MIERCOLES 22 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Acicalados, aún brillan en el Camino Real de Campeche a Mérida
Mantener visibles a los huesos, una tradición en el osario de Pomuch
Ť Criptas, nichos y mausoleos albergan durante tres años a los familiares que se fueron
Ť Vera Tiesler y Karina Romero publicaron un libro acerca de esa práctica de exhumación
Renato Ravelo Ť Los huesos brillan. Han sido lavados recientemente por una persona que los acicaló para el Día de Muertos, cuando convivieron con sus familiares cercanos que durante tres años alquilaron el camposanto y que ahora en una intemporal tradición, que algo tiene de imposibilidad económica, les tienen su nicho en el osario de Pomuch, en el Camino Real de Campeche a Mérida.
La costumbre en esta zona de exhumar los huesos, de ponerlos en un recipiente, de hablarles, de mantenerlos visibles, como el último signo del significado que tuvo la vida del ser querido, apenas ha sido documentada. Se presume que es antigua, se mantiene en la tradición oral, aunque la muerte más lejana consignada se remonta a la década de los sesenta.
Una lágrima se evapora
Un recorrido reciente, que realizaron por 16 comunidades mayas de la zona, Vera Tiesler de la Universidad Autónoma de Yucatán, y Karina Romero de Icomos Campeche, les permitió publicar un texto en el que señalan: ''Algunos finados descansarán en pozos sencillos, otros en nichos (Calkiní) criptas o bóvedas. A unos pocos les esperan mausoleos familiares. Algunos terrenos son comprados, otros rentados por tres años, tiempo previsto para la descomposición y esqueletización del cadáver, si bien es sabido que este proceso puede prolongarse si el difunto consumía muchos medicamentos, si fue embalsamado para regresar de lejos con sus familiares".
La entrada a la zona del osario no adelanta el impacto que produce ver el cabello en un cráneo de alguien, que en vida se llamó Guadalupe Quetzud. Parecen pequeñas casas de colores llamativos. Antes de conocer el concepto de bulto, es decir en vivo, la broma a Karina Romero:
''Se diría, entonces, que se trata de una especie de Infonavit, con sus multifamiliares."
Sensaciones contradictorias: el cráneo iluminado por la tarde de Pomuch, que hasta antes de entrar al osario era igual que las demás, expide una densidad plástica como si se pudiera tocar lo poroso del hueso, o se debiera hacerlo, y la posibilidad remota se manifestara, en la base de la columna vertebral, como una punzada fría.
Apuntan Tiesler y Romero: ''Al cabo de tres años se emprende la exhumación de los cuerpos enterrados, por razones de espacio, para unirse con los del osario familiar o parar en la fosa común del panteón que suele localizarse en una de las esquinas. Los restos, que en ocasiones conservan aún las partes blandas, como son el cabello, las uñas y la piel, son limpiados con cuidado y envueltos en una tela o colocados dentro de una caja de madera o metal (a veces se improvisa con cajitas de galletas).
''En algunas comunidades, estas cajas permanecen cerradas y en otras, como Pomuch, están abiertas para permitir que les llegue el aire y el sol a los difuntos."
No todas en Pomuch se encuentran expuestas: ''Aquí descansa Alfredo Poot/ 15 septiembre 1906-5 de noviembre 1999. Una flor se marchita... una lágrima se evapora... Una oración la recibe Dios". Pero es pronto para saber si en un par de años don Alfredo sea sacado para que se airee, para compartir la sal y la risa.
Porque ciertamente algo tiene de festivo el lugar y algo de fantasioso con ciertos nichos que parecen pequeños castillos, desde donde reina la muerte en forma de tibia, de peroné, pero sobre todo de cráneo, esa parte que transformada en símbolo de piratas, de venenos, no debiera pegarse tanto a la pupila cuando se mira de frente.
Serán acaso los manteles floreados donde reposan los cráneos, con su colores amarillos y rosas bordeados. O quizá es la resaca de la fiesta que ocurrió el 2 de noviembre, previa limpieza extrema a cargo de un especialista, quien al final de la tarea lavó sus manos con aguardiente o con whisky, como cuenta Karina que le tocó presenciar.
Silencio y respeto
''Por aquí hubo fiesta", piensa uno con malicia cuando ve una puerta abierta con una botella de refresco de cola adentro y un vaso desechable. Y la imagen de todos bien persas, vence la resistencia a la risa que provoca estar frente al fémur de Jacinto Euan Chi, quien falleciera por cierto un 19 de febrero de hace seis años,
Cuentan Tiesler y Romero: ''Como parte de esta ceremonia de Día de Muertos, los familiares pintan las 'casitas', limpian el piso y cortan la hierba que haya crecido sobre ellas para que el 2 de noviembre, el día de la gran fiesta de los difuntos en que todo el pueblo visita el panteón para llevarles flores, veladoras, rezos y misa a sus seres queridos, haya un ambiente armonioso y alegre".
Ya lo dicen los hijos y nietos de don Alfredo Poot, la flor se marchita y la lágrima se evapora. La fiesta termina y quedan para los visitantes inmediatos, inducidos por curiosidades no santas, esos nichos recién pintados, esas telas bordadas (de angelitos cuando se trataba de niños) blancas, envolventes, que de tan coloridas hacen que cierta soberbia asome de las cuencas vacías de algunos de los cráneos residentes.
Casi todos esperan acompañar con sus huesos al abuelo, a la tía. La posibilidad es grande. El plan es más accesible que pagar un hipotético espacio a perpetuidad, una última propiedad en la que resida a manera de tumba la constancia de que se fue.
El hueso brilla por la restregada que hace menos de un mes le pusieron. Silencio y respeto, pide un letrero a la entrada del osario donde una centenar de nichos, de pequeñas casas o sencillos portales, distraen por momentos la vista cuando se ven en conjunto, como una miniciudad, que recibe a unos gigantes, que aún no saben, el pequeño espacio que puede ocupar lo que somos cuando ya no somos, sino aquel indicio material, inerte, que todavía se da el lujo de brillar, con orgullo, restregado por la amorosa mentira del recuerdo.