Luego de un breve recorrido por la Cineteca Nacional, con imágenes del público que espera en la Sala Fernando de Fuentes el inicio de La desterrada, la cinta de Nicolás Argelia que figura en la marquesina a lado de Rito terminal y Amores perros; luego de apariciones fugaces de amigos y críticos de cine como guiño cordial a los happily ever few; luego de este prólogo anodino y complaciente que incluye la proyección de algunas escenas de la cinta mencionada, da inicio la verdadera historia de Escrito en el cuerpo de la noche, de Jaime Humberto Hermosillo.
De principio a fin, la cinta es homenaje a la cinefilia, al star system hollywoodense, y a los discretos goces de la nostalgia. Su figura central, el cineasta Nicolás Argelia (Ross), regresa al recinto doméstico de su adolescencia, donde surgió su vocación de cinéfilo y se ofició su iniciación sexual. Recuerda a su madre y a su abuela, y la transformación radical que tuvo la familia con la llegada de la joven Adela Hache, un ángel perturbador (Teorema con faldas y en una colonia popular). A partir del texto teatral homónimo de Emilio Carballido, y con un guión del propio director y del dramaturgo, Escrito en el cuerpo de la noche es una relaboración de los temas obsesivos de Hermosillo, las hipocresías y dulzuras de la familia mexicana de clase media (una mirada amable en las antípodas de Crónica de un desayuno, de Benjamín Cann), la omnipresencia de la madre (elogio del segundo apellido), y el relato de la maduración sentimental de un personaje joven, en este caso ingenuo y sensible, en vías de liberarse del yugo de una madre posesiva (toque almodovariano en dirección de La ley del deseo). La referencia capital es, sin embargo, François Truffaut, desde el nombre postizo de Adela Hache, hasta los iconos fílmicos que tapizan el cuarto del protagonista, como en Los cuatrocientos golpes.
Hermosillo tuvo la idea afortunada de contrarrestar el inevitable toque anacrónico de esta historia de nostalgias con dosis bien equilibradas de humor fársico, evitando esta vez los desbordamientos de comicidad instantánea de su cinta anterior, De noche vienes, Esmeralda. Hay aquí también elogio de la sensualidad femenina a ritmo de cha-cha-chá (En el mar la vida es más sabrosa, etcétera), y numerosas situaciones bufas (la paranoia de Adela, por ejemplo), así como un mayor control del director sobre sus personajes, sobre todo su destreza y libertad con los protagonistas femeninos. A tal punto es esto cierto que la interpretación de Ana Ofelia Murguía (abuela Dolores) resulta la mejor sorpresa de la cinta, su sustento dramático inatacable. La abuela de criterio amplio, diplomada en la universidad de la vida, presiente, valora y sentencia, y concluye sin tristeza: "Yo fui feliz; claro, eso se paga. Pero vale la pena: queda el sabor".
Como en una película de Jacques Demy o de François Ozon, hay aquí tributos a la comedia musical, escenas de desenfado y otras, más graves, como la del pánico que se apodera de Adela al imaginarse enferma de sida. Hermosillo consigue equilibrar los registros dramáticos y las ocurrencias humorísticas del guión. No consigue de su protagonista masculino energía y convicción suficientes, pero incluso esto pareciera deliberado, como si en el pueblo de las virilidades satisfechas, una vez más, Hermosillo eligiera avanzar una imagen de fragilidad masculina. En una época en que el cine mexicano insiste en "filmar con los cojones" (Cazals, Su Alteza Serenísima), no es mal signo el que, por encima de un arranque fallido y de los altibajos de la propuesta humorística, se manifieste de nuevo la arriesgada originalidad del cineasta tapatío.