra noche pusimos un cuarto de litro de leche afuera de nuestra ventana “para que no se echara a perder”. De todos modos no pudimos usarla. No se echó a perder, pero parecía una paleta de horchata, de esas que se quedan en el fondo del refrigerador de la paletería, que saben a gas y humean como hielo seco. Además, la gente de aquí insiste: “Esto no es nada...” (Continuará.
 
 

  
 

 
  
 

    Luis Tovar
    La actuada (III) 
     
     

    En la primera y segunda partes de “La actuada” nos referimos a los criterios que deben considerarse para no soltar sin ton ni son la frasecita “es que siempre son los mismos”; después hablamos de nuestra absoluta carencia de un star system y de cómo éste suele dictar, donde sí existe, los derroteros de una industria cinematográfica. También mencionamos que la reiteración en pantalla de un rostro conocido no es práctica exclusiva de nadie, pues la llevan a cabo desde los grandes estudios hasta los directores más alejados del cine de palomitas

    Otra vez arroz 

    El cine de autor, tan caro a todo cinéfilo que se respete, abunda en mancuernas memorables que con el paso del tiempo se convirtieron en puntos insoslayables de la cinematografía. Cada quien tiene sus preferidos, pero ahí están para comprobarlo Scorsese-De Niro, Fellini-Mastroianni, Herzog-Kinski... En el cine comercial sucede algo parecido: a Nora Ephron le va mejor con Meg Ryan en el reparto que sin ella, por dar sólo un ejemplo. Lo mismo pasa en el cine independiente: más de una vez, Joel y Ethan Coen han confiado los papeles protagónicos de su estupenda filmografía a John Turturro, John Goodman y Holly Hunter, entre algunos otros. 

    El cine mexicano contemporáneo (que no es ciento por ciento de autor, que tampoco es una industria con-todas-las-de-la-ley y al que resulta imposible definir como independiente mientras siga vivo en gran medida gracias al IMCINE) carece de todo lo anterior: no hay una sola mancuerna tan definida como cualquiera de las mencionadas, y no existen proyectos fílmicos concebidos en torno a la fama de nadie. Sin embargo, hay realizadores mexicanos que trabajan de forma similar a la de los autores de Barton Fink, Educando a Arizona y Fargo: cuando hallan un cuadro actoral básico, lo mantienen siempre que es posible. Ahí está Gabriel Retes, que ha hecho de su propia familia una verdadera troupe que lo acompaña en las duras y en las maduras. Arturo Ripstein, por su parte, ha echado mano varias veces de Patricia Reyes Spíndola, Ernesto Yáñez, Rafael Inclán, Verónica Merchant y Luis Felipe Tovar, al tiempo que hay actores “de los de siempre” con los que nunca ha trabajado. Los ejemplos, créame usted, abundan. 

    Pobreza obliga 

    Hace poco, un actor mexicano de ésos que “salen en todas” me dijo: “Muchos creen que somos una bola de cuates que nos repartimos el trabajo y eso no es cierto. La verdad es que, por lo menos a mí, siempre me hacen la prueba. Y productores y director lo piensan, buscan balancear el reparto y muchas veces no me quedo. Lo que sí te aseguro es que si no eres bueno, no repites. ¿Y qué quiero decir con bueno? Entre otras cosas, que si una escena se tiene que repetir y repetir no sea por tu culpa. Aquí trabajamos con todo contado: pietaje, presupuesto, tiempo de rodaje... Así que si no te sabes parar frente a la cámara, estás jodido: no te vuelven a llamar nunca.” 

    Resumiendo: en lo que respecta a la actuación (y en otros renglones la cosa es muy semejante), nuestro cine es una actividad mal pagada, poco frecuente y, por si fuera poco, mal comprendida. No digo que les pongamos un altar, pero algo de heroico hay en la actitud de un profesional, de cualquier disciplina, que soporta ninguneos, estigmatizaciones y toda suerte de lugares comunes, y todo por amor a su oficio. ¿Ejemplo? Va uno incontestable: el Centro de Capacitación Cinematográfica­que por estos días cumple su veinticinco aniversario­ es la institución de donde han salido muchos de los cineastas que hoy se las ven con el paquete de mantener vivo y saludable a nuestro cine. Para graduarse como director cinematográfico del ccc es necesario concluir un rodaje, lo cual implica costos que serían inalcanzables si quien actúa cobrara como dios manda. En otras palabras, hay actores mexicanos que hacen algo impensable hoy en día: se solidarizan con los de su oficio y son capaces de regalar su trabajo por el puro gusto de ayudar a quienes empiezan. 

    Permanencia voluntaria 

    El pasado viernes 17 comenzó la XXXVI Muestra Internacional de Cine, que incluye tres películas mexicanas: La perdición de los hombres, de Arturo Ripstein, Su alteza serenísima, de Felipe Cazals, y Escrito en el cuerpo de la noche, de Jaime Humberto Hermosillo. Cuando esta columna fue escrita, sólo faltaba por exhibirse la última de ellas. 

    Ya reseñada y encomiada varias veces en otros espacios y por otras plumas, sólo diremos que La perdición de los hombres narra, en tres tiempos cuya estructura de flash back llevan al punto inicial de la cinta, el asesinato de un sujeto muy apocado que sueña con ser un gran beisbolista. Como en otras películas del director de Profundo carmesí, el antiheroísmo es total: luego de ser asesinado a golpes por dos coequiperos, molestos porque los hizo perder el partido, el protagonista sufre el robo de un par de botas que después delatarán a uno de sus victimarios: la viuda que se queda con el cuerpo (pues hay otra que prefiere ahorrarse el costo del entierro) se da cuenta y obliga al asesino a que devuelva la única posesión valiosa del difunto. Sobra mencionar la proverbial atmósfera de miseria y la total ausencia de algo que se parezca al optimismo, tan caras a Ripstein y a quien se lo celebra, dentro y fuera de México. 

