MARTES 21 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Auténticas reses de Los Martínez en la cuarta corrida
Magistral actuación de Mariano Ramos en dos memorables faenas
Ť Con el toro, volvió la emoción a la plaza Ť Ortega, una oreja Ť Puerto, voluntad y oficio
Leonardo Páez Ť Mientras la Revolución Mexicana se preparaba a celebrar los primeros 90 años de su oficiosa existencia y el Faraón de Texcoco, Silverio Pérez, sus primeros 85 de gloriosa leyenda, los tendidos de la Plaza México -menos de media entrada- se conmovían con el toreo maravilloso de Mariano Ramos, relegado por los empresarios, subestimado por la crítica y reconocido por la afición sana de México.
Fueron las dos faenas más importantes de las últimas temporadas dizque grandes, en las que el novillote manso-menso ha propiciado éxitos frágiles de figuras ídem, incluidas las que luego de torear 100 o más corridas en España vienen a Latinoamérica con vacaciones pagadas.
Con Jaime -cuatro años y 474 kilos reales, no inventados en la amañada pizarra de la México- el Maestro de La Viga ejecutó templadas verónicas, rematadas con suave revolera. Dejó al toro en el caballo -tomaría dos varas empujando- con preciso recorte y quitó por navarras, todo con insólita serenidad en estos días de coletas especuladores y posturistas.
Mariano, šqué par de manos!
Sin embargo, Mariano Ramos nació en el país equivocado en el momento equivocado y entre profesionales equivocados. De otra manera no se entiende
que su portentosa intuición torera se haya visto sistemáticamente relegada, no sólo por la miopía de los empresarios y de los críticos a su servicio, sino por la escasez de apoderados.
La faena a Jaime -šcómo admiraba Lumbrera a Mariano!- se caracterizó por el derroche de recursos y de estética macha, no bonita, ante un toro con bravura y a la vez con gran estilo, de esos para consagrar o hundir definitivamente a quien tengan delante.
Y Mariano, que venía dispuesto a demostrar a público, crítica y empresas que haberlo relegado no hizo merma ninguna en su vocación ni en su nivel tauromáquico, instrumentó un trasteo de antología por ambos lados, preciso, desenfadado y armónico, sin sonrisitas ni zalamerías al tendido -delante tenía un toro-, sino reconcentrado en su gozo íntimo de torero cabal.
Y como no hay sabiduría total, el maestro mexicano habría de pinchar hasta en cuatro ocasiones antes de que la noble y brava bestia doblara. Pero la vuelta que le hicieron dar, equivale a muchas orejas y a no pocos rabos concedidos en el cada día más abaratado coso -incluida la vuelta a los restos del toro ordenada por el juez Lanfranchi, luego de los mitoteros arrastres lentos que ordenó su colega Ochoa en la corrida anterior.
Con su segundo, Joaquín, el torero-charro superaría los niveles de poderosa imaginación exhibidos, ahora para desplegar sus conocimientos ante un manso de soberbia lámina, al que hizo lucir como si de un toro bravo se tratara. Sin molestarlo, con suave firmeza, lo fue metiendo en la sabia muleta, con una elegancia y un desenfado que desconocen los que sólo torean con gracia o precocidad.
Luego de haberlo pinchado una vez -si pinchan los que traen 100 corridas toreadas, que no pinchen los que traen 15 pinches corridas en un año-, Mariano, toalla en mano, salió al tercio a agradecer la unánime, conmovida ovación. Pero sus maravillosas obras ahí quedaron para los que tuvieron el privilegio de mirar y admirar.
Rafael Ortega, otro desperdiciado
País de frívolos manirrotos, México también se da el lujo de desperdiciar toreros, como si éstos se dieran en maceta, como si con tres coletas de importación pidiera salvar el compromiso de nutrir una tradición taurina.
Rafael Ortega, siempre celoso consigo mismo antes que con los demás, que cubre con desahogo los tres tercios y que hace tiempo debería estar disputando en ambos países las palmas a los figurines de aquí y de allá, volvió a pechar con un lote difícil.
Con su segundo, el huidizo pero arrogante Juanelo -al que picara con categoría su hermano Víctor Manuel-, el diestro de Apizaco realizó una labor completísima con capote -chicuelinas y caleserinas-, banderillas -dos bellos pares al quiebro-, muleta -series por ambos lados a uno reservón- y espada -un estoconazo atracándose, que bien merecía las dos orejas por la labor de conjunto-, que un colonizado juez -manirroto con los de fuera y exigente con los de casa- premiaría con un apéndice.
Al madrileño Víctor Puerto no le lucieron del todo las 90 corridas toreadas en la reciente temporada española. Muletazos eléctricos a su geniudo primero, que a gritos pedía mando y ligazón, y vistoso toreo de capa y trasteo en tablas lleno de oficio a un manso.
En la corrida del día siguiente, una mansada de San Lucas y un aguacero extemporáneo echarían por tierra el voluntarioso cartel, con todo y caballito.