LUNES 13 DE NOVIEMBRE DE 2000
Ť Hermann Bellinghausen Ť
Remedios caseros
En el comienzo fueron las coladeras, pero la gente no le dio importancia, creyó que con los gatos y las dosis habituales de raticida en polvo se controlaba la cosa. Y cuál. Cuando nos vamos dando cuenta, ya ocupaban las bodegas posteriores del mercado. Dijimos ah, chihuahua. Estaban grandotas, y luego que aquí hay tiradero en abundancia. Ya ve cómo son los mercados. Así que las ratas, tan panchas, engordaban en el ala de almacenes donde fueron a poner sus madrigueras. En que vieron que era una plaga seria, las vecindades y los comerciantes pusieron el grito en el cielo y manos a la obra.
Primero se organizaron cacerías desordenadas a escobazos, pero rápido se vio que no bastaba, así que le exigieron a la delegación que fumigara. Para lo que sirvió. Nomás se intoxicaron los niños. Y las ratas, dándole a la mercancía. Yo entonces no tenía este local, era ambulante de flor y perfumes de imitación, no tuve pérdidas. Pero igual padecí la monserga. Las marchantas empezaron a mejor caminar hasta La Merced porque les parecía desagradable el raterío, en los corredores y en la calle, dentro y fuera de las coladeras.
Intentamos de todo: quema de llantas, rociar gasolina, exorcismos, misas de gallo, hasta que uno propuso que les echáramos pulgas amaestradas. Que quién tenía. Que él conocía un domador que trabajó en el Circo Roncali, cosa de ir a buscarlo.
Hace tiempo que dejé el negocio, dijo cuando lo encontraron en su talabartería de Moneda. Antes vistió y amaestró pulgas, pero la gente cambia de gustos y se retiró del número antes de que lo corrieran. Frank, así se llamaba, un hombre flaco, alto, de bigote, no se hizo el de rogar. Pidió unos días para llamar las pulgas del Centro, que todavía le obedecían, y las alimentó de esparto. Las yerberas del mercado le surtieron cantidades.
Casi no tardó una semana para presentarse con sus cajas de criadero en una carretilla. Soltó las pulgas en el mercado a que se reapartieran. Como eran amaestradas, no picaban personas y a los perros los usaban sólo como medio de transporte. Su menú exclusivo eran las ratas. Primero las abordaron como pulgas cualquiera, que pican y se atiborran de sangre de rata que no se puede rascar porque las patas no le alcanzan. Pero al rato empezaron a vomitar en los piquetas el elixir del viejo cuento. Ese Frank sabía de química; antes de soltarlas les colocó a sus "ñiñas" en la panza unos cartuchos milimétricos con sustancias de su invención
A las ratas les iban a venir calenturas y mareos y se les iba a aguzar el oído, anunció Frank. Empezaron a desvariar como loquitas, a perderse en el camino de las madrigueras, a quedarse dormidas junto a las trampas. Puso una condición: que no las agarraramos ni las matáramos, él se encargaría.
Fue así que las ratas se calentaron, como quería Frank, y rompieron a girar un no sé qué, inofensivas, con una sonsera que las hacía parecer figuritas chinas de porcelana. No se crea que fue hace poco, fue hace mucho pero todavía me acuerdo.
Se notaba que Frank salió de un circo. Hacía una de monerías. Resultó músico. A los pocos días llegó al mercado con una flauta plateada y sin avisarnos empezó a tocar. Las ratas se enchufaron en su musiquita y lo siguieron. Enfiló a Indios Verdes a pie, tocando, y condujo su hilera de ratas a un municipio del estado de México. A nosotros nos quitó un problema, y él sacó provecho. Instaló un taller de ratas amaestradas ("estas son de buena raza", dijo) y empezó a rentarlas para películas, telenovelas y despedidas de soltero.
Frank traspasó la talabartería pero nos siguió dando la vuelta, por si algo se ofrecía, y porque nos cogió cariño. Ratas ya no volvimos a tener, no de ésas, sólo las normales, las que con gatos se controlan. Y viera los gatos negros que se dan aquí. No se les va una.