    Con mucha mayor solidez en el desempeño histriónico que en el planteamiento argumental, Su alteza serenísima es la ficción documentada de lo que pudieron ser los últimos tres días de vida de Antonio López de Santa Anna. Cazals eligió contar su historia en una tercera persona que privó al protagonista ­y al público que lo ve derrumbarse­ de un punto de vista seguramente más efectivo en términos de dramaturgia. El resultado fue un recuento histórico algo repetitivo y el insistente despliegue de una personalidad que no acabó de ser anticlimática gracias al esforzado trabajo de Alejandro Parodi. 

    Premios (Ripstein) y regresos (Cazals) aparte, es evidente que ninguna de estas dos cintas será recordada como la mejor de sus autores. Desde luego, la mejor opinión es de usted. 
     


     
    Visibilidad de la luz

    Dime, ¿la luz se ve?, ¿puede verse la luz?, ¿tú qué crees? 

    Desarrollemos la pregunta: imagina que estás en un cuarto oscuro. Dado que está oscuro, no distingues nada, no ves. Ahora enciendes la luz y ves. Ves sillas, una mesa, una alfombra roja, el florero azul. Eso ves, pero la luz, ¿la estás viendo? Diego, la luz te permite ver formas, cosas, colores, eso es lo que tú estás mirando, pero ¿qué decimos de la luz misma?, ¿crees que ella misma se deja ver? 

    Pareciera que la luz se esconde en la cosa iluminada: ves la cosa, pero no la luz que la hace aparecer. Me gusta la delicada transparencia de las hojas, miro una hoja herida por la luz, ¿qué veo? Donde da la luz veo verde claro, donde no hiere, distingo verde oscuro, si decidiera pintar un cuadro de esa hoja, eso haría: verde claro aquí, verde oscuro allá, pero ¿estaría pintando la luz? No, podríamos decir, estaría pintando una hoja. La alfombra roja que ves, no es la luz, ninguna cosa que ves puede ser la luz, porque la luz no es cosa, sino algo diferente. El Sol tampoco es luz, porque el Sol es cosa brillante, luego es cosa. 

    Pero algo debe andar muy mal en este razonamiento porque afirmar que no vemos la luz suena tan raro que parece extravagante e insensato. Considera esto: hacia el atardecer la luz se suaviza y se hace dorada. Los fotógrafos de cine dicen que esa es la mejor luz porque matiza las sombras y redondea los cuerpos. También Leonardo da Vinci en su Tratado de la pintura expresó: "Elige para tus retratos la luz del atardecer porque esa es la hora de la luz perfecta." Y en efecto, la luz cenital del mediodía traza sombras duras, que afean. 

    ¿En qué quedamos, pues? Estamos hablando de cómo se ve cierta luz, "suave", "dorada y lo que decimos es perfectamente inteligible, entonces ¿no que la luz no se podía ver? 

    Tratemos de aclarar lo que sucede. Si en un cuarto oscuro alumbras con una linterna sorda, a donde dirijas la luz vas viendo cosas: alfombra, pata de silla, pared, techo, ¿dónde está entonces la luz? Lo que vemos, decíamos, son cosas, colores, no la luz, porque la luz no es cosa. Pero estamos en un error. Lo que ves es la luz, mejor dicho, manifestaciones de la luz. Las cosas manifiestan la luz. 

    El giro mental que hay que dar para captar esta verdad, y salir del problema, consiste en preguntarnos: ¿qué sería la luz aislada de las cosas? En efecto hay algo raro en la idea de luz pura, digamos, separada de toda cosa, de luz que no ilumina nada. Porque la luz no es algo aparte de la capacidad de iluminar. Como la materia no es algo diferente, y puro, aislada de las cosas materiales. Como si dijeras: "eso es metal, eso otro es tejido animal, eso otro agua, pero ¿dónde está la materia?" La materia ciertamente no es cosa, pero está en las cosas. La luz tampoco es cosa, pero está en las cosas. 

    Imaginar una luz que no ilumina nada (separada de las cosas) y afirmar "eso es la luz y ver la luz sería ver eso", es un error. Un rayo de luz que no ilumina nada es una contradicción y no puede existir. Porque como toda contradicción, se anula y deja nada: un limón rojo, pero verde o un perro gordo, pero muy flaco, son igual a nada. Del mismo modo, esa luz pura que no ilumina, se cancela. Los alquimistas, inventivos, poéticos, en su lenguaje, hablaban del "agua seca", ¿habrán hablado alguna vez de "luz oscura"?, no lo sé, pero nosotros llevábamos un rato hablando, sin darnos cuenta, de ella. 

    Vemos la luz, la calificamos, por ejemplo, de la luz de la Luna, tan peculiar, podemos decir que es "blanquecina". De eso no hay duda. El pintor Tamayo me dijo un día: "Regresé a México porque extrañaba su luz, la luz de París es muy bonita, pero no es la mía." Esta nostalgia es, me parece, perfectamente clara y verosímil. 

    Así pues, la luz está y la vemos en todo lo que ilumina. Está en las ondulaciones del agua, la caída de las diferentes telas, los macizos de roca y las nubes, el brillo de los ojos o la transparencia de las hojas de los árboles. Modos de la luz, podemos decir, manifestaciones diferentes de lo mismo que ha obsesionado a los pintores de todos los tiempos.