DOMINGO 26 DE NOVIEMBRE DE 2000
El precio de una sociedad enferma
El enfrentamiento en Tepito "no fue un accidente. El crimen organizado, como un grado superior de la delincuencia y el hampa; como poder criminal 'profesionalizado' y especializado de los grupos delictivos, abrevó en una subcultura de violencia y transgresión de la ley preexistente"
Carlos FAZIO
La violencia social ya estaba ahí cuando llegaron los judiciales. Lleva años reproduciéndose en el "barrio bravo" de Tepito, considerado uno de los "santuarios de la impunidad" en el Distrito Federal. Como está presente cada día en el Centro Histórico, la Doctores, la Buenos Aires, Anáhuac, Atlampa o San Felipe de Jesús, otras tantas "capitales del crimen" en el atlas delictivo de la capital de México.
Pero el estallido de la violencia autista de la turba, como una forma altamente excitada e irracional de la muchedumbre -espejo de lo cual fueron los actos de pillaje, robos a mano armada y quema de vehículos ocurridos el jueves 16 en Tepito-, es más reciente. Y no tiene que ver, estrictamente, con esa suerte de gentilicio guerrerista que acompaña siempre cual cliché a Tepito: "barrio bravo". Más bien, la irrupción de este nuevo tipo de violencia vandálica remite al modelo capitalista vigente, a su ideología neoliberal totalitaria y excluyente, y a las nuevas formas de acumulación de capital que han borrado las fronteras entre la economía legal y la ilegal.
Así, esa violencia de nuevo tipo tiene que ver con la polarización socioeconómica y la correspondiente segmentación espacial de la sociedad metropolitana en barrios de ganadores (los menos) y perdedores (una inmensa mayoría), y también con el acelerado proceso de privatización del poder, la autoridad y la violencia, sustentados hoy en órdenes de seguridad informales y criminales, y administrado por bandas y mafias del crimen organizado que monopolizan la fuerza ilegal frente al antiguo monopolio de la fuerza legal del Estado en retirada.
Se trata de grupos y bandas criminales que responden a la racionalidad de acumular riqueza violando la ley, pero que se sitúan en el corazón mismo del Estado; que se articulan y son protegidos por sistemas "institucionalizados" de corrupción que operan al interior del Estado, y que en muchos casos, como ocurre con las mafias y "hermandades policiacas", se quedan con la parte del león de las ganancias ilícitas e incluso a menudo proveen de connotados jefes al crimen organizado.
Bandas y grupos criminales que saben explotar con habilidad y con el máximo de rentabilidad las oportunidades de un sistema económico sustentado en el laissez faire y la competencia salvaje. Mafias que nadan como pez en las turbulentas aguas de la utopía negativa que proyecta el capitalismo predador de nuestros días: el protomito de la lucha de todos contra todos.
Una nueva criminalidad que recluta para sus filas a los delincuentes y pandilleros más "aptos", en esa suerte de neodarwinismo social que se reproduce cual metástasis en la vida cotidiana de quienes tienen que sobrevivir en lo que el pensador hamburgués Peter Lock ha definido como el "apartheid de la pobreza".
*Tepito y el mundo lobo
Desde hace algunos años Hans M. Enzensberger nos viene advirtiendo que la guerra civil ya está presente en las metrópolis. Se trata de una guerra molecular, de bandas, pandillas y grupos con tendencia a la autodestrucción, en las que algunas veces uno de los bandos viste uniforme policial.
No es un hecho casual. Desde que el mercado mundial, desregulado y en "libertad", garantiza el éxito de los más aptos, la realidad global cada año produce menos ganadores y más perdedores. Tal situación ha dado origen a una economía polarizada, con dos mundos de vida bien diferenciados. Uno, habitado por los grupos hegemónicos, que han eslabonado sus intereses a los mercados financieros globalizados. Otro, que abarca a millones de excluidos, a la gran masa "superflua" de la economía informal desacoplada, que opera como ejército de reserva de mano de obra del grupo de los "ganadores", pero también de un nuevo actor emergente: el crimen organizado.
Como resultado del nuevo modelo hegemónico que
surgió al final de la Guerra Fría, el hombre se
convirtió en el enemigo del hombre. Y en ese "mundo lobo", la
guerra civil ocurre por lo general en los ghettos de los
perdedores. Es una lucha de perdedores contra perdedores -como
los vándalos y los policías enfrentados en Tepito-,
atrapados en una especie de locura suicida colectiva; entre gente sin
futuro que ha derogado el mecanismo regulador de la
autoconservación, que lucha casi por nada.
México, la megalópolis, no es una excepción. En la selva social del asfalto sólo domina el derecho del más fuerte; sobreviven los más hábiles.
Y los más hábiles entre los lumpen han sido reclutados por las mafias. Así ocurrió en Tepito, antiguo barrio de comerciantes emprendedores, tenaces, pero donde hace ya un tiempo se difuminó la frontera entre la economía formal y la informal, y donde al final sentó sus reales una vigorosa economía criminal, de la mano de mafias impunes que gozan de protección estatal, principalmente policial.
Por eso lo de Tepito no fue un accidente. El crimen organizado, como un grado superior de la delincuencia y el hampa; como poder criminal "profesionalizado" y especializado de los grupos delictivos, abrevó en una subcultura de violencia y transgresión de la ley preexistente, sustentada en la vigencia de un régimen político -el de los tres últimos gobiernos neoliberales del PRI- donde estaban "institucionalizadas" la corrupción y la impunidad, el patrimonialismo en el servicio público y el control gangsteril y corporativo de las organizaciones sindicales y sociales.
