La Jornada Semanal, 19 de noviembre
del 2000
Antonio
Sarabia
El humor en el Siglo de Oro
Con
todo respeto y mucha alegría comparemos a los grandes del Siglo
de Oro con el son cubano: "Muchilanga le dio a Burundanga, Burundanga le
dio a Bernabé, Bernabé le pegó a Muchilanga, porque
a Muchilanga le huelen los pies." Algo parecido puede urdirse: Lope le
pegó a Góngora, Góngora le pegó a Lope, Villamediana
le pegó a Salinas, Quevedo le pegó a todos y todos le pegaron
a Ruiz de Alarcón. Bromas, sátiras, sarcasmos, buenos humores,
malas leches, jugueteos y mucho ingenio son los rasgos esenciales de uno
de los momentos de mayor talento en la historia de este planeta de solemnes,
engominados, petulantes y soberbios plumíferos.
A
principios del siglo XVII, fingiéndose un caballero de paso
por la corte, Lope de Vega envió una larga misiva a don Luis de
Góngora, quien a la sazón residía en Córdoba,
avisándole que en Madrid acababa de hacerse público cierto
desafortunado librillo que se le atribuía. Le aconsejaba darse prisa
en deshacer ese malentendido porque la obra era tan mala que su fama de
poeta no podría menos que sufrir ante tamaño infundio. El
libro, al que Lope se refería como "un cuaderno de versos desiguales
y consonancias erráticas", era en realidad Soledades la
cumbre del culteranismo, que don Luis de Góngora consideraba
con justa razón su obra maestra. Lope, haciéndose el que
no sabía, continuaba su implacable crítica disfrazándola
de buenas intenciones. No podía creer que semejantes tonterías
se publicaran en su nombre, le decía, pero en caso de que el libro
de marras fuera en verdad suyo le apenaba desengañarlo. No fuera
a suceder lo que con aquel loco de la bahía de Lisboa, que se consideraba
dueño de cuanto barco atracaba en el puerto. Su hermano, preocupado
por su demencia, hizo todo lo que le fue posible por curarlo. Cuando al
fin lo logró, el antiguo orate no sólo no le mostró
agradecimiento, sino que no lo perdonó nunca porque por su culpa
había perdido todos aquellos barcos que fueron suyos estando loco.
La carta de Lope a Góngora,
modelo de humor, ironía y mala leche, es un espejo en el que podría
reflejarse ese ingenio burlón y pendenciero que tanto cultivaron
y que tanto envanecía a los poetas del Siglo de Oro español.
Si Lope de Vega era capaz
de llegar a tan elaborados sarcasmos contra don Luis de Góngora,
estaba más que correspondido por el malicioso cordobés, quien
lo había convertido en el blanco preferido de sus sátiras:
Dicen
que ha hecho Lopico
contra
mis versos adversos,
mas
si yo vuelvo mi pico
con
el pico de mis versos
a ese
Lopico lo-pico.
Cuando,
poco después de recibir aquella carta, Góngora se mudó
a Madrid para ejercer el cargo de capellán de su majestad, se fue
a vivir a la callecita del Santo Niño Jesús, a una cuadra
apenas de la casa que Lope de Vega habitaba en la calle de Francos. Lope
llevaba años de haber sido ordenado sacerdote, pero su vida amorosa
transcurría sin recato entre los brazos de las grandes actrices
de la época y los de su última musa, Marta de Nevares Santoyo,
la dulce Amarilis. Eso dio pie a que el poeta cordobés escribiera
sin faltar mucho a la verdad:
Cura
que en la vecindad
Vive
con desenvoltura
¿para
qué llamarle cura
si
es la misma enfermedad?
Se ha dicho que hubo en realidad
dos Góngoras: uno, ángel de luz, y el otro, ángel
de tinieblas. Nadie ha calculado todavía, con un estudio profundo
y riguroso, el daño y el provecho que el racionero cordobés
hizo a la literatura castellana. Aquí sólo abordamos su veta
luminosa y popular. Hace unos meses cayó en nuestras manos un volumen
de nuevos poemas atribuidos a él. De ahí entresacamos esta
pequeña joya:
Mata
a todos cuantos cura
el
médico Filiberto,
y si
alguno no se ha muerto
es
que le ha errado a la cura.
