MIERCOLES 22 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Luis Linares Zapata Ť
Incultura ciudadana
Dos son los obstáculos mayores que la construcción de una cultura ciudadana puede identificar. Uno lo erige el poder establecido cuando trata de conservar privilegios indebidos, mantener vigentes prácticas desgastadas o continuar la celebración de rituales autoritarios. El otro, más letal aún, es el que la interrumpe desde dentro de aquellas instituciones creadas, no sin su toque irónico, para su desarrollo y perfeccionamiento. En estos días pueden verse, para mal de la transición democrática, señeros ejemplos de esas trabas tan dañinas, a las que debe añadirse una tercera y básica: indiferencia hacia los asuntos públicos por parte de los individuos que integran la sociedad.
Los acuerdos cupulares para rebasar o retocar la ley, como los habidos en días pasados en la Segob entre panistas, priístas y personeros de la entrante administración, se creían recursos del pasado pero, por lo que pudo saberse, siguen tan campantes entre los bastiones de los organismos políticos y las autoridades de gobierno. Más dramáticos aún aparecen los escrúpulos de secrecía que, en el mismísimo IFE, se levantaron para entorpecer el flujo de información clara, escueta, exhaustiva y oportuna, acerca de los gastos de los partidos durante la campaña. Ambos hechos dan una medida del largo camino que resta por recorrer para robustecer el apetito por convivir en un estado de derecho donde, por un lado, el estricto apego a los procedimientos y a los tribunales respectivos sea la constante. Y, por el otro, se dé cabal cumplimiento al mandato constitucional a la información. Las tretas y reparos para no dar cumplimiento a ese derecho inalienable, por bien disculpados que sean, inciden con rabia en la cultura ciudadana imposibilitando su vigencia en la realidad. No se puede aceptar que entre las personas y la información, para dar cabal forma a la figura ciudadana, medien los discutibles secretos de Estado. Menos aún quepan inasibles pruritos como la sensibilidad de los partidos, la posibilidad de afectar prestigios, causar molestias a organismos públicos o cuidar asuntos de entidades privadas.
La competencia electoral en Jalisco fue cerrada, ineficiente el recuento y hasta discutible su ejecución si se quiere. Pero su revisión tiene que llevarse dentro de los organismos locales diseñados para ello y usando mecanismos y reglas establecidos. Sólo en caso de inconformidad manifiesta y fundamentada puede traerse tal reclamo al Tribunal Electoral del Poder Judicial Federal. Y ahí, para bien o mal del querellante, se tiene que emitir el último dictado a favor o en contra. Cualquier otro camino lateral es espurio y tiene que denunciarse por impropio. Hizo bien el PAN en echarse para atrás del acuerdo alcanzado, al parecer en principio, para abrir un porcentaje de urnas en afán de limpiar la elección. Pero también hizo mal al asistir a tan conspicua reunión que, en justicia, se tiene que calificar como conciliábulo. Menor cabida tuvo el representante de la futura administración (S. Creel) sin importar para ello la amenaza, ciertamente infantil de los priístas, para ausentarse de la toma de posesión. Nada tiene que ver la disputa electoral de Jalisco con el acto protocolario en el que Fox tomará posesión. Tampoco lo echará a perder y sí chocará de lleno con el ánimo de la población que quiere una inauguración sin problemas. Por sus pasadas experiencias autoritarias, donde todos los reclamos insatisfechos de los partidos derrotados iban a parar al escritorio y presencia presidencial, el PRI tendría que alejarse de prácticas que suenan a chantajes, y que eso son, para darle la vuelta a los tribunales específicos. Si éstos deciden, para bien de sus posturas y reclamos, efectuar una minuciosa revisión, seguirá la construcción de la democracia. Si lo hacen contrariando sus deseos e intereses, y si se juzga equivocado el juicio, habrá que legislar para introducir los correctivos necesarios que prevengan decisiones herradas. Pero no más pleitos callejeros, ferias del fraude monumental, éxodos carreteros, griteríos en la plaza pública, interpelaciones o interminables alegatos en los medios de comunicación.
Pensar que el IFE --organismo modelo de conquista ciudadana que lleva como insignia ser receptáculo de transparencia-- trata de retener información respecto de los haberes y procesos públicos, es negar parte esencial de su definición. Saber que un instituto gobernado por consejeros elegidos por unanimidad partidaria, con calificaciones de excelencia, credenciales impecables en la defensa de las causas sociales y honorabilidad a salvo de duras pruebas, haya puesto por delante escrúpulos y razones, por más válidas que puedan éstas parecerles, en contra del derecho a la información, causa profunda preocupación. Pero al mismo tiempo da una fotografía aceptable del largo camino que espera a las luchas ciudadanas para contar con un sistema que garantice la libre circulación de las ideas y la rendición de cuentas. Hay que recordar a tales personajes que la mejor garantía contra la corrupción, las mermas en la legitimidad y la ineficiencia remite a la calidad y oportunidad de la información puesta al alcance de la ciudadanía.