La nueva criminalidad floreció y se expandió merced a una cultura de antivalores, cínica y apoyada en el desprecio a los derechos de los demás y en la creencia de que las leyes existen para ser violadas. Fue en esas prácticas y costumbres cotidianas que predisponen al crimen donde se incubó y se realizó el tránsito de muchos delincuentes y hampones -en su mayoría jóvenes- hacia el crimen organizado. Se trata de una nueva criminalidad, como poder dual, que se ha mimetizado e "integrado" en la economía formal y ha "copiado" las estructuras del Estado y de las grandes corporaciones, contando con estructura jerárquica; disciplina férrea; división del trabajo y especialización; infraestructura de comunicaciones, inmuebles, vehículos y bodegas; red de inteligencia y capacidad de coerción mediante el terror.
Así, las mafias, con sus cadenas de cuadros ejecutivos, sicarios, matones y elementos de apoyo, abogados, administradores financieros y contables, negociadores, transportistas, comercializadores, espías, sobornadores políticos y traficantes de influencia, han generado un nuevo poder emergente en Tepito, con sus oligopolios dedicados al tráfico de armas y de drogas ilícitas; a la industria del secuestro y el robo de vehículos y autopartes; que operan laboratorios clandestinos para la falsificación de prestigiadas marcas de ropa, calzado y discos de moda; que regentean la prostitución por catálogo y controlan el contrabando (la "fayuca") y la piratería, además de una variada gama de delitos al por mayor y al por menor.
Esa selva de estructuras metálicas y toldos amarillos, laberíntica y que se vuele anárquica a través de una intrincada red de calles que han sido expropiadas a la comunidad tepiteña como espacios públicos, fue convertida por la criminalidad organizada en una zona extraterritorial de seguridad ilegal. Se trata de una área feudalizada, que se torna a veces apocalíptica y que ha sido hurtada al patrullaje policiaco, o donde la policía simplemente actúa como una banda más, ya sea "vendiendo" protección a cambio de suculentos sobornos o participando en campañas y operativos en los "territorios" de las bandas rivales.
De ese modo, ante la ausencia del Estado como garante del marco jurídico del mercado, Tepito se ha convertido en un ghetto de perdedores bajo control territorial de bandas, cárteles, familias y pandillas cuyos "capos" y jefes están perfectamente identificados por los cuerpos de seguridad y los servicios de inteligencia del Estado que, sin embargo, rara vez actúan en la represión del delito.
Porque no es ningún secreto que diversas estructuras criminales de poder controlan el acceso al mercado de los sectores informales y delincuenciales, y recaudan "impuestos" de manera parasitaria llenando un vacío generado por el Estado en retirada. Se trata de grupos que controlan pequeños territorios, con su lenguaje de silbidos, miradas y códigos tribales; bandas que desconocen las normas -ya sean escritas o consuetudinarias- y que han impuesto una la ley propia, una violencia privatizada alternativa a la estatal.
Así, el "barrio bravo" de Tepito, con su culto a la violencia, se ha convertido en un "territorio liberado", autónomo, una especie de paraíso fiscal al margen del monopolio de poder del Estado. "Zona franca" donde los criminales han conseguido liberarse de la civilización y sus cargas; Tepito con su ira, su resentimiento, su autodestrucción a cuestas.
Pero la violencia urbana delincuencial no es un virus importado. No procede de afuera; se trata de un proceso endógeno. Y aunque el fenómeno ocurra hoy en todo el mundo, "prende" más rápido en Estados cleptocráticos como el mexicano, gobernado por bandas de empresarios, banqueros y políticos ladrones. Se desarrolla mejor en países dónde, como en México, ha anidado una corrupción sin límites, generalizada, y en una sociedad en desintegración, donde familias, pandillas y hermandades desarrollan con impunidad su energía criminal. Sólo eso explica el polvorín de Tepito, como antes Chimalhuacán, el autismo de la violencia y la tendencia a la autodestrucción. Tiene que ver con "seres superfluos", "sobrantes", sí; pero también con la interconexión dinámica entre neoliberalismo, corrupción-violencia y la simbiosis economía regular, informal y criminal.
Como señala Peter Lock, el sector criminal es el "trabajador transfronterizo" que controla los procesos de intercambio entre la economía formal y la informal. Como precondición de su existencia, observa Lock, la criminalidad organizada requiere una doble identidad porque sus campos primarios de operación y reclutamiento son los sectores informales; su meta, empero, es penetrar la economía regular y colocar ahí, hasta donde sea posible, sus ganancias. Con un agregado: en las zonas del "apartheid de la pobreza", como Tepito, la Buenos Aires, Bondojito o La Nopalera, los órganos de seguridad del Estado no son la solución a las amenazas de inseguridad; son parte del problema.
El estallido de Tepito, como antes Chimalhuacán, son síntomas de una sociedad enferma, sin contrato social, sin estado de derecho. Sin democracia. La democracia no puede crecer sin el primado de la política. Ella es la que tiene que limitar al mercado para frenar el retorno al estado salvaje.
De allí que sea urgente iniciar en México el camino de la transición a la democracia. Con hechos y acciones de gobierno, no con palabras. Ese es el desafío. Lo contrario es lo actual: el caos y la criminalidad desbordados.