Laura emplea toda la tarde en recorrer su nueva casa. La deleita escuchar el eco de sus pasos amplificado por los techos altos y los grandes espacios. Cada uno le sugiere las dimensiones de un mueble o algún detalle especial: mesas de patas garigoleadas, un sillón austriaco, un gran espejo para cubrir la sombra que un trinchador enorme ha dejado impresa en la pared.
"Un gran espejo", repite Laura, girando al ritmo de su entusiasmo. La desborda de tal modo que corre hasta la última habitación y con dificultades abre la ventana. Llevaba mucho tiempo clausurada, según le ha dicho doña Enedina, la propietaria de la casa.
Anochece. Sólo un farol ilumina la calle desierta. Laura asocia su escaso resplandor con la neblina. "Estoy loca", murmura sonriente, dispuesta a permanecer allí hasta que el sueño la venza. En ese momento advierte que aún no ha decidido en cuál de las cinco habitaciones alineadas en el primer piso va a dormir. Todas conservan su mobiliario. Laura piensa en la cabaña de los osos donde se refugió Ricitos de Oro. La memoria del cuento leído tantos años atrás la conmueve. Sus ojos se humedecen. "Estoy loca", repite, y se lleva la mano a la mejilla, como si temiera que alguien fuese testigo de su emoción.
Por primera vez piensa en su anterior departamento. Las habitaciones minúsculas y los techos bajos nunca le han inspirado la euforia que desde esta mañana la hace verlo todo bajo una luz distinta. Sin advertirlo empieza a cantar: "Deséame suerte, /hoy que parto lejos/ y temo perderte;/ deséame suerte en beso callado/ y en abrazo fuerte..." La imposibilidad de recordar otros versos de su bolero predilecto le produce la sensación de hallarse al borde de un precipicio. Mira hacia abajo. Junto a la banqueta descubre la rueda de una carriola sepultada entre un montón de basura. Evoca un cuadro surrealista.
Laura se lleva las manos a la cabeza. Divertida, feliz, más despierta que nunca, se dice: "Basta ya, basta ya". Cierre los ojos, aspira una bocanada de aire y se propone abandonar su observatorio. Si en ese momento no se aleja de la ventana amanecerá allí, aterida y ojerosa. Era inútil exponerse a semejante riesgo cuando le queda el resto de su vida para explorar las noches desde su ventana.
Una nueva ocurrencia la intriga: ¿cómo será la calle dentro de treinta años? ¿Cómo será ella para entonces? En el 2030 Laura tendrá la misma edad que tenía Cipriano Vélez cuando murió, en diciembre de 1999. ¿Cómo habrá sido el anterior propietario de la casa? Enseguida rehúsa la posibilidad de terminar como él: prisionero en una silla de ruedas, ávido de viajar y teniendo que conformarse con ver el mundo desde ese mismo punto en que ella se encuentra ahora. "Nadie puede tenerlo todo", dice Laura, y cierra la ventana.
Cuando se abren las puertas de las tres habitaciones se forma el pasillo. Con las manos hundidas en las bolsas del abrigo, Laura vuelve a recorrerlo. Fascinada por el eco de sus pasos, recuerda lo que ese mañana le contó doña Enedina, única sobreviviente de los Vélez y heredera de sus propiedades: "Mi hermano se pasaba el día dormido y la noche dando vueltas en su silla de ruedas. Tuve que cambiarme a la pieza de allá arriba porque él no permitía que cerráramos ninguna puerta y esto se volvió corredor. Aquí soñaba con todos los viajes que nunca pudo hacer".
Al terminar la confidencia doña Enedina la llevó a la terraza. Es magnífica a pesar de los tendederos y los macetones con restos de plantas secas. "Aquí es donde mi hermano tomaba el sol. Parece que lo veo con los ojos cerrados, diciendo: Navego. Estoy en la cubierta de un barco. Sí, el mar era su encanto. Muchas veces le ofrecí llevarlo a que lo conociera pero nunca aceptó. No veía a nadie, no salía a lado alguno. Le molestaba mucho que las personas se le quedaran mirando como si fuera un bicho raro".
