VIERNES 24 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť El viaje Ť
Ť Sergio Pitol Ť
27 de mayo
Ayer estuve desasosegado por el sueño, donde me vi bailando desaforadamente con la señora D'Erzell a quien jamás conocí. Durante el día recordé escenas del baile, que me hacían reír alegremente, pero en la noche al escribirlo detecté una conexión con sueños muy viejos, una absurda floración de remordimientos allá por mis treinta años, cuando llevaba una vida proclive a la juerga, al vacilón, a la llamada mala vida, y llegaba a mi casa de madrugada para infaliblemente dormirme y soñar que había perdido el paso, que si no me corregía no sería sino basura, y en esos sueños de madrugada me veía a menudo degradado en la opinión de mis maestros y sobre todo de mis compañeros de letras, mis contemporáneos disciplinados y eficientes, golpes bajos que por fortuna al mediodía siguiente cuando despertaba desaparecían en un instante, para dejarme en libertad de actuar como me diera la gana. Una vez revisado el sueño, encontré que su sentido era del todo opuesto a aquellas juveniles moralinas oníricas, una forma que me permitía la posibilidad de reírme de mí mismo, de entrar con pie derecho al corazón del carnaval, vivir el destino del rey feo y recibir la merecida paliza con la que termina esa ficción monárquica. El carnaval en pleno. Pero estoy furioso porque he tenido problemas con los representantes de la Asociación de Escritores que por lo visto no quieren dejarme ir a Georgia, y sobre todo por un episodio terrible, una comedia de equivocaciones que me hizo sentir un pánico extremo y acercarme a una pesadilla peor que las conocidas. Comienzo: a la hora del desayuno llegó un empleado de la Asociación de Escritores, muy untuoso, muy locuaz, preguntando si me sentía bien en la ciudad, que ellos, la Asociación y sus dirigentes, estaban felices de mi visita y me invitaban a participar pasado mañana a un importante simposio en la ciudad de Tula sobre la obra de Turguéniev con especialistas extranjeros, que ya habían hablado sobre eso a mi embajada y que a la agregada cultural le había parecido una idea perfecta. Le contesté con acidez que la embajada no tenía por qué decidir por mí; mi visita no es oficial, insistí en que había hecho este viaje en respuesta a una invitación de los escritores georgianos y por lo mismo no entendía por qué se me proponían otras actividades. El mensajero pareció estar de acuerdo en todo, pero dijo que un embajador de un país en otro país no deja de tener una connotación oficial, y que en la URSS todas las asociaciones de escritores, de pintores, de aviadores, de médicos, de cualquier profesión eran organismos autónomos, sí, pero oficiales al fin y al cabo. Era un diálogo de sordos; yo seguí insistiendo; Ƒpor qué esa obstinación en impedirme hacer el viaje a Georgia?, que les dijera a sus superiores que esta tarde regresaría a Praga, que me comunicaría también con mi embajada para informarles de las circunstancias en que se desarrollaba esta visita. Dijo que lo haría, pero no por el momento, porque en la mañana estaba programada una excursión a varios lugares pushkinianos en la ciudad y en sus alrededores, que estaba seguro que la visita a Pushkino me resultaría fascinante. Rehusé, le dije que preferiría descansar y tener todo preparado para el viaje, que me avisara a qué hora saldría el avión a Praga. El empleado no se inmutó, tomó los últimos sorbos de su taza de café, miró hacia todas partes, luego fijó los ojos en el libro que está en la mesa, que es Ginzeng, de Mijail Prishbin, en una traducción italiana, y junto al libro una tarjeta en donde acababa yo de tomar unas notas. Había llevado el libro para entender la relación tan estrecha que guarda la literatura rusa con la naturaleza que siempre me ha impresionado.
Fragmento de El viaje, libro de Sergio Pitol, Ediciones Era, 2000