Dos horas y media de éxtasis sonoro en el Metropólitan, con Lou Reed
Ť El baterista rompió dos tarolas y el bajista convirtió su instrumento en un chelo
Pablo Espinosa Ť Dos horas y media en éxtasis. Hay rituales para llegar al clímax: los mantras budistas, el peyote huichol, los tambores africanos, el sexo sentido, el canto gregoriano. Esta noche el procedimiento, la bitácora de vuelo, se llama: la música de Lou Reed.
Basta mirar los rostros de quienes abarrotamos las butacas del Teatro Metropólitan la noche del 20 de septiembre para corroborar la definición del diccionario.
Extasis: estado del espíritu dominado totalmente por un sentimiento de alegría, felicidad, admiración // Estado de exaltación mística con aparente pérdida de sensibilidad y motricidad.
Suena la primera de quince rolas que habrán de trepidar todos y cada uno de los instantes infinitos de los 150 minutos que dura el concierto y todos estamos, ya, hasta arriba. Hay muchas bocas abiertas, de algunas de ellas está a punto de brotar el rocío de baba. Los ojos de todos son linternas encendidas. La aparente pérdida sensorial motora se manifiesta en gritos, brincos, danzas frenéticas sobre los asientos.
Le llaman éxtasis, canta el señor Lou Reed desde el micrófono.
Han pasado seis años desde aquella noche inolvidable de la primera visita de este icono cultural. Habíamos apenas unos 200, 300 gatos en la soledad de las butacas. Muchos se aburrieron, otros roncaron, unos pocos despotricaron por lo que nunca comprendieron. Esa noche traía Lou Reed en gira un disco doloroso: Magic and Loss, una puesta en poesía del dolor, la enfermedad, la pasión según los hospitales. Y la muerte.
Seis años después, es decir anteanoche, la gira se llama Ecstasys, como se titula el nuevo disco de este señor que el 2 de marzo cumplió 58 años y los festejó estrenando una obra de teatro puesta en escena por su amigo Bob Wilson: Poe-try, a partir de poemas de Poe, uno de sus epígonos.
La juventud del señor Reed la extrae esta noche del éxtasis de su público: sonaron casi todas las piezas del disco, además de algunas de los anteriores (la última fue Set the twilight reeling) y luego tres encores tres, iniciados con Sweet Jane, culminados con Take a walk on the wild, mientras el público deliraba, no podía con más placer.
Frigideces o calenturas aparte, nadie pudo sustraerse del éxtasis, así haya quienes aseguren que no todos oímos igual. Para una sensibilidad extrema, por ejemplo, eran evidentes los juegos de filigrana, los contracantos operáticos entre las tres guitarras, los basamentos telúricos de la batería, la poesía terrible de Lou Reed coronando las epifanías. Para escuchas más epidérmicos, la intensidad armónica, la potencia de los riffs, la tremebunda fuerza de los ataques, sostenidos y los tutti, era la causa de los pandemonia que se sucedieron hasta el agotamiento. Extenuados, todos quedaron convencidos de que la cultura rock es otra cosa, diferente del consumo indiscriminado al que han reducido buena parte de las mercancías que hoy quieren llamar rock.
Un bocado de cardenales en éxtasis sonó. De haberse grabado en video, seguramente la sesión del último 20 de noviembre del siglo 20 quedaría como una de las gestas mayores de la historia de la música en México. Los asistentes fueron privilegiados con una impronta. Así es como sucede la historia, todo es para la posteridad, sólo aquel capaz de disfrutar el presente sabe de ello.
Sucedieron cosas insólitas, inauditas. Entre otras, el baterista rompió dos tarolas, porque tocó con fuerza tal y porque tenía en sus manos dos baquetas que parecían troncos de roble rojo y porque eran magistrales sus embates. Sencillamente porque estaba en éxtasis.
Entre otros sortilegios, el bajista alternó instrumentos varios, el más exquisito entre los cuales fue un stick, es decir un palo serpenteado por cuerdas alucinatorias y sostenido por un trípode y las cuerdas frotadas por un arco haciendo un mantra en coro con la guitarra de Reed, ambas gimiendo. Y el público babeaba. Era el éxtasis.