Doña Enedina interrumpió su relato. Laura comprende que debe haber advertido su impaciencia por quedarse sola y adueñarse del espacio que a partir de ese momento era del todo suyo: "La dejo. Tiene mi teléfono para cualquier cosa que se le ofrezca". Laura agradeció la amabilidad y le anunció que la invitaría a comer en cuanto estuviera instalada.
Mientras bajaban la escalera Enedina suspiró: "Por estos escalones jamás anduvo mi hermano. Parece que lo oigo gritarme desde el barandal: Enedina, tráeme mis tarjetas. Las postales eran su locura. Como no tenía a quien mandárselas, sin darse cuenta acabó por formar una colección. La guardaba en el mueble blanco que está junto a la primera recámara. Ya para morir, me pidió que no fuera a tirar sus postales. Respeté su voluntad. Le advierto que nunca las he visto. No sé cómo estarán". Doña Enedina se detuvo en la puerta y miró por última vez la placa de cerámica con el domicilio y el nombre de la familia. Luego hizo una última sugerencia: "Tendrá que cambiarla por otra que lleve su nombre: Laura Rivas".
Laura piensa en ver la extraña colección de Cipriano. Es una de las muchas tareas fascinantes que tiene por delante. Decide postergarla hasta el momento en que la casa le haya revelado todos sus secretos.
Para dormir Laura elige la primera recámara. No se atreve a cerrar las puertas. A ella también le gusta la sensación de libertad que se respira en ese corredor ficticio. Toma el juego de sábanas y se da cuenta de que aún lleva puesto el abrigo, como si estuviera de visita o entrara en el camarote de un barco. Añade: "O en un cuarto de hotel". Complacida con la idea vuelve a cantar: "Deséame suerte,/ hoy que parto lejos y temo perderte;/ deséame suerte en beso callado/ y en abrazo fuerte." De nuevo no logra pasar de allí.
Eso la mortifica y la hace cambiar sus planes: mañana, en vez de buscar un plomero, traerá un electricista para que acondicione el que será cuarto de música. Con el patio de por medio, está frente a su habitación. No le tomará ni un minuto llegar allí. Puede hacerlo ahora sin que nadie se extrañe. Laura mira el reloj.
Es la una de la mañana pero no tiene sueño. En vez de meterse en la cama decide explorar el futuro cuarto de música. Al salir rumbo al pasillo exterior Laura se detiene junto al mueble blanco donde está la colección que formó Cipriano. A través de los cristales ve paquetes envueltos en papel de china blanco.
Por primera vez desde que llegó a su nueva casa Laura siente miedo. Debe combatirlo si no quiere que anide allí para siempre. Se quita el abrigo, retrocede unos pasos y mira el mueble blando, sorprendida de que lo hayan colocado tan alto cuando debería estar al alcance de Cipriano. Para explotarlo ella tendrá que subirse en algo. Se asoma hacia las habitaciones interiores. En la última, junto a la ventana, ve una silla de ruedas en la que no había reparado. Procura no darle importancia a su descubrimiento y, dispuesta a emplearla como escalera, va por ella.
Pone las manos en los manubrios y empuja la silla. La mezcla de su taconeo con el rumor de las ruedas que giran sobre el piso de mosaico le gusta y le devuelve los versos olvidados de su canción: "Deséame suerte,/ cuando cada noche/ me sientas ausente./ Y nada ni nadie/ podrá separarnos/ ni la misma muerte..."
Laura se detiene frente al mueble blanco. Subida en la silla abre las puertas de cristal. Al azar toma un paquete blanco. Lo desenvuelve. Sonríe al ver que las decora un mismo paisaje marino. Su gesto desaparece cuando lee en todas y cada una de las postales el nombre de su destinataria: Laura Rivas.