La Jornada Semanal, 12 de noviembre del 2000
Enrique López Aguilar UN TRIÁNGULO DE LOS SENTIDOS (II) Sería prolijo enumerar tradiciones como la del pan y la sal, así como la riqueza de la ruta de las especias, o el significado que tuvo el viaje enloquecido de Marco Polo hacia Catay, cuyo fruto inmediato fue la transformación del fideo chino en el espagueti italiano... En la historia cotidiana del ser humano, podría observarse que la culinaria no ha sido sino el refinamiento cultural del mero impulso de sobrevivencia, determinado por la necesidad de comer para alimentar al cuerpo: mejora y perfecciona el instinto de comer y agrega cosas que no existirían sin el hombre, fenómeno que da otro significado a los méritos de la investigación humana en el contexto de ese misterioso paso de lo crudo a lo cocido. En la génesis de los sacrificios y el rito, puede observarse que entre el sacrificio humano y el de animales también se agregó una modificación más: el de la hoguera y la cocción. La Ilíada aporta suficientes indicios respecto a la manera como los dioses aceptan o rechazan el sacrificio propiciatorio, respecto al privilegio sacerdotal mediante el cual la carne maciza estaba destinada a los dioses y las vísceras (por donde pasan fluidos y humores), a los hombres, como si lo cocido hubiera sido apartado para los dioses y la casta sacerdotal: la palabra "cocido" debería leerse en el amplio y ambiguo significado de "ambrosía", alimento entre alimentos provisto para los dioses por alguna fábrica cuya identidad y recetas ignoramos. Otra
semejanza entre erotismo y culinaria es que, aunque varias personas degusten
los sabores de una comida, quienes no hayan estado presentes en el banquete
nunca podrán entender el instante de revelación ofrecido
por los sabores: de la misma manera en que el instante orgásmisco
es inefable e intraducible, la experiencia sensitiva de los sabores, olores,
gustos y predilecciones resulta difícil de comunicar. No obstante
el sensualismo mercantilista de la sociedad contemporánea, es interesante
verificar la insuficiencia del vocabulario para describir la variedad de
las experiencias visuales, olfativas, gustativas y sexuales, pues todo
parece reducirse a matices particulares El ser humano ha defendido el refinamiento de su sensualismo contra la obstinación con que diversas instituciones han pretendido condenarlo. Baste recordar el exilio de los artistas de la república platónica, la perenne condena eclesiástica del sexo y la fornicación, o el precepto de morigeración determinado por Jan Calvino y los puritanos alrededor de todos los órdenes de la vida (mesa, cama, arte y costumbres). Así, en el seno de una cultura que, por un lado, pareciera querer vivir con un arte simplificado e insignificante, con una sexualidad adecentada y rutinaria (la necesaria para la procreación, pues lo demás es pecaminoso) y alimentarse con una comida algo menos que elemental y más bien cercana al vegetarianismo, la chatarra y la fast food, surge otra, no menos poderosa, que sostiene que la vida no es vivible sin productos culturales altamente refinados como arte, erotismo y gastronomía. Es cierto que la discusión del papel que juega el arte en la
sociedad no ha seguido los lineamientos patrocinados por Platón,
puesto que se le reconocen valores "emocionales", "decorativos"
o "mercadotécnicos", pero erotismo y gastronomía
no han dejado de padecer la picota del prejuicio: arte, erótica
y culinaria parecen identificarse con los valores del hedonismo dentro
de una cultura que parece empeñada en la defensa de los valores
estoicos aunque, estrictamente, no practique ninguno de los dos,
por lo que dichas actividades no dejan de tener un aspecto inevitablemente
subversivo que hacen torcer el gesto a los espíritus más
cándidos, desprevenidos y conservadores ante la pregunta de si,
de veras, serán perniciosos el placer o los grados de inteligencia,
Las evidencias son aplastantes: varios grupos, ensordecidos por la vorágine rapidista que parece ser la marca del siglo xx, prefieren lo adjetivo a lo sustantivo y la apariencia de conocimiento (uno de cuyos nombres es la simplicidad) a la ardua y lenta posesión del mismo. Resultado de esto son los posgrados rápidos en natación, el regocijo frente a aquellos anuncios que emplean cuerpos musculosos, esbeltos y sexualizados para divulgar productos inanes, y el gusto por los simulacros de comida, sin colesterol y sin azúcar, baja en grasas, desalcoholizada, descafeinada e insípida. En contraste, la sabiduría se considera fatigosa; el arte que no da concesiones al público, poco comercializable y complicado; la vastedad del erotismo, un innecesario atavismo que es sólo frustración del quicky; los meandros de la gastronomía, un calvario erizado de mucho tiempo en la cocina, sabores raros y cubiertería estrambótica. El resultado final produce dos imágenes: la primera es la de una bella pareja atlética, dinámica y simple (muy simple), con información general (escasa y delgada), con gustos previsibles y convencida de las ventajas del fast sex, sentada frente a los duelos y quebrantos de un plato de comida confeccionado por weight watchers; la segunda, es la de una pareja común y corriente (rechoncha, para las normas de la moda atlética), con información selecta (aburrida, para el estilo readerÕs digest), con gustos definidos por el sibaritismo erótico (degenerados, para el prototipo del decoro), frente a dos copas de un Rothschild tinto del Õ69, pan y dos gruesos filetes a la pimienta término medio acompañados con papas salteadas en mantequilla. Las malas mujeres de Miguel Fernández-Pacheco En el ensayo "Barbazul o el secreto del cuento", el escritor francés Michel Tournier hace una extraordinaria alabanza del cuento fantástico del siglo XIX. Es un género, según Tournier, que permite que ciertos elementos de la narración nos conmuevan profundamente sin necesidad de explicarlos, de aclararlos. En todo cuento de esta naturaleza resuenan los ecos del mito, "arquetipos disueltos en el espesor de una fabulación pueril" (Tournier), las "enseñanzas secretas" a las que alude el mismo Perrault. En el caso de Barbazul y la misteriosa y provocadora advertencia que hace a sus esposas, Tournier cree reconocer un disfraz, un avatar: "La extraña conducta evoca en nuestro pensamiento, de una manera oscura, la de otro personaje mucho más antiguo y venerable, acaso también barbudo: el de Jehová cuando deja el Paraíso terrenal tras la prohibición de comer de cierto árbol, el que permite conocer el Bien y el Mal." Nos reconocemos pues en las esposas curiosas y desobedientes, herederas de Adán y Eva. Tournier va más allá: para él, la pregunta de la séptima esposa a su hermana es el eco debilitado y deformado del desesperado grito de Cristo en la cruz. En estos días he leído una novela de un escritor de la misma cuerda que Tournier, quien, como sabemos, toma de la leyenda (Los reyes magos), del mito (Abel Tiffauges es un ogro transfigurado por la inocencia en El rey de los alisos) o de las novelas amadas (Viernes o los limbos del Pacífico), los personajes y situaciones que lo obsesionan para transformarlos y dotarlos de nueva vida. La novela es Malas mujeres de Miguel Fernández-Pacheco. El extraño protagonista es don Baltasar Garcés de Hinojosa y Guzmán, duque de Valmayor y marqués de Zarzalejo. Aquejado por una rarísima condición (que en jerga médica se llama hipertricosis y existe en México), don Baltasar nació cubierto de pelo, negro casi azul, como un animal. Además le deformaba la espalda una pequeña joroba y estaba dotado de una corpulencia insólita, por lo que sus padres, dispuestos a protegerlo de las burlas y a protegerse a sí mismos de cualquier sospecha de brujería, deciden recluirlo desde la infancia en las propiedades que la familia poseía en la sierra. Todo ocurre en la España imperial, al principio de la decadencia y sobre la que gravitaba la presencia enlutada y maniática de Felipe II. Fernández-Pacheco se mueve con naturalidad y destreza en una época especialmente abigarrada y tempestuosa; en el cuadro de costumbres e ideas que logra dibujar aparecen el rey, su medio hermano don Juan de Austria, el hijo del "Rayo de la guerra" (que se vuelve gran amigo de don Baltasar), una mujer alquimista educada en Colonia y que se carteaba con Paracelso, Nostradamus y Cornelio Agrippa y que dedicaría un libro a Juan Luis Vives, las guerras de moros, dos mestizas mexicanas, una de las cuales hubiera querido ver "...las grandes pirámides de Tenochtitlán relucientes de sangre sacrificial [...] También murió el divino hijo del Sol [...] y todo por culpa de los malditos teúles", intrigas palaciegas, herejías y, por encima de todos, don Baltasar. Como Marsias, el fauno a quien Apolo desolló en castigo por ser mejor músico que él, todo el ser de don Baltasar se oculta tras su vellosidad. El libro es la relación de siete batallas de las miles que se han librado en la eterna guerra que libran la belleza externa y la interna y sólo en la última resulta vencedor el generoso corazón del protagonista. Siete mujeres, como las siete esposas de Barbazul, como los siete pecados capitales. Cada una encarna un pecado, una hora de España, una faceta de lo humano que don Baltasar debe descubrir. Fernández-Pacheco, quien a lo largo del libro trata a su protagonista con una ternura que no es condescendiente ni lastimera, llena de humor y sabiduría, logra transformar el cuento, que se nos revela como Barbazul desde la ingeniosa Primera jornada, en una novela con la fuerza de una fábula. También transforma a don Baltasar, de fenómeno a hombre conmovedor. Por ejemplo, después de participar con brillantez en la guerra, don Baltasar se jura a sí mismo "no volver a intervenir en batalla alguna. Se le alcanzaba demasiado claramente que si pretendía demostrar valor o tenacidad, había sin duda en la vida mil cosas más arduas y humanas que una acción militar". Descubrir lo que no es aparente, tal sería la consigna de este
libro. El muy hermoso corazón del feo don Baltasar, la recompensa.
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Luis Tovar Arena
y cal Tres fenómenos de los que hemos hablado aquí tienen lugar precisamente cuando se escriben estas líneas. El primero de ellos es la no muy frecuente convivencia de dos películas mexicanas en la cartelera comercial, un hecho que, para decirlo en el curioso lenguaje empresarial, puede "hacer sinergia" frente a la tradicional fortaleza del cine made in L.A. manifestada en estos días por células, vaqueros espaciales, bares donde "ellas mandan" y ardillas voladoras, entre otros seres y situaciones igual de convincentes. El segundo y el tercer fenómenos son, en sí, las dos películas mexicanas que se ofrecen al público actualmente: Por la libre, de Juan Carlos de Llaca, y Crónica de un desayuno, dirigida por Benjamín Cann. Entre la libre y la de cuota Después de dirigir En el aire en 1992, De Llaca debió esperar casi ocho años para realizar su segundo largometraje. Esta larguísima y obligada sequía, tan frecuente para muchos directores mexicanos, acabó para De Llaca cuando Altavista Films decidió hacerse cargo de la producción, promoción y distribución de Por la libre, con lo que Juan Carlos se convirtió en el tercer cineasta que recibe el apoyo de esa casa productora de capital mexicano (los anteriores son Fernando Sariñana con Todo el poder y Alejandro González Iñárritu con la célebre Amores perros). Altavista ya probó sus capacidades mercadotécnicas con Todo el poder que, hasta el momento, sigue siendo la película mexicana mejor promocionada de los tiempos recientes. Esta decisión tuvo al menos dos efectos benéficos: Altavista recuperó su inversión y Sariñana pudo ponerse a filmar casi de inmediato su siguiente largometraje. Amores perros se coció aparte: su éxito en Cannes se convirtió en el "concepto rector de comunicación" (para decirlo con palabras de publicista) que, aunado a una promoción suficiente y, sobre todo, a la innegable calidad del producto, le generó suficientes ingresos en taquilla como para llevar a productora y director a una situación similar a la mencionada antes. En este contexto, Por la libre resulta ser un curioso anfibio. Aunque no pueda decirse que haya sido insuficiente, la promoción que se le hizo antes de su estreno fue un tanto más discreta que la destinada por Altavista a sus anteriores producciones, por motivos que sólo la empresa conoce. Y si usted ya la vio, no necesito decirle que la cinta no puede estar más lejos de la contundencia y la eficacia de Amores perros. Por la libre cuenta la historia de dos adolescentes (interpretados por Rodrigo Cachero y Óscar Benavides) que van a Acapulco a cumplir la última voluntad de su abuelo paterno, recientemente fallecido: arrojar sus cenizas al mar. En ese puerto donde Mauricio Garcés, Angélica María y Tin Tan filmaron tantas cosas, De Llaca propone un juego de opuestos que terminarán siendo más parecidos que dos gotas de agua Ño dos motas de ceniza. Se supone que uno de ellos es un espíritu rebelde, o al menos eso debe entenderse por la vestimenta, el cigarro de mariguana y la propensión al valemadrismo, mientras el otro es un "niño bueno", siempre limpio y correcto, que no va a Acapulco porque quiere, sino porque de último momento descubre al primo "malo" llevándose el Mercedes heredado por el abuelo al primo "bueno". Después de reiterar innecesariamente la diferencia de caracteres y actitudes de sus protagonistas, así como algo que de seguro el realizador entiende como antisolemnidad, De Llaca desaprovecha algunos giros interesantes que el guión le proponía, como el hecho de que la chica guapa de la película (una "costeñita" adolescente interpretada por Ana de la Reguera) resulta ser tía de los chavos. La presencia del incesto no ayudó a darle un poco de peso dramático a una trama que se decantó por el "descubrimiento" de las secretas infidelidades de un abuelo igualmente desaprovechado en tanto personaje que detona la acción. Ni melodrama ni comedia adolescente, ni road movie ni nada definido, Por la libre parece demostrar que su director resintió los largos años sin ejercer su oficio, y que a la productora no le bastará con poner en los anuncios la leyenda: "De los productores de Todo el poder y Amores perros" para repetir el éxito de taquilla. ¿Dónde
están mis calcetines La anécdota de Crónica de un desayuno es mínima: en un edificio de departamentos de una ciudad cualquiera, una familia va a desayunar. A partir de esto, Benjamín Cann presenta una galería de personajes cuyo despliegue en un entorno estático consigue poner los nervios de punta: un hombre joven (Bruno Bichir) que dedica su tiempo y su afecto a un sillón; su madre (María Rojo), que sólo sabe hablar consigo misma y lo hace hasta llegar a la histeria; su hermana (Fabiana Perzábal), que quiere huir de casa para escapar de sí misma aunque nunca se atreve; su padre (José Alonso), que no vive con ellos pero un día vuelve y, cuando se queda solo en casa, demuestra que no ha crecido ni un poquito... En otro departamento, un travesti (Eduardo Palomo) cree encontrar el afecto y la aceptación de un ligador muy poco convencional (Odiseo Bichir), y en otro más, un hombre maduro (Héctor Bonilla) quiere suicidarse y lo único que lo detiene es el amor por una mujer joven (Arcelia Ramírez). Basados en la obra teatral de Jesús González Dávila, Cann y el resto del equipo apostaron por una historia difícil de contar, donde no hay concesiones para el espectador, del mismo modo que no las hay para estos personajes obsesivos, tensos hasta el límite, puestos al borde de sí mismos. Muy probablemente este desayuno resultará indigesto para algunos
espectadores, algo que de seguro ponderó Columbia (su participación
es el último de los tres fenómenos mencionados). Esta major
le apostó a la promoción y distribución de una cinta
que se sale del cartabón por muchos conceptos: es mexicana, no hay
en ella comedia, romance o política, y fue realizada pensando primero
en la calidad cinematográfica y después en el éxito
taquillero. El ratón y los dientes Nuestro encuentro con las culturas prehispánicas es complejo, paradójico, porque ellas son, al mismo tiempo, lo nuestro y lo otro, lo familiar y lo insólito. ¿Cómo algo puede ser a la vez nuestro y ajeno? Este es el caso, porque sentimos, de algún modo, que pertenecemos a esas culturas, que derivamos de ellas (apreciamos, por ejemplo, la Toma de Tenochtitlan no como victoria, sino como derrota), pero esas culturas nuestras son, en muchos aspectos esenciales, impenetrables a nuestras intuiciones y vivencias. Digo que es familiar porque si leemos que en alguna parte había sacrificios humanos, pero que las víctimas eran ahorcadas o arrojadas al fuego, la forma nos parece anómala, bárbara. Para nosotros lo apropiado en esos casos, lo que exige la etiqueta, lo normal, es algo tan elaborado como tajar hábilmente el tórax del sacrificado con un cuchillo de piedra en lo alto de una pirámide. Pero al mismo tiempo el ritual nos es inevitablemente ajeno. En este sentido podemos descifrar la idea general, pero no sentir su imperiosa necesidad, como sentían, sin duda, ellos. ¿Cómo podríamos acercarnos al ritual, hacer nuestro lo que nos es familiar? Wittgenstein sostiene que no, de ningún modo, mediante explicaciones. Un ritual, dice, no puede explicarse. Supongamos que beso la foto de una persona a la que amo y alguien me ve y pregunta: "¿Por qué hiciste eso?" ¿Qué le puedo contestar que no sea: "Es que la quiero mucho"? Y esto que digo reitera lo que hice, pero no explica nada. Porque no hay nada qué explicar. Así somos, no queremos lograr nada con eso, eso hacemos cuando queremos a alguien, punto. El animal humano es un animal ceremonioso. Wittgenstein opone a explicar, clarificar, clarificar rituales. Clarificar es aquí desarrollar nuestras impresiones espontáneas relacionándolas con nuestros sentimientos, creencias y pensamientos. Hay muchas cosas que no pueden explicarse, pero sí, en cierta medida, clarificarse. Por ejemplo, la música, que es perfectamente simple y clara, y perfectamente inexplicable. O el amor, que esto es igual. Ahora, si la observación de Wittgenstein es acertada, y creo que lo es, entonces algunas de nuestras actitudes frente a las culturas prehispánicas están muy equivocadas. Todas, o casi, de aquellas que buscan explicaciones desde fueran en vez de clarificaciones desde dentro a partir de nuestra experiencia. Por ejemplo, cuando era niño y perdía un diente de leche, mis padres lo dejaban por ahí y el Ratón Pérez me traía un regalito a cambio de la pieza. Ese mismo ratón le trajo regalitos a mis hijos en su oportunidad. Como suele suceder, no me pregunté nada acerca del personaje o la práctica. Años después leí lo siguiente en el gran libro de López Austin sobre el cuerpo humano, al que vuelvo siempre: "La protección de los recortes de uñas y cabellos es una práctica generalizada en el territorio americano. Sin embargo, entre los antiguos nahuas se acostumbraba ofrecer los recortes de Tláloc, el Ahuízotl, que supuestamente habitaba el lago, bestiecilla muy peligrosa por estar ávida de ojos, dientes y uñas, y por ser la encargada de matar a quienes el dios de la lluvia quería incorporar a su ejército de muertos. También ofrecían a los ratones los dientes que los niños perdían en la muda." "Ah", me dije, "hacemos lo mismo." ¿Vendrá de ahí? Pero no, porque en España o Costa Rica también hay esta liga entre ratón y dientes de leche, y ahí no hay influencia náhuatl. Y tampoco esta liga es universal: en Estados Unidos el regalito no lo trae un ratón, sino el hada de los dientes. Pero, como sea, estamos en el centro de una creencia compartida, una liga rara, que, dice Wittgenstein, no habría que tratar de explicar, sino de esclarecer explorándola desde dentro imaginativamente, justo como suele hacer la literatura que a eso se dedica, a penetrar con la imaginación en la vida de la gente para, de esa manera, hacerla inteligible. ¿Cuál es, pues, la liga entre dientes de leche y ratones?, ¿qué se les ocurre?, ¿con qué podemos asociar eso? Pero ya no puedo desarrollar ninguna respuesta, aquí se me acaba la cuerda y sólo me resta pedir, como los viejos autores de comedias, que juzguen con benevolencia las palabras que les he dirigido. Muchas gracias. |