En la persona de Lou Reed se concentraron durante esas dos horas y media los espíritus en éxtasis de William Blake, Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire y Dylan Thomas. El resultado: la belleza. Porque una rola de Lou Reed tiene el valor, significado y consecuencias semejantes a los de un cuadro de Picasso o de Mondrian, una alegoría de Goya, un poema de Ezra Pound, una improvisación al aire de Miles Davis o bien la fuerza fulminante de un rayo estallando en la cabeza del escucha, una ola rompiendo en pleno bajo vientre, el beso contundente de un hada depositado suavemente en la mejilla.
Entre otras sutilezas, la filigrana musical de las guitarras entretejían abalorios magnifiscentes en concordato improvisado. Pero no era una sesión de jazz. Era la más exquisita expresión de la cultura rock lo que sonaba. Lo que quiere decir que conjuntaba, en riffs, ataques, coros, melopeas, la energía voltaica de un blues rural, el entorno atmosférico de varios compases de free jazz, la granulación agridulce de la poesía vuelta sonido, volcada en sentimientos estéticos de efectos devastadoramente vastos, escalofriantemente bellos.
Lou Reed estuvo en éxtasis la noche del 20 de noviembre en el Metropólitan. Lou Reed grabó en nuestras mentes, nuestros corazones, la flama calcinante de la música. Lou Reed volvió a elevar el rock a su categoría suprema, la de una de las más bellas de las artes. Lou Reed nos hizo más humanos. Lou Reed nos puso en éxtasis.
Ť Histórico concierto
Hasta la banda vetarra se alivianó con el bad newyorker
Juan José Olivares Ť Histórica fue la presentación de Lou Reed en México, la noche de ayer, en el teatro Metropolitan, el cual estalló por el lado activo del infinito sonoro de un gurú, vestido de negra piel... como siempre.
Y no falló en su atuendo: negro panto, negra camisa y negro chaleco, tanto como la lobreguidad de un recinto repleto de sus séquitos y de su banda que nunca paró, detonó poder y emanó ruidosos acordes precisos para hacer lucir las 18 canciones, algunas de las cuales se extendieron a unas versiones extralarge. Música de cámara y cuerdas para rock subterráneo y no tanto.
Fue sólo la presentación de una banda de rock and roll ("el rock and roll es tan genial que la gente debería empezar a morir por él. Toda una generación bajo un bajo Fender", dijo alguna vez), de un grupo que depuró un sonido vanguardista y duro originado en los sesentas.
Se dieron cita cuarentones, cincuentones y nuevas generaciones, que esperaron al maestro del urban underground. Su aparación fue directa, como su música de realidad. El bajo de Fernando Saunders comenzaba a retumbar y los primeros madrazos a los tambores de Tony Thunder Smith (que perdió las baquetas en varias ocasiones) marcaron la pauta para recoger casi todas las rolas de su nuevo material Ecstasy y del Set the twilight reeling, que sin duda son una sensación retro de los primeros trabajos de Lou.
La grita nunca cesó, aunque la autorepresión de la mayoría de los asistentes les impidió sentir hasta la histeria las andanadas superpoderosas de la lira de Reed y su cavernosa voz. Fue hasta que cantó la catorceava rola y se retiró cuando la banda vetarra se alivianó y se levantó de sus asientos para exigirle al bad newyorker que se reventara algunos de sus muchos éxitos.
Juntó a su banda, agradeció y se perdió en la oscuridad, que le es familiar desde su infancia. Ante el reclamó volvió con más poder. Saunders improvisó un chelo con su bajo. Dos rolas más y otro adiós.
Los aun inconformes aullaron por otro encore, como si no lo pudieran tener más. Algunos ya se iban, pero la luz no aparecía, así que la poción perfecta para cerrar una larga e infinita tocada fue Perfect day, y la Heroin, (rola que faltó) se esparció al escucharse "you just keep me hanging on...'' (solamente me mantienes bien, pero bien agarradito) en un perfecto cierre de un perfecto artista que todo el tiempo se mantuvo caminando por el lado salvaje: Take a walk on the wild, con Lou Reed.