Y ya que se habla de médicos,
importa mencionar a otro autor, andaluz también, aunque éste
no de Córdoba sino de Sevilla y bastante menos conocido que Góngora:
el doctor don Juan Salinas de Castro, excelente poeta, del que hemos recogido
un epigrama dedicado a un fraile viejo, deshonesto y falto de dientes:
Vuestra
dentadura poca
dice
vuestra mucha edad,
y es
la primera verdad
que
sale de vuestra boca.
Una de las principales características
del Siglo de Oro es que el empleo del ingenio, el arte de la palabra, no
se circunscribía nada más al círculo de los poetas
conocidos. Hacer versos, signo de sofisticación, cultura y buen
gusto, era oficio y placer de todos. Los nobles de la corte disputaban
a Lope, Góngora, Quevedo y Ruiz de Alarcón el aplauso y el
reconocimiento de sus contemporáneos, al grado de que el mismísimo
rey, Felipe IV, se puso a escribir, con más entusiasmo que talento,
una comedia. De su virrey en Nápoles, don Pedro Fernández
de Castro Andrade y Portugal, conde de Lemos, a quien Cervantes dedicó
una novela, nos ha quedado entre otros escritos una puya dirigida a Juan
de Morales, el esposo de Josefa Vaca, apodada Òla GallardaÓ,
una de las actrices de teatro más célebres de su época:
Con
tanta felpa en la capa
y tanta
cadena de oro,
el
marido de la Vaca
¿qué
puede ser sino toro?
Pero entre los nobles brilló
con luz intensísima y propia el Correo Mayor del rey, Juan de Tassis
y Peralta, conde de Villamediana, sin duda uno de los ingenios más
mordaces y prolíficos de su tiempo. Gran amigo y protector de Góngora,
con quien compartía su pasión por los juegos de naipes, no
le fue a la zaga al poeta cordobés en virulencia y socarronería.
Su alta cuna le permitió, además, meterse sin temor con personajes
que a otros podían parecer demasiado encumbrados. Una de sus víctimas
fue don Pedro Vergel, alguacil mayor de su majestad, de quien escribió
después de verlo partir plaza una tarde de toros:
¡Qué
galán que entró Vergel
con
cintillo de diamantes,
diamantes
que fueron antes
de
amantes de su mujer!
Al marqués de Malpica,
tan severo, reservado y ceremonioso, su habitual solemnidad no le salvó
de las burlas del malicioso Villamediana.
Cuando
el marqués de Malpica,
Caballero
de la Llave,
con
su silencio replica,
dice
todo cuanto sabe.
Ni siquiera el piadoso y reverendo
fray Cirilo de San Juan, confesor de su majestad el rey Felipe IV, pudo
escapar a su sorna:
Siempre,
fray Cirilo, estás
cansándonos
acá afuera,
¡quién
en tu celda estuviera
para
no verte jamás!
Las
malas lenguas rumoreaban, sin embargo, que el conde de Villamediana, tan
gracioso, tan avispado, tan gentil, tan galante, tan generoso con las damas,
tan engreído por sus presuntos amores con la reina Isabel de Borbón,
lo que a la postre le costaría la vida, aceptaba el favor de las
mujeres sin por eso desdeñar el de los efebos de su entorno. Hembras
o varones, a él le daba igual. A eso se debe que el príncipe
de Esquilache escribiera, después de haber leído una letrilla
de Villamediana:
Luego
que el papel leí
con
él me quise limpiar
más
púsome en qué dudar
que
era del conde, y temí.
A eso se refiere también
en esta cuartilla don Francisco de Quevedo y Villegas: en ella crea un
equívoco entre el cargo de Correo Mayor y las singulares aficiones
sexuales que se atribuían a Villamediana:
Que
a ser conde hayáis llegado
tan
a prisa y tan sin costa,
no
es mucho, si por la posta
habéis,
conde, caminado.
Don Francisco de Quevedo no podía
faltar en esta breve recopilación del humor en el Siglo de Oro español.
Él fue, sin lugar a dudas, el poeta satírico más violento,
agudo y desvergonzado de su época. Jamás hizo concesiones
a nadie por cuestiones de sexo, edad o condición: clérigos
y legos, nobles y plebeyos, débiles y poderosos, todos quedaron
expuestos y todos sufrieron sus terribles ironías. Dirigió
muchas de sus sátiras a Góngora, a quien detestaba. Ese odio
no se limitó llamarle "capellán del rey de bastos", "verdugo
de los vocablos", "escoba de la basura de las musas del Parnaso" y hasta
"almorrana de Apolo", entre otras lindezas. Cuando Villamediana murió
y Góngora, viejo y enfermo, perdido el favor real, se encontró
sin un centavo, Quevedo se dio el lujo de comprar la casa de la calle del
Santo Niño Jesús, donde el cordobés habitaba, para
darse el mezquino placer de echarlo. Luego, dentro de la vivienda, escribió
que
Para
perfumarla
y desengongorarla
de
vapores tan crasos
quemó,
como pastillas, garcilasos.
Perdonemos
a Quevedo esa falta de caridad para con aquel otro gran poeta de su generación
y recordemos, en cambio, una graciosa letrilla que nada tiene que ver con
su odio por el bardo cordobés sino con un marido cornudo que, al
volver a su casa y encontrar a su esposa en brazos de otro, se venga hiriendo
a su rival y cortándole la nariz:
¿Quién
te persuadió a quitar
al
adúltero infeliz
la
nariz, pues la nariz
no
te pudo deshonrar?
Tonto
¿qué has hecho al cortar
lo
que sólo sabía oler?
Nada
perdió tu mujer
en
esto, si lo has notado,
pues
al otro le ha quedado
con
qué volverte a ofender.
Pero comenzamos estas líneas
con una carta de Lope de Vega y vamos a terminarla con algunos versos del
mismo Lope. Éste, aunque no desdeñaba zaherir de cuando en
cuando a Góngora o a Juan Ruiz de Alarcón, a quien llamaba
poeta rana, rana en la figura y rana en el estrépito, dedicaba menos
su humor a personajes de carne y hueso y más a la sociedad que le
rodeaba. En este verso se burla del sitio de reunión más
popular de los nobles de la corte: el Prado.
Llego
a Madrid y no conozco el Prado
y no
lo desconozco por olvido
sino
porque me consta que es pisado
por
muchos que debiera ser pacido.
En
este otro, que es el remate de un soneto, bajo el seudónimo de fray
Tomé de Burgillos, Lope intenta convencer a una campesina de que
deje de hacerse la difícil y se ponga a su alcance. Su argumento
final es un juego de palabras en el que está de nuevo implícita
la crítica hacia la comunidad en que vive e insinúa la paulatina
corrupción del imperio español:
Créeme
Juana, y llámate Juanilla
mira
que la mejor parte de España
pudiendo
Casta, se llamó Castilla.
Más fecundo y menos malévolo
que los otros, el humor de Lope se refiere muy seguido a situaciones ordinarias
en las que la gracia está en el comentario ingenioso, pícaro
y feliz del acontecimiento mismo:
Al
expirar la pulga dijo "¡hay, triste
por
tan pequeño mal dolor tan fuerte!"
"Oh,
pulga, dije yo, dichosa fuiste
detén
el alma y a Leonor advierte
que
me deje picar donde estuviste
y cambiaré
mi vida por tu muerte."
"Creo en Lope todopoderoso, poeta
del cielo y de la tierra", decían sus contemporáneos. Veamos
un último ejemplo de su humor aplicado a otra banalidad de la vida
cotidiana:
Hablando
cierta persona
de
los zapatos decía
que
era bien hacerlos grandes
a las
mujeres muy finas,
porque
chicos hacen callos
y las
damas resentían
que
las hiciesen callar
aunque
fuese sólo un día.
Mi espacio ha terminado. Me llega,
como a las damas de la poesía de Lope, la hora de callar. Lo hago
aunque no me aprieten los zapatos.