LUNES 13 DE NOVIEMBRE DE 2000

 

Ť Elba Esther Gordillo Ť

La democracia en América

Ni el más perspicaz o avispado de los analistas pudo imaginar siquiera el rumbo que tomarían las elecciones presidenciales en Estados Unidos.

El resultado, todavía desconocido, sorprendió por igual a propios y extraños: a casi una semana de los comicios, aún no se conoce el nombre del próximo presidente de la nación más influyente en el mundo: ƑGeorge W. Bush o Albert Gore, republicano o demócrata?

Como en una cinta de suspenso, el desenlace se ha diferido ya varias ocasiones, desafiando no sólo la paciencia de electores y candidatos, sino la fortaleza de las instituciones estadunidenses. Se trata, pues, de la prueba de fuego de la incertidumbre para el sistema político de aquel país. Un hecho inédito en su historia y que ofrece la ocasión para revisar las reglas y mecanismos de la competencia electoral.

No está de más recordar que el sistema de elección indirecta que rige en Estados Unidos desde el siglo XVIII, señala que un aspirante a la presidencia debe recibir el apoyo de 270 de los 538 miembros del Colegio Electoral (en caso de igualdad perfecta, 269 para cada candidato, será la Cámara de Representantes quien designe presidente). Por lo que en esta ocasión, no se sabrá el resultado final sino hasta que se computen, de nueva cuenta, los votos de Florida, entidad que, al parecer, definirá la competencia entre Bush y Gore.

Pese a desconocer el resultado, el proceso electoral por sí mismo ha ofrecido a la opinión pública elementos para diversas interpretaciones. Entre ellas, destaca el hecho incontrovertible de que las elecciones han puesto en vilo a la sociedad y a las instituciones estadunidenses.

A querer o no, habrá que reconocer que una de las democracias más sólidas del mundo ha dado muestras de que requiere una revisión; ha evidenciado que nadie evade los efectos del tiempo, y que quizás llegó la hora de explorar nuevos mecanismos de elección --como la votación directa-- con el propósito de hacer más efectivos los principios de la democracia, que en Estados Unidos han sabido cultivar por décadas.

Hace más de 150 años que Alexis de Tocqueville, al descubrir la democracia estadunidense, se preguntaba: "ƑDe dónde viene que en Estados Unidos, cuyos habitantes han llegado ayer al suelo que ocupan, donde no han aportado ni usos ni recuerdos, donde se encuentran por primera vez sin conocerse, donde, para decirlo en una palabra, apenas puede existir el instinto de patria; de dónde viene que cada uno se interese en los asuntos de su comuna, de su cantón y de todo el estado como si fueran propios? Es que cada uno, en su esfera, toma una parte activa en el gobierno de la sociedad".

En Estados Unidos, concluía Tocqueville, "el pueblo ha sido investido de los derechos políticos en una época en la cual le era difícil hacer mal uso de ellos, porque los ciudadanos eran pocos y de costumbres sencillas. Al engrandecerse, los estadunidenses no han incrementado, por decirlo así, los poderes de la democracia, más bien han extendido sus dominios". (La democracia en América, Ed. Aguilar, p. 115)

No se trata de principios, no es el fondo, sino las formas y mecanismos lo que quizás sea tiempo de reformar, si se pretende seguir respondiendo, con la mayor fidelidad, a los derechos políticos de los estadunidenses y ampliar, como señala el párrafo anterior, los "poderes de la democracia".

Como sea, el capítulo electoral de nuestro vecino aún no se cierra. Quedan múltiples elementos que discutir, opiniones que debatir, pero sobre todo habrá que esperar el resultado de una elección que superó todas las expectativas acerca del cerrado nivel de competencia.

Desde el sur, en México, seguimos con atención el destino de nuestro socio comercial y aliado económico. En medio del fuego cruzado --característico de toda elección--, de contradicciones y paradojas, de identidades y afinidades político-partidistas, los mexicanos debemos apostar, más que por algún candidato, por nosotros mismos.

En todo caso, el futuro de nuestra relación con el vecino del norte tiene que ver con la capacidad del gobierno, el Congreso y la sociedad mexicanos para establecer nuevos términos en una relación cargada de una singular mixtura de intereses, tensiones, ambigüedades, acuerdos, afinidades.

El destino de ambas naciones está unido no sólo por más de tres mil kilómetros de frontera, sino por la historia y los intereses comunes. Y de los dos países depende la suerte que encuentre la relación.

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