VIERNES 17 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť José Cueli Ť
La subasta de la muerte
ƑPor qué matar gente,/ que mata gente para/ mostrar que es/ destructivo matar gente?
ƑPor qué hablar de/ la violencia en vez de/ la problemática del ser humano?
El fin de semana pasado, en Hunstville, Texas se llevó a cabo la ejecución de Miguel Flores, de 31 años, condenado a la pena capital por la violación y el homicidio de Angela Tyson. Tras once años de prisión, se dictó finalmente esa sentencia con cinco votos a favor y cuatro en contra, Ƒquién da más?
En lo que va del año se han efectuado 55 ejecuciones, están programadas tres para la próxima semana y en el tiempo correspondiente al ejercicio gubernamental de Bush, él mismo ha autorizado 146 ejecuciones. Las cifras son alarmantes máxime si no soslayamos las preguntas en torno al tema de la violencia y la muerte.
El valiente relato de un corresponsal del diario El País, nos acerca al drama humano que se vivió en relación con la muerte de Flores. El asunto trascendió fronteras, la Comunidad Europea (Suecia, Suiza y Francia) abogaba por el aplazamiento, lo mismo que el consulado mexicano. Se solicitaba la conmutación de la pena de muerte por cadena perpetua. Miguel, al final, tan sólo demandaba el perdón de los padres de su víctima, quienes sin concesiones demandaban, a su vez, a la justicia de Texas verlo morir clamando justicia por la muerte de su hija.
Tragedia humana que nos sacude y nos incita a pensar en la muerte. Violencia engendra violencia, la ley del talión: ojo por ojo y diente por diente. Pero, Ƒqué es en realidad lo que orilla a un ser humano a ejercer la máxima violencia sobre un semejante?, Ƒcuál sería la diferencia entre la muerte por homicidio y la muerte decretada por una ley?, Ƒqué historia previa coloca a un individuo en el lugar del homicida y a otro en el de víctima?, Ƒa qué nos mueve la muerte de un semejante?, Ƒqué sabemos de la muerte?
Convendría aquí reflexionar con Levinas el asunto de la muerte. La muerte es la separación irremediable, es descomposición, es la no respuesta, la concretización de la ausencia. La experiencia de una muerte que no es la mía se relaciona conmigo en forma de alguien. La muerte de alguien no es, a pesar de lo que parezca a primera vista, una factualidad empírica; no se agota allí, me toca, me traspasa, me trasciende, me inquieta, no puede serme ajena.
La muerte del otro que muere me afecta en mi propia identidad como responsable, identidad no sustancial, no simple coherencia de los diversos actos de identificación, sino formada por la responsabilidad inefable. El hecho de que me vea afectado por la muerte del otro constituye mi relación con su muerte. Constituye, en mi relación, en mi deferencia hacia alguien que ya no responde, mi culpabilidad: una culpabilidad de superviviente.
Quizá la muerte ejecutada o decretada se remita, en alguna forma, a ese doble juicio fundante (freudiano) en la simultaneidad de la atribución y la inexistencia, en un juego especular enloquecido entre víctima y victimario, entre el reo y la ley, entre la omnipotencia y el desamparo original, entre la alucinación y la realidad, en la búsqueda incesante de alcanzar aquello originario que se perdió, en ese velado juego de desplazamientos de ese objeto primigenio hacia los subrogados en la realidad exterior, aciago y trágico devenir de la existencia en la que transitamos como seres marcados por la contradicción en un escenario de doble fondo, siempre a cuestas con lo fantasmal deslizándolos por los márgenes, en la inquietud de ser y no ser.
Infligir la muerte al semejante es matarnos en aquel que nos devolvió algo (o nada) en la mirada. Finalmente, la única certeza pareciera ser que la muerte nos ronda y se esconde donde no tiene donde.