Pero ahora entra uno que no pudo soportar
la espera
y se arroja como un clavadista hacia
el abismo:
"Aquí sí se respiraaaa...",
se lo escucha gritar, mientras cae.
ojos que se achican en busca de algo que mirar.
Y hablabas de Palestina y de sus entierros,
de las mujeres que con hierbas y agua
preparan los cuerpos para la tumba.
Última casa, última morada
de la carne ya flácida,
carne que no responde a caricias
de manos femeninas.
Manos suben y bajan
a lo largo de piernas, muslos y brazos:
lavan el polvo para el polvo
para que polvo regrese al polvo.
Y cómo brillaba tu pelo y la
piel mojada de tu espalda,
cómo en un jardín de
una casa en ruinas yo bebía café,
con piernas estiradas bajo el sol,
mirando
mis pies descalzos sobre el pasto.
Esa casa respira en el bosque de mi
sangre
y las piedras se juntan y el techo
y los cuartos
navegan entre mis huesos
hundidos en los huecos de la sombra.
Pero ahora entra uno que aún
no sabe que está muerto
que camina juntando cosas en la tiniebla,
abre una canilla allí
donde no hay nada, llena un vaso con
agua que bebe
aunque en su mano nada hay, salvo
un cilindro de tiniebla.
Qué bueno es beber cuando uno
está sediento, piensa.
El agua es una gran cosa,
cuando se puede beber.
Pero cuando ríos descienden
y el agua se ahueca, huye de lugares
donde las manos se hundieron;
sólo quedan reflejos del agua
tatuados bajo la piel, uñas
o huesos.
Reflejos del agua acompañan
la espera
en el tiempo de